Sobre toda cima
', ... Y as¨ª, diverso entre contrarios muero" (Garcilaso).
En una de sus m¨¢s bellas cartas desde la c¨¢rcel, Antonio Gramsci contaba a su cu?ada Tatiana la historia de dos gorriones que hab¨ªa tenido como compa?eros de celda. Primero, uno arisco, orgulloso y nunca del todo domesticado, que no se dejaba acariciar ni aceptaba comer en la mano del amo y se manten¨ªa siempre alejado de ¨¦l. Al "oso en su cubil" (como se autodefin¨ªa Gramsci) le gustaba este pajarillo que sab¨ªa sobrellevar con dignidad su cautiverio y que mostraba un esp¨ªritu goethiano, buscando siempre estar "sobre toda cima" en el reducido espacio de la celda compartida. Despu¨¦s tuvo otro gorri¨®n, ¨¦ste humild¨ªsimo, servil y sin iniciativa, "de una domesticidad nauseabunda", que gustaba de recibir la comida en el pico y cobijarse en el dobladillo de los pantalones de su due?o y se?or. El primer gorri¨®n se muri¨® de un atrac¨®n de cucarachas o de ciempi¨¦s. El segundo a¨²n viv¨ªa en el momento de escribir Gramsci la carta, aunque se preve¨ªa su sino fatal de p¨¢jaro faldero: "No corre, est¨¢ siempre a mi lado y ya se ha ganado alg¨²n pisot¨®n involuntario".
El relato gramsciano me trae a la memoria la historia de un ruise?or que tuve. Me lo encontr¨¦ en la calle hace a?os, aterido y aterrado en plena jungla de asfalto. Seguramente se hab¨ªa escapado de su jaula, pero su vuelo alicorto no le hab¨ªa permitido ir muy lejos. Lo llev¨¦ a casa, le hice un nido de algod¨®n en rama y pronto recobr¨® algunas fuerzas. Le puse de nombre Robins¨®n. Lo instal¨¦ en la terraza, en la jaula m¨¢s grande que pude comprar, y le fui tomando cari?o, aunque no cantaba ni hac¨ªa gracia alguna. No era un risue?o ruise?or. Ni siquiera daba signos de alegr¨ªa cuando, atra¨ªdos por los ca?amones que yo les echaba, acud¨ªan los gorriones del barrio (entonces todav¨ªa hab¨ªa gorriones en Madrid) a la terraza y organizaban un gran revuelo de plumas y gorjeos. Pese a que le abr¨ª m¨¢s de una vez la puerta de su jaula para que se uniera al jolgorio, Robins¨®n nunca se dign¨® sacar una patita al exterior, quiz¨¢ por altivez, dada su condici¨®n aristocr¨¢tica, o tal vez porque hab¨ªa cogido miedo a volar y era un p¨¢jaro descre¨ªdo que no se fiaba del Dios proveer¨¢. Llegaron los fr¨ªos invernales y los gorriones no volvieron a visitarnos. Robins¨®n se fue quedando mustio, no s¨¦ si de nostalgia, hasta que se extingui¨® su peque?a vida, siempre sin decir ni p¨ªo. Lo enterr¨¦, acurrucado en una caja de f¨®sforos de cocina, en un solar, donde ya s¨®lo es memoria cernudiana de una pluma sepultada entre ortigas. Le ech¨¦, sin embargo, poca tierra encima y dej¨¦ entreabierto el improvisado ata¨²d por si acaso su alma leve, liberada del cuerpecillo medroso donde vivi¨® presa, le sal¨ªa volandera y transmigratoria.
La historia de mi ruise?or me lleva hacia atr¨¢s, como el cordelero que tensa los hilos de la memoria, hasta encontrar otro recuerdo, el de Tocinillo, el cerdito que tuve, de ni?o, all¨¢ en el pueblo. Era un cochino feo y chuchumeco, el m¨¢s desvalido de la camada que pari¨® la gorrina de mis abuelos aquel verano de posguerra. Me lo regal¨® el abuelo y yo me revolcaba con ¨¦l sobre la paja en el corral y me lo llevaba a hozar y retozar por el campo. Le ense?¨¦ a buscar y comer nutritivas granzas de rastrojo, fragantes margaritas (?qui¨¦n dijo que no hay que dar margaritas a los cerdos?) y purgantes tueras, adem¨¢s de higos y arrope de sand¨ªa que me daban a m¨ª para la merienda. Tanto lo atiborr¨¦, que se puso gordo y sonrosado como un cerdo, hasta el punto de que mi primo me dec¨ªa, para hacerme rabiar, que Tocinillo iba a dar buenos jamones y longanizas en las matanzas. Sin quererlo, estaba engordando a mi amigo para morir.
(Mi abuelo sol¨ªa contarme la historia, no s¨¦ si cierta o fabulada, de un cerdal¨ª, nacido del cruce furtivo de una cerda y un jabal¨ª en la montanera. Era un hermoso ejemplar de librea parda y colmillos fieros, que no se resign¨® a seguir su destino torcido de verraco reproductor a la espera del deg¨¹ello, y se ech¨® al monte en un descuido del pastor, a encontrar su otro sino de jabal¨ª montaraz e indome?able. Su libertad le dur¨® poco, pues d¨ªas despu¨¦s de su huida pereci¨® en lucha desigual con los lobos, pues no todo aquel que huye escapa. "Pero al menos", conclu¨ªa mi abuelo su relato, "muri¨® como un jabato en vez de vivir como un verraco y acabar hecho chorizos de cantimpalo".)
Intent¨¦ que Tocinillo siguiera las huellas del cerdal¨ª, y un d¨ªa me lo llev¨¦ al monte atado de una soga y lo dej¨¦ libre. Pero el muy tontaina me sigui¨® de vuelta a casa, zalamero y con el rabo hecho un ocho entre las patas. Lo intent¨¦ varias veces in¨²tilmente: animal de bellota y de costumbres, siempre regresaba a su cochitril y a su pitanza asegurada. Lleg¨® el oto?o y tuve que volver a Madrid con mi madre y mis hermanos, no sin antes pedirle al abuelo que cuidase de mi amigo hasta el a?o siguiente y no dejase que la abuela lo matara. Pero al otro verano, Tocinillo ya no estaba. Mi abuelo intent¨® consolarme cont¨¢ndome, sentados por la noche en el poyete, que mi gorrinillo se hab¨ªa decidido por fin a escapar. Un d¨ªa en que, despu¨¦s de haber llovido a c¨¢ntaros, sali¨® el arco iris, aprovechando que una de sus puntas se apoyaba en el centro del corral, Tocinillo se fue por aquel puente de oro y plata. "Y ahora", me dec¨ªa se?alando hacia la V¨ªa L¨¢ctea, "debe andar por all¨¢ arriba, triscando estrellas y alun¨¢ndose los colmillos con el Lucero del Alba".
Quise creer a mi abuelo, porque yo era ya bastante ingenuo. Aunque no tanto como para catar aquel verano las longanizas en aceite. Y siempre me he negado a comer tocinillos de cielo.
No s¨¦ muy bien qu¨¦ hilo conductor ha enhebrado estas historias menores de pajaritos y verracos, que me punzaban como agujas perdidas en el pajar de mi memoria. Acaso necesitaba sacar a campo abierto la sorda batalla que libran dentro de uno, como de todo honrado ciudadano medio, un gorri¨®n domesticado, Un ruise?or enmudecido con miedo a alzar el vuelo y un cerdo bien cebado y satisfecho, contra un orgulloso gorri¨®n y un cerdal¨ª goethianos y grainscianos, amantes de las cimas, pero condenados a vivir a ras del suelo. Una batalla perdida de antemano y de la que ya nadie muere desgarrado por dentro.
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