Verano junto al r¨ªo
Eran aquellos veranos de Madrid parecidos a los de ahora, bajo la misma luna y con id¨¦ntico r¨ªo, tan seco, con sus aguas apenas entrevistas. Ya entonces la ciudad era famosa capital del reino, en su castillo miserable, asomando al jard¨ªn del Moro, aquel antiguo due?o capaz alg¨²n d¨ªa de recuperarlo. No corri¨® tal suerte; a¨²n prosper¨® m¨¢s con el rey Felipe, siempre en busca de huertas donde plantar rosales y manzanos, de solares donde fundar iglesias y un monasterio digno de su nombre para acabar sus d¨ªas a la espera del Juicio. Al pie del primitivo palacio aprendieron los madrile?os a nadar y guardar la ropa entre unos pocos osos y unos cuantos madro?os, y sobre todo a so?ar con oc¨¦anos m¨¢s all¨¢ del severo Escorial.Fue ya en el siglo XVIII, en aquel tiempo tan parecido al nuestro, cuando los espa?oles, tan austeros a la hora de vestir, comienzan a imitar a los europeos. Las mujeres abandonan definitivamente corpi?os y basqu¨ª?as y se empe?an en vestir como las griegas cl¨¢sicas en los d¨ªas de fiesta. El pueblo, llevado de un especial ardor patri¨®tico, cambia sus trajes por otros de colores m¨¢s brillantes, como en el caso de los majos y las majas.
Como bien explica Jaeques Chastenet, los que en Espa?a se llaman petimetres empiezan por aquellos d¨ªas a llamar la atenci¨®n con sus modas y modos al estilo de Francia, tal como hoy sucede con los que van o vuelven del mundo anglosaj¨®n. Su elegancia, que juzgan refinada como nacida en la cumbre del buen gusto, brilla m¨¢s que en ninguna parte en los paseos de Madrid, en el Prado, donde suelen encontrarse con amigos semejantes para charlar, fumar o contar c¨®mo van las cosas al otro lado de los Pirineos. El interior de sus casas en cambio es casi siempre pobre, con alfombras de esparto y muebles rescatados del desv¨¢n de los padres. S¨®lo comen olla podrida y tras del caf¨¦ y la siesta, que nunca perdonan, viene la hora del paseo con alg¨²n amigo influyente de la Corte.
La vida es f¨¢cil; nadie trabaja salvo lo necesario y a veces ni siquiera eso; se prefiere mendigar de mil modos distintos y beberse un vaso que haga olvidar un tiempo sin otra esperanza que de alg¨²n modo y a veces acabar en galeras. Cuando de ellas se vuelve, no hay empleo que garantice no acabar de monje en una Iglesia rica de un pa¨ªs que cuenta todav¨ªa con 190.000 religiosos para 10 millones de habitantes.
Las ciudades son peque?as y poco pobladas salvo Madrid y Barcelona. Lo que se perdi¨® en habitantes se ha ganado en t¨ªtulos y honores convertidos en coronas de piropos en torno a los viejos escudos. Como afirma Jovellanos, tal carnaval s¨®lo intenta hacer olvidar que villas anta?o con industria propia se han convertido en monasterios, capillas y hospitales ahora. Los buenos burgueses de entonces suelen ser s¨®lo unos pocos modestos funcionarios, alevines de jueces, mercaderes, alg¨²n que otro raro m¨¦dico y due?os de comercios a los que barri¨® la competencia extranjera.
Como describe Chastenet, cada uno tiene su oficina acomodada o modesta, donde trabaja con gente que come y duerme en la casa. Todos forman una familia que no es raro acabe en boda con alguna de las mujeres de la casa. No conviene pensar en franceses, ingleses o italianos y es preciso no dar un paso en falso con alg¨²n jud¨ªo que juzgue a la muchacha poco digna de fundar un hogar. Mejor buscar un m¨¦dico, por ejemplo. No importa que abunden ni que sean tan ignorantes; quiz¨¢ un d¨ªa la lleve a conocer la Corte, donde muchos acaban. Si la aventura sale mal, nunca ha de faltar en casa el pan del cirujano o barbero, pero si sale bien podr¨¢n olvidarse hasta del nombre de Galeno.
Como en todas las ¨¦pocas, hay gente rara que lucha por imponer la voz de la experiencia, pero ser¨ªa empresa de locos, como en el caso de la limpieza p¨²blica, intentar cambiar el rostro del pa¨ªs. El mismo responsable de la p¨²blica salud ha llegado a decir que las emanaciones de tales ?inmundicias suponen un magn¨ªfico ant¨ªdoto contra el efecto pernicioso de los vientos que vienen de la vecina sierra. Es preciso obedecer pues aun en tales cuestiones m¨¢s sabe el diablo por viejo que por diablo y donde hay patr¨®n no manda marinero.
As¨ª, los madrile?os se siguen levantando tarde y tras tomarse una taza de aguado chocolate con el que aguantar hasta el mediod¨ªa, tras unas pocas horas, dan por concluido su trabajo. De noche, vuelven al paseo tras una somera sopa y se van sin m¨¢s a la cama. Tan s¨®lo las obras de teatro y las corridas de toros marcan el correr del tiempo; fuera de ellas poco hay en que entretenerse, salvo caf¨¦s y mentideros.
Las mujeres raramente ayudan a sus maridos en los talleres y oficinas; solamente en el campo trabajan lo mismo que hicieron sus madres. En las ciudades, cuando aparecen es f¨¢cil reconocerlas, al contrario que sus maridos, aunque a la postre ambos sepan apretarse el cintur¨®n cuando es preciso. Unos y otras son m¨¢s sobrios a la hora de comer, mas ellos compensan su modesto pasar con forma alegre de ser. Se vive de lo que se tiene, sin pensar demasiado en el d¨ªa de ma?ana. Si se cuenta con dinero se gasta dejando el trabajo para el d¨ªa siguiente. Los mercados no son caros. Por otra parte, incluso la fruta, en ocasiones, es gratuita. Todo puede faltar menos un vestido decente, decoroso, la mayor parte de las veces heredado de los padres. Sobre estas gentes. pobres y orgullosas descansa el porvenir de una Espa?a que todav¨ªa se resiste a dejarse vacunar, a comer patatas e incluso a regar sus tierras como sus antepasados ¨¢rabes. Las mujeres siguen hilando el hilo particular de sus vidas, calladas y vac¨ªas, esperando que alguien llame a su puerta o simplemente que pase sin llamar, para casarse y continuar encerradas hasta el d¨ªa en que les sorprenda la Parca.
Un d¨ªa llegar¨¢ hasta ellas un nombre nuevo que no entienden: "Constituci¨®n", algo que suena a revoluci¨®n en las costumbres a tiempo viejo y tiempo nuevo. Tal Constituci¨®n declara ideas evidentes como que Espa?a es y ser¨¢ siempre cat¨®lica, apost¨®lica y romana, y que tambi¨¦n proteger¨¢ otras religiones permitiendo que las practiquen cualquiera de estos espa?oles que comienzan el d¨ªa con la se?al de la cruz igual que los toreros o los amantes camino de la cama. En tiempos de Napole¨®n, cat¨®lico querr¨¢ decir patriota: la Iglesia aparece en la cima de su gloria, cubierta de alhajas, oro, perlas y piedras preciosas, lo mismo que una dama camino de la fiesta, donde dar¨¢ muestras de su riqueza y gloria. No en balde se exhibe as¨ª, pues si es due?a del alma de las gentes tambi¨¦n posee gran parte de sus bienes, por valor de 1.200 millones de reales, muy por encima de los tesoros que nos env¨ªan de las Indias, cuyo valor en plata y oro s¨®lo llega a duras penas a 800. A los ojos de un verdadero espa?ol, la fortuna no es cosa importante; ni el m¨¢s modesto can¨®nigo se considera inferior al arzobispo de Toledo y sus 12 millones de renta. Napoel¨®n supondr¨¢ para algunos un rayo de esperanza, m¨¢s pronto se apagar¨¢ con los nuevos Borbones, que pondr¨¢n en manos eclesi¨¢sticas, seguridad social, hospitales y todo cuanto ata?e a la salud del cuerpo, reserv¨¢ndose para s¨ª la del alma.
El tiempo de las postreras embestidas de la Inquisici¨®n; la tortura ha ca¨ªdo en desuso y la pena mayor, por lo general, es aquella que cambia la vida del reo por la p¨¦rdida de sus bienes. En la guerra se enfrentan monjes a otros monjes en tanto un nuevo siglo llama a sus puertas. A¨²n el Santo Oficio mantiene su eterno litigio con las ideas que vienen de fuera, encerrando a sabios como Olavide, que tiempo atr¨¢s intent¨® aumentar las cosechas, en tanto las muchachas que no se casaron esperan sentar plaza de criadas o ingresar en alguna comunidad.
Medio pa¨ªs trabaja para otro medio, al que el paro y la desgana han ido acostumbrando a holgazanear dentro y fuera de casa. As¨ª, pasan los d¨ªas en nuevas guerras que enfrentan a las dos Espa?as, dispuestas a disputar una larga primac¨ªa prolongada cuanto sea posible. Las majas y majos que restan siguen bajando al r¨ªo, que ya no arrastra sangre francesa; ahora suenen junto a la Quinta del Sordo verbenas que un d¨ªa se ir¨¢n tambi¨¦n, a pesar de los esfuerzos de sucesivos alcaldes y vecinos.
Madrid no ceja. Todav¨ªa, reci¨¦n marchado Bonaparte, contar¨¢ con charcos convertidos en ba?os y el mismo af¨¢n de trabajar lo menos posible. Los teatros, antes cerrados, se vuelven a abrir de nuevo y a trav¨¦s de ellos se adivina por d¨®nde va el pa¨ªs, disperso y dividido en dos mitades. Pero es voz com¨²n que as¨ª como las aguas de los r¨ªos jam¨¢s vuelven a sus fuentes de origen, sino que caminan adelante, tampoco los hombres tornan a ser, al cabo del tiempo, aquello que fueron tiempo atr¨¢s en modas o costumbres.
R¨ªos y vidas, como dijo el poeta, son una misma cosa. Nadie es capaz de borrarlos del todo; cada cual se cree perpetuado a su manera: los unos a trav¨¦s de los hijos, los otros pensando solamente en sus obras. Todos ignoran lo que tantas veces se ha dicho: nadie llegar¨¢ a ser nunca grano ni cosecha, tan s¨®lo verdor latente, estremecido de su historia y su tierra.
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