Cuando evad¨ªamos capitales
Lo hac¨ªamos todos..., vamos, los pocos que pod¨ªamos permitirnos el lujo de salir de Espa?a en los a?os cuarenta, y lo hac¨ªamos porque la alternativa era morirse de hambre tras cruzar la frontera al estar rigurosamente prohibido, no s¨®lo sacar divisas, sino una sola peseta del territorio nacional. Recuerdo mi marcha a Italia en noviembre de 1946. Pas¨¦ la aduana de Barcelona y sub¨ª al barco que iba a conducirme a G¨¦nova, excitado y contento. ?Mi primer viaje al extranjero! Me sent¨¦ en el bar, ped¨ª un caf¨¦ y cuando lo termin¨¦, el camarero me pregunt¨® si quer¨ªa pagar en liras, en pesetas o en francos. Yo ve¨ªa a los carabineros del muelle que acababan de hacer un repaso a fondo de mis posibilidades cremat¨ªsticas y tuve ganas de responder:-?C¨®mo voy a pagarle en nada? No puedo sacar pesetas, no tengo derecho a libras ni a d¨®lares, a francos ni a liras... Su pregunta es un sarcasmo, se?or.
No lo era, claro. ?l sab¨ªa que nadie sale de un pa¨ªs sin un c¨¦ntimo en el bolsillo, como lo sab¨ªan los aduaneros; lo sab¨ªan tan bien que nunca nos expusieron ni a m¨ª ni a mis compa?eros de viaje al cacheo que hubiera revelado el peque?o dep¨®sito de d¨®lares que nos permitieran sobrevivir hasta resolver el futuro al margen de la ley. Dado que ¨¦sta era absurda -?c¨®mo se iba a viajar sin dinero?-, se aceptaba su trasgresi¨®n a sabiendas de que no se trataba de contrabandistas especializados, sino de unos espa?olitos que pretend¨ªamos vivir fuera de lo que nos pagaban aqu¨ª.
El sistema de entonces, concretamente en Roma, se realizaba a trav¨¦s de los ¨²nicos que en la cat¨®lica Espa?a y la permisiva Italia ten¨ªan bula para efectuar esos cambios; los ¨²nicos que como integrantes de una multinacional pod¨ªan cobrar en su sitio y pagar en otro sin problemas mayores. Me refiero a las ¨®rdenes religiosas. Entonces yo, como tantos otros compatriotas residentes en la urbe, daba orden a mi fuente de ingresos -el diario Madrid, en mi caso- para que enviasen las pesetas a un convento o colegio de la capital de Espa?a; poco despu¨¦s, la instituci¨®n de la misma orden en Roma me llamaba para comunicarme que deseaban verme. Iba, cruzaba los anchos pasillos, esperaba en las grandes y siempre melanc¨®licas salas hasta que aparec¨ªa un sacerdote con un paquete de las s¨¢banas, que eran los billetes de 1.000 liras de entonces. Naturalmente no se firmaba recibo alguno aqu¨ª ni all¨¢; el mundo del mercado negro era, y supongo que sigue siendo, de una seriedad total. Al no poder redactarse ning¨²n documento por razones obvias, la palabra dada tiene tina fuerza que nadie se atreve a discutir.
La verdad es que el Gobierno espa?ol de entonces contaba con pocas divisas, y ¨¦stas las daba a cuentagotas tras tr¨¢mites tan engorrosos que muchos viajeros se echaban atr¨¢s prefiriendo utilizar los caminos antes aludidos. Cuando Miguel Mihura tuvo que ir a Buenos Aires, la Oficina de Moneda Extranjera le advirti¨® que ten¨ªa que precisar cualquier gasto de antemano a fin de obtener la cantidad correspondiente. "Pero, bueno", dec¨ªa Miguel con su lentitud madrile?a, "?no ser¨ªa mejor que yo les pusiera luego en un papel: un puro, 5 pesetas; una puta, 500 pesetas?".
Los funcionarios se mor¨ªan de risa, pero no soltaron m¨¢s divisas de las imprescindibles para el viaje. Nuestro autor tuvo que apelar a otro sistema tambi¨¦n muy com¨²n entonces. Un residente en Argentina le dio all¨ª pesos para que al visitar meses despu¨¦s Espa?a Miguel le devolviera las pesetas correspondientes.
La escasez de d¨®lares, agravada por el bloqueo diplom¨¢tico del tiempo, era tan grave que a un alto funcionario se le ocurri¨® la disparatada idea de obligar a los extranjeros que vinieran a Espa?a a cambiar obligatoriamente 20 d¨®lares diarios (mucho dinero entonces) pagados por anticipado seg¨²n el tiempo que pensaban residir aqu¨ª. En un momento en que pocos turistas se atrev¨ªan a venir a la inc¨®moda y fascista Espa?a, s¨®lo faltaba esa cl¨¢usula para quitarles las ganas. Hubo muchos viajeros que al enterarse en Ir¨²n o en Port-Bou de esas condiciones dieron media vuelta y regresaron a Francia. En la mayor¨ªa de los casos hubieran gastado probablemente m¨¢s, pero les molestaba, l¨®gicamente, la imposici¨®n. Aparte de que la ceguera del Estado les obligaba a cambiar sus d¨®lares al precio oficial de unas 30 pesetas, cuando su valor paralelo era el doble.
Para acabar de hacer complicado el paso fronterizo, no s¨®lo se prohib¨ªa salir con pesetas, sino tambi¨¦n entrar con ellas; as¨ª lo aprendi¨® asombrado un diplom¨¢tica colombiano destinado en Roma cuando llegamos juntos al aeropuerto del Prat. Le advert¨ª que en su declaraci¨®n de moneda pusiera una cantidad simb¨®lica de d¨®lares porque era imposible imaginar que no llevara nada, pero no le mencion¨¦ la moneda local. Cuando me dijo que hab¨ªa reconocido poseer 5.000 pesetas me aterr¨¦. "Est¨¢ prohibido", le grit¨¦. "?Por qu¨¦?", pregunt¨® asombrado, "?temen que las venda en las esquinas de Madrid?".
La l¨®gica estaba de su parte, pero la ley, de parte del funcionar?o. Actu¨¦ de hombre bueno record¨¢ndole a ¨¦ste la hispanidad, concepto muy de moda entonces: "?Qu¨¦ dir¨ªan los pueblos hermanos de Am¨¦rica?", y el aduanero sonriendo rompi¨® la declaraci¨®n diciendo que hiciera otra sin mencionar esa suma. Era el toque humano que afortunadamente ha servido tantas veces en nuestro pa¨ªs para evadir un reglamento absurdo y que, en ese caso, adem¨¢s, dio mayores dividendos que el de un agradecimiento particular y corriente. Porque el diplom¨¢tico colombiano que se qued¨® encantado ante ese gesto se llamaba Misael Pastrana, y unos a?os despu¨¦s fue presidente de la Rep¨²blica de Colombia.
S¨ª, todos fuimos evasores de capitales entonces, aunque se tratase de capitales m¨ªnimos. Era la ¨²nica forma de pasar una frontera econ¨®mica que en muchos casos era m¨¢s grave que la policial, aun siendo ¨¦sa dura. Pasarla, salt¨¢ndola o desliz¨¢ndose por debajo de ese list¨®n tan rid¨ªculamente bajo.
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