Miguel Strogoff en La Habana
Todo comenz¨® el lunes 11 de febrero pasado. Tras varias semanas de ardua lectura y an¨¢lisis, los miembros del jurado del Premio Casa de las Am¨¦ricas de 1985 pudimos dar t¨¦rmino a nuestro trabajo y a media ma?ana suscribimos un acta con el resultado de las deliberaciones. Por la tarde, una inusitada actividad comenz¨® a desplegarse en las instalaciones del hotel Habana Riviera; hip¨®tesis y suposiciones diversas corr¨ªan por doquier y pronto constatamos que ostensibles medidas de seguridad hab¨ªan sido puestas en pr¨¢ctica. Alrededor de las siete, los miembros del jurado fuimos embarcados con rumbo desconocido y, tras superar varios controles, obtuvimos por fin respuesta a nuestra curiosidad al ingresar en uno de los t¨²neles que dan acceso a los recintos del palacio de la Revoluci¨®n.A las 7.55, Fidel Castro hizo su aparici¨®n, present¨® excusas por llegar tarde, pero, al saber que tambi¨¦n nosotros hab¨ªamos llegado fuera de la hora prevista, lament¨® humor¨ªsticamente nuestra impuntualidad. El humor, desde este momento, iba a ser una de las pautas de la larga noche, amena y prol¨ªfica. El poeta Roberto Fern¨¢ndez Retamar ofici¨® de maestro de ceremonias y, tras las presentaciones, todos nos sumimos en una tertulia distendida y amable, aunque una especie de temor reverencial hizo que dej¨¢ramos al arbitrio de nuestro anfitri¨®n el rumbo de la charla. Durante las dos horas y 35 minutos que dur¨® esta primera fase de la noche, Fidel Castro habl¨® de cine y literatura, propuso la convocatoria de un concurso de guiones y confes¨® su devoci¨®n por la filmograf¨ªa latinoamericana m¨¢s reciente.
A continuaci¨®n, como respuesta a algunas preguntas t¨ªmidas y bienintencionadas, el comandante en jefe se desliz¨® h¨¢bilmente hacia sus comarcas m¨¢s queridas. En su verba, inagotable y florida, el repaso a la realidad social, econ¨®mica y pol¨ªtica de un buen abanico de pa¨ªses adquiri¨® una pasmosa convicci¨®n.
Ese mismo an¨¢lisis, arropado con cifras recientes y desconocidas para el gran p¨²blico, fue el que expuso algunos d¨ªas atr¨¢s a los pertinaces periodistas de The Washington Post y que explay¨® horas antes de nuestra entrevista a los enviados de la PBS, la cadena p¨²blica de televisi¨®n norteamericana, por lo que nosotros fuimos los destinatarios de excepci¨®n del minucioso resumen. Las cintas en v¨ªdeo de las cuatro horas de duraci¨®n de la ¨²ltima de las entrevistas iba a tener, al menos para m¨ª, consecuencias casi ins¨®litas. No est¨¢ de m¨¢s agregar que la compleja personalidad de Fidel Castro, se est¨¦ o no de acuerdo con su ideolog¨ªa y su apasionada y por ende parcial visi¨®n de las cosas, no deja indiferente a nadie. Su fuerza y su af¨¢n de convicci¨®n, su innegable carisma y su habilidad para sortear dial¨¦cticamente los asuntos que le son afines, ya han sido puestos de presente innumerables veces, por lo que excuso aqu¨ª una obvia consideraci¨®n al respecto.
Tras una ¨²ltima tanda de preguntas, Fidel se retir¨®, y al cabo de un cuarto de hora reapareci¨® ya vestido con su uniforme de gala. Atendi¨® a sus invitados, celebr¨® algunas bromas de los jurados brasile?os y, en un determinado momento, se abri¨® paso y se dirigi¨® al grupo que form¨¢bamos Augusto Monterroso, Jos¨¦ Agust¨ªn, Dany B¨¦bel-Gisler, B¨¢rbara Jacobs y quien esto escribe. Me abord¨® directamente y, como si me conociera desde tiempo atr¨¢s, me dijo: "?Podr¨ªas hacer llegar a la televisi¨®n de Colombia los v¨ªdeos de la cadena norteamericana? Ser¨ªa magn¨ªfico que transmitieran esa entrevista en tu pa¨ªs lo m¨¢s pronto posible". M¨¢s sorprendido por su memoria que por la inesperada deferencia de que me hac¨ªa objeto, s¨®lo atin¨¦ a decirle, en medio de la sorpresa de mis compa?eros, y como si fuera la cosa m¨¢s natural del mundo: "Podernos hablar de eso". Ante mi respuesta, Fidel se inmut¨® levemente, clav¨® en m¨ª su profunda mirada, me coloc¨® una mano sobre el hombro y se retir¨® a conversar con un cineasta chileno. Mis amigos permanec¨ªan pasmados, atrapados por los m¨²ltiples sentidos que se desprend¨ªan de lo que acababan de o¨ªr. Para el escritor mexicano Jos¨¦ Agust¨ªn mis palabras equival¨ªan m¨¢s o menos a decir con suficiencia inequ¨ªvoca: "De esas cosas hable usted con mi agente literario", mientras que Monterroso, sumido en un ataque de hilaridad, cre¨ªa que mi vida pod¨ªa cambiar radicalmente de un momento a otro. Mario Benedetti, que acababa de unirse al grupo, tambi¨¦n fue atrapado por la risa, escoltada por un fuerte golpe de tos que le inund¨® los ojos de l¨¢grimas. Mi soberbia no ten¨ªa l¨ªmites, dec¨ªan mis compa?eros de jurado; ?c¨®mo demonios me atrev¨ªa a contestarle de forma tan ol¨ªmpica al comandante en jefe?
Sin embargo, nada m¨¢s lejos de mi intenci¨®n que un gesto fuera de tono. Mi respuesta, pues, en t¨¦rminos tan dilatorios, estaba apoyada en la cortes¨ªa y tambi¨¦n en la necesidad de reflexionar atentamente sobre la sugerencia que acababa de hacerme el jefe del Estado. ?C¨®mo explicarle que aunque yo era colombiano hac¨ªa 12 a?os que no pon¨ªa Pasa a la p¨¢gina 10 Viene de la p¨¢gina 9 los pies en mi pa¨ªs? ?En qu¨¦ forma iba a convencerlo de que el barco que me llev¨® de Colombia a Espa?a se incendi¨®, tras ese su ¨²ltimo viaje, en el puerto de Barcelona, un d¨ªa en que hubo eclipse de sol? La historia de mi desarraigo es larga y lejana y no ven¨ªa al caso, mientras que la sugerencia de Fidel exig¨ªa una respuesta inmediata.
Cuando faltaban pocos minutos para las dos de la madrugada, Fidel Castro se despidi¨® de todos, de nuevo se acerc¨® a m¨ª, me estrech¨® la mano y mientras me repet¨ªa la necesidad de retransmitir la entrevista me dijo, como si fuera un hasta luego: "Ma?ana te entregar¨¢n los v¨ªdeos". Esta vez tuve la certeza de que acababa de meterme en un l¨ªo , tremendo, y la actitud de los otros miembros del jurado adquiri¨® tambi¨¦n un sentido diverso. Jos¨¦ Agust¨ªn, vinculado a la televisi¨®n mexicana, se llevar¨ªa a su pa¨ªs un juego de cintas, e Inge Feltrinelli se pondr¨ªa en contacto con la RAI, aunque la misi¨®n de ambos era l¨®gica, ya que sus destinos no eran otros que sus lugares de origen. Yo, en cambio, no viajaba a Colombia, sino a Barcelona, v¨ªa Madrid. De todo esto, aparte mi creciente preocupaci¨®n, s¨®lo quedaban los ecos de la risa que mi inicial respuesta desat¨® entre mis compa?eros y que pronto transmitieron.
M¨¢s sosegado, pens¨¦ que todo hab¨ªa quedado reducido a un ofrecimiento protocolario y a una no menos protocolaria respuesta, y as¨ª lo hac¨ªan pensar esas 48 horas siguientes en las que no tuve noticias al respecto. Pero en la madrugada del d¨ªa 14 unos repentinos golpes dados en la puerta de mi habitaci¨®n del Habana Riviera me sacaron del sue?o y de la cama y me encontr¨¦ de pronto con un caballero alto y circunspecto que me extendi¨® un paquete y, casi sin mediar palabra, me dijo: "Aqu¨ª est¨¢n los v¨ªdeos. Creo que usted est¨¢ al tanto de todo". Asent¨ª somnoliento sin comprender lo inprocedente de mi actitud, aunque poco despu¨¦s, ya despierto y a solas, calibr¨¦ las perspectivas de mi misi¨®n durante el resto de una nada apacible noche. Ni siquiera me atrev¨ª a abrir el paquete.
Al d¨ªa siguiente, que en principio era el de mi partida de La Habana, busqu¨¦ insistentemente a Roberto Fern¨¢ndez Retamar y al fin lo encontr¨¦ en Casa de las Am¨¦ricas. Le cont¨¦ lo que me ocurr¨ªa, y ¨¦l, sol¨ªcito como siempre, ech¨® mano de su agenda y empez¨® a llamar a gente importante para ver c¨®mo me sacaba del atolladero.
Alrededor de las dos de la tarde, cuando me encontraba almorzando con unos amigos, lleg¨® el caballero que esa madrugada me hab¨ªa hecho entrega de los v¨ªdeos y de sopet¨®n me pregunt¨® si ten¨ªa alg¨²n inconveniente en viajar a Colombia. Tras 12 a?os de ausencia de mi pa¨ªs la oferta inund¨® de luz mis ojos, lo que, sumado a un leve titubeo -quien calla otorga-, hizo que el caballero me propusiera acudir de inmediato a la erribajada mexicana en pos de un visado de tr¨¢nsito, ya que, sentenci¨®, volar¨ªa con ¨¦l de La Habanaa M¨¦xico. Despu¨¦s, ¨¦l partir¨ªa rtimbo, a Buenos Aires para entrevistarse con el presidente Ra¨²l Alfons¨ªn y hacerle entrega de un juiego de cintas, mientras yo permanec¨ªa 19 horas en el aeropuerto de M¨¦xico hasta abordar un vuelo de Avianca que me trasladar¨ªa a Bogot¨¢, donde llegar¨ªa a las siete de la ma?ana del d¨ªa siguiente. Mi misi¨®n a continuaci¨®n, mientras no se me diesen instrucciones en contra, consist¨ªa en tomar el primer taxi en El Dorado y ordenarle al ch¨®fer: "Ll¨¦verne al palacio presidencial, pues traigo un mensaje de Fidel Castiro para Belisario Betancurt". Obviamente, 48 horas antes ni Fidel ni nadie me dijo que yo ten¨ªa que hablar con Belisario ni cosa parecida. ?C¨®mo entrevistarme un domingo por la ma?ana con el presidente de la Rep¨²bllica? El caballero de la entrega arguy¨® que obviar¨ªa el problema: ¨¦l llamar¨ªa a Garc¨ªa M¨¢rquez en M¨¦xico; ¨¦ste, a su vez, llamar¨ªa al presidente -no en vano el d¨ªa de la concesi¨®n del Nobel hab¨ªan inaugurado ambos un tel¨¦fono rojo- y yo, por supuesto, ser¨ªa recibido por las altas esferas. Por eso el paquete -abierto por fin gracias a una orden que me dieron por tel¨¦fono- conten¨ªa cuatro v¨ªdeos: dos para el presidente y dos para la televisi¨®n colornbiana. Me dijeron, tal vez para tranquilizarme, que nadie se salvaba aqu¨ª de una entrevista presidencial, por lo que previamente Jos¨¦ Agust¨ªn tendr¨ªa que v¨¦rselas con Miguel de la Madrid, el jefe de Estado mexicano, aunque no pod¨ªa imaginarme a Inge Feltrinelli dialogando con Sandro Pertini antes de llevar las cintas a la RAI. Cada instante se complicaba m¨¢s la cosa y m¨¢s me preocupaba yo al darle vueltas a las posibles incidencias de mi repentino viaje a Colombia, ?Qu¨¦ iba a ocurrir con la aduana de M¨¦xico? ?C¨®mo evitar la picaresca de alg¨²n funcionario, de esos tan aficionados a la mordida? ?Y si me salvaba de la mordida, qu¨¦ pod¨ªa ocurrirme con los no menos pedig¨¹e?os funcionarios de inmigraci¨®n de mi pa¨ªs? ?C¨®mo convencer a unos y otros que esos v¨ªdeos no constitu¨ªan una apolog¨ªa de la subversi¨®n, sino las declaraciones de un estadista destinadas a un colega de tierra firme de Indias? Todo esto me bull¨ªa en la cabeza mientras bregaba in¨²tilmente por conseguir la obligada visa de tr¨¢nsito en la Embajada mexicana.
H¨¦roe de novela
Pensaba tambi¨¦n en la raz¨®n por la cual no se me explic¨® nada la noche del encuentro con Fidel. Yo dije: "Podernos hablar de eso", y ahora, estaba seguro, alguien hablaba a trav¨¦s de un procedimiento expedito. Las cintas de la cadena de televisi¨®n norteamericana, que como ya he dicho reproduc¨ªan en parte las declaraciones dadas a The Washington Post -y donde no faltaba una plausible fil¨ªpica contra la pol¨ªtica agresiva de Reagan-, me hac¨ªan sentir un personaje de novela de ficci¨®n pol¨ªtica, g¨¦nero que detesto, pero el paquete con los videocasetes me quemaba las manos. ?Por qu¨¦ yo? ?No hab¨ªa medios m¨¢s id¨®neos para hacer llegar, de mandatario a mandatario, dicho material? ?Acaso, tras los incidentes de la valija colombiana repleta de coca¨ªna y de la fuga de divisas espa?olas, por v¨ªa diplo m¨¢tica, tan bajo hab¨ªan ca¨ªdo los del servicio exterior que ya ni susjefes se fiaban de ellos?
?Qu¨¦ hab¨ªa ocurrido? ?Obedec¨ªa todo a una broma de Fidel para castigar mi ol¨ªmpica respuesta? Todav¨ªa sonaban en mis o¨ªdos las carcajadas de mis compa?eros y sus joviales gui?os a prop¨®sito de mi presunta impertinencia. Tambi¨¦n pens¨¦ que a lo mejor todo eso era una forma de llamarme al orden por haber sido el ¨²nico miembro del jurado que vot¨® por declarar desierto el Premio de Novela, lo que contrariaba la pol¨ªtica de Armando Hart, el ministro de Cultura. En efecto, Hart se manifest¨® radicalmente en contra de declarar desierto cualquier g¨¦nero, y as¨ª lo expuso sin cortapisas en la recepci¨®n que nos brind¨® el d¨ªa 12, tras la ceremonia de concesi¨®n de los premios, ceremonia en la que yo, parad¨®jicamente, le¨ª ante el p¨²blico el acta que conced¨ªa un premio al que me opuse, y cuyas objeciones adjunt¨¦ por escrito. Pens¨¦ que tantos cabos sueltos eran excesivos, que la paranoia asomaba sus fauces y que, de seguir por esta v¨ªa, pod¨ªa meter la pata.
Regres¨¦ al Habana Riviera sin la visa -?existealguna fuerza humana o divina capaz de obligar a un funcionario de embajada a trabajar por la tarde?- y me enfrent¨¦ a los hechos. Expuse las enormes dificultades del viaje, reclam¨¦ credenciales e incluso estuve a punto de exigir licencia para matar. Los que llevaban el asunto no fueron insensibles al ¨²ltimo de mis argumentos: ?por qu¨¦ no se olvidaban de m¨ª y de todo lo que implicaba semejante peregrinaci¨®n? ?Por qu¨¦ el eni¨ªsario que iba a entrevistarse con el presidente Alfons¨ªn no hac¨ªa una escala en Bogot¨¢, le entregaba las cintas a Belisario Betancurt y prosegu¨ªa su viaje? Ese mismo jueves trasmitir¨ªan en Estados Unidos la entrevista con Fidel, y al d¨ªa siguiente lo har¨ªa la televisi¨®n cubana. No hab¨ªa entonces tiempo que perder, pues la fecha tope fijada por el propio comandante en jefe era el martes y yo s¨®lo podr¨ªa viajar de s¨¢bado a domingo, con todas las dificultades que semejante horario entra?aba y a las que hab¨ªa que a?adir mi obligado regreso a Europa el mi¨¦rcoles. Adem¨¢s, ?d¨®nde iba yo a encontrar a Belisario? ?En el palacio de Nari?o? ?En Yerbabuena? ?Supervisando el acuerdo de paz en Corinto? Ni idea.
Cincuenta minutos antes de la hora en que part¨ªa el vuelo La Habana-Madrid fui, cordialmente relevado de mis obligaciones, y, mientras regresaba a Espa?a, liberado de los v¨ªdeos, pero tan cansado como si hubiera hecho el viaje, rememoraba todo lo ocurrido. Atr¨¢s quedaban los c¨¢lidos d¨ªas de Cienfuegos y el hallazgo perenne de Trinidad, aunque tambi¨¦n las semanas vividas en La Habana y el recuerdo de los amigos conformaban ya una cifra entra?able, y eso, al fin y al cabo, era lo que contaba. A menudo observaba a Mario Benedetti, que dormitaba en un asiento posterior del avi¨®n y que de alguna forina me acompa?aba hacia la sensatez, lejos de la misi¨®n de Estado en que mi sorprendente respuesta me hab¨ªa involucrado. Mi frase "podemos hablar de eso" me hac¨ªa recordar, con igual preocupaci¨®n, la del hereje que, condenado a la hoguera por la Inquisici¨®n, le dijo a sus adversarios, mientras se chamuscaba: "Seguiremos discutiendo en la eternidad". Recuerdo esto porque en el curso de la recepci¨®n, poco despu¨¦s de haber hablado conmigo, Fidel le hab¨ªa contado a Frei Betto -un te¨®logo de la liberaci¨®n que tambi¨¦n formaba parte del jurado- una met¨¢fora sobre la eternidad, la misma con que a m¨ª me asust¨® alg¨²n cura en los a?os semiolvidados de la infancia: el ala de una mosca debe rozar incesantemente una enorme esfera de acero hasta desgastarla por completo: el lapso transcurrido entre el vuelo inicial y la esfera reducida a nada constituye apenas un instante en el calendario de la eternidad.
El sentido de esta historia es obvio y transparente. Ya desde mi ¨¦poca de Ciencias Pol¨ªticas hab¨ªa adquirido una: ligera idea de lo que es el poder, pero tuve que vivir en un instante su proximidad para que una simple an¨¦cdota me revelara todas sus implicaciones, que pueden ser eternas, tal como el abogado Kafka lo plasma en sus par¨¢bolas. Comprob¨¦, por ejemplo, que ante el poder no caben respuestas elusivas ni, menos a¨²n, dilatorias. Se debe contestar siempre s¨ª o no, respetuosa pero enf¨¢ticamente, pues de lo contrario te env¨ªan a visitar presidentes, a burlar aduanas y a morirte de tedio en los aeropuertos de medio mundo. Porque, me pregunto, ?qu¨¦ pod¨ªa impedir que una vez cumplido mi encargo me llamase intempestivamente Mitterrand para que le llevara una carta personal a Chernenko? Se empieza as¨ª y se termina as¨¢, ya se sabe.
Poco despu¨¦s de aterrizar en Madrid record¨¦ el leve toque de la mano de Fidel sobre mi hombro, descubr¨ª que de alguna forma me hab¨ªa investido caballero y una cierta decepci¨®n se apoder¨® de m¨ª al reconocer la escasa diligencia con que hab¨ªa abordado mi misi¨®n. "Lo siento, comandante, otra vez ser¨¢", dije condolido. Ciertamente, a diferencia de Miguel Strogoff, yo nunca llegu¨¦ a Irkutsk -Bogot¨¢ no se parece a Siberia sino al T¨ªbet- ni qued¨¦ ciego en el camino ni visit¨¦ de inc¨®gnito mi patria. En cambio, en los quioscos de Barajas olvid¨¦ de un solo golpe mis prevenciones y me sumerg¨ª en una extra?a historia de espionaje: horas antes, dos agentes norteamericanos hab¨ªan sido expulsados de Espa?a por las mismas puertas por las que yo acababa de desembarcar, acusados de fotografiar las antenas de televisi¨®n del palacio presidencial de la Moncloa... Norteamericanos, televisi¨®n, presidentes: ¨¦stos eran elementos de una ecuaci¨®n que ya empezaba a serme compulsiva. Entonces, apremiado por la necesidad de liberarme como fuera del pesado trance, levant¨¦ al m¨¢ximo el cuello de mi gabardina, me cal¨¦ mis impenetrables gafas de sol, mir¨¦ furtivamente a diestra y siniestra y, con paso firme, comenc¨¦ a andar dispuesto a ganar el lado menos sombr¨ªo de la calle.
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