Frankenstein
Que la naturaleza sigue al arte era una pretensi¨®n outr¨¦e de Oscar Wilde que Shelley hab¨ªa formulado con m¨¢s candidez, si no humildad, en su Defensa de la poes¨ªa. El artista para ellos era como un vig¨ªa que, encaramado en el m¨¢stil de la imaginaci¨®n, ve con anterioridad la tierra ignota: el arte no es el espejo de los neocl¨¢sicos, sino la antorcha de los rom¨¢nticos que alumbra espacios oscuros y enciende nuevas venas de sensibilidad.Cuando Mary Wollstonecraft Goodwin escribi¨® Frankenstein o El moderno Prometeo, en 1816, Goethe a¨²n no hab¨ªa concebido Fausto y s¨®lo el Golem de la leyenda hebrea y las cabezas parlantes de Silvestre 11 y Alberto Magno le pod¨ªan servir de precedente. Sin embargo, esta enigm¨¢tica y reticente mujer, esposa de Shelley y amiga de Lord Byron, dio con la imagen maestra del mundo moderno, el arquetipo de nuestro siglo: el hombre sint¨¦tico, el aut¨®mata vivo, el robot imbuido cuando distingu¨ªa fantas¨ªa de imaginaci¨®n: "Nadie pensar¨¢ que concedo verosimilitud a esta imaginaci¨®n; sin embargo, al tomarla como base de una obra fant¨¢stica, no me he visto tejiendo una mera serie de terrores sobrenaturales. El suceso sobre el cual descansa el inter¨¦s de la historia est¨¢ exento de las desventa jas de una simple historia de es pectros o encantamientos. Pese a ser imposible como hecho f¨ªsico, proporciona un punto de vista a la imaginaci¨®n -para excitar las emociones- m¨¢s extenso y punzante que cualquier otro que puedan proporcionar las relaciones ordinarias de sucesos normales. He procurado preservar la verdad de los principios elementales de la naturaleza humana, pero sin reprimirme a la hora de innovar en sus combinaciones". Cuando una obra de ficci¨®n como Frankenstein, Fausto, el Quijote o el propio Sherlock Holmes cala hondo en la sensibilidad del p¨²blico, es porque el personaje es imaginario, pero no fant¨¢stico. Su perfil queda dentro de los l¨ªmites de lo posible, es aceptado por la intuici¨®n, da un vislumbre preciso y profundo, esclarecedor, de la realidad, m¨¢s ver¨ªdico que la propia evidencia cotidiana, resumi¨¦ndola y magnific¨¢ndola. Entonces deviene un arquetipo.
Carl G. Jung defin¨ªa los arquetipos como instintos de la imaginaci¨®n, entidades que provocan en ¨¦sta un disparo emocional reflejo, como los instintos fisiol¨®gicos lo hacen con el nervio. Jung postulaba un subconsciente colectivo poblado de im¨¢genes primordiales, vestigio de experiencias repetidas durante generaciones y grabadas en la memoria gen¨¦tica. Son, por as¨ª decirlo, los residuos ps¨ªquicos de innumerables experiencias del mismo tipo, el poso de los placeres y las sombras reiteradas incesantemente desde nuestro origen ancestral. Son el cauce profundamente erosionado del r¨ªo de la psique por donde las aguas de la vida confluyen en inmenso caudal de experiencias.
El arquetipo se activa siempre que tropieza con el conjunto de circunstancias que han contribuido a grabar en el subconsciente colectivo la imagen primordial. El artista individual no puede usar plenamente sus poderes a menos que sea ayudado por una de estas representaciones colectivas, que desatan las fuerzas escondidas en el instinto, inaccesibles a la voluntad racio-
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nal. El impacto del arquetipo conmueve porque emplea una voz m¨¢s fuerte que la individual. Quien se expresa en im¨¢genes primordiales habla con mil lenguas.
Estas posibilidades innatas de ideas ponen fronteras a la imaginaci¨®n y mantienen la actividad imaginativa dentro de ciertas categor¨ªas. La fantas¨ªa, por el contrario, es una combinatoria de la imaginaci¨®n, que produce quimeras intercambiables y, por lo mismo, poco impresionantes. Por ejemplo: "Marinetti estaba sentado en un casino de Valladolid jugando al mus, tocado con un casco de bombero", podr¨ªa ser "Marinetti sorb¨ªa Lobsangsuchong en el balneario de Panticosa mientras jugaba al parch¨ªs", etc¨¦tera. La pura yuxtaposici¨®n de elementos inventados no produce una situaci¨®n viva e impresionante; para conseguirla es preciso que los elementos; engarcen con la realidad dando situaciones vivas, plausibles y desarrollables, como en bot¨¢nica un injerto productivo o en zoolog¨ªa un cruce fecundador y no est¨¦ril, como el de paloma mensajera y loro, cosa que, desgraciadamente, no ha producido la raza de mensajeras orales que todos esper¨¢bamos. La fantas¨ªa puede inventar quimeras incontables, pero s¨®lo la imaginaci¨®n injertada en la realidad logra personajes cre¨ªbles, situaciones impresionantes, obras inmortales.
El Frankenstein de Mary Shelley es una de ellas. Por fant¨¢stico que parezca el tema -aqu¨ª la palabra, sin querer, se cuela, pese a la definici¨®n de Coleridge-, algo le dice al lector que est¨¢ muy cerca de lo posible y, al intuirlo as¨ª, se siente involucrado, afectado por una pasi¨®n de horror. Es la premonici¨®n del siglo XX: pero ?acaso la gente no compra mu?ecas porque son personalizadas, distintas y con papeles de identidad? ?Nos har¨¢n compa?¨ªa los robots?
La inteligencia artificial es un hecho desde 1950; la animaci¨®n del aut¨®mata ha comenzado en los ochenta: un robot japon¨¦s de 50 kilogramos es capaz de pasar el aspirador, tres metros cuadrados por minuto, sin golpearse con los muebles. La combinaci¨®n del computer inteligente con el aut¨®mata animado es el monstruo de Frankenstein.
Tengo para m¨ª que esta s¨ªntesis llegar¨¢ despu¨¦s de otras simbiosis no menos escalofriantes: por ejemplo, computadora y cerebro humano. Sabemos que los sentidos mandan mensajes al cerebro por medio de corrientes el¨¦ctricas y reacciones qu¨ªmicas a trav¨¦s de sinapsis neuronales. Lo que se percibe por ojo, o¨ªdo, tacto se traduce as¨ª en impulsos electroqu¨ªmicos sobre ret¨ªculos neuronales. No es imposible cortocircuitar el proceso y, en vez de recibir est¨ªmulo de la realidad exterior, conectar los ret¨ªculos cerebrales a un programa de computadora que mande est¨ªmulos equivalentes a percepciones sensoriales. Las posibilidades que se abren van desde el deliquio epic¨²reo hasta la pesadilla kafkiana: se puede grabar un curso entero de universidad mientras, uno duerme, o se puede dormir con Marilyn Monroe de puertas adentro. Se puede, por supuesto, controlar la mente a niveles jam¨¢s alcanzados desde la c¨¢tedra, el p¨²lpito o la televisi¨®n.
El injerto de la rri¨¢quina con el hombre ser¨¢ el primer paso hacia el nuevo Prometeo: la bi¨®nica experimenta trasplantes de ¨®rganos artificiales sobre cuerpos humanos; la inform¨¢tica lo podr¨¢ hacer sobre el cerebro. Por ¨²ltimo, cuando el robot alcance autonom¨ªa propia y pueda campar por sus respetos, la inteligencia artificial podr¨¢ pasarse sin el hombre y reunirse con su cuerpo, tambi¨¦n artificial. Esperemos que para entonces la humanidad tambi¨¦n haya progresado considerablemente por su lado, en su propio cerebro, y no tenga que perseguir en trineo, como el doctor Frankenstein, a los hijos artificiales de su delirio tecnol¨®gico. Frankenstein, como Fausto, como lo fuera en su d¨ªa Don Quijote, no son fantas¨ªa, sino imaginaci¨®n creativa, conjuro de lo posible, aviso del vig¨ªa art¨ªstico sobre el nuevo mundo que se perfila y que, como todo lo oscuro, se vislumbra todav¨ªa con terror.
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