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Reportaje:LECTURAS DE VERANO

Anacronismos noruegos / 3

A MIS AMIGOS del partido -contin¨²a mi anfitri¨®n- no les gusta que se deje salir el gato del saco. La real socialdemocracia noruega no admite bromas en este asunto. Y, al fin y al cabo, yo mismo me he llenado la boca de sobras, entonces, despu¨¦s de la guerra, en nombre de la clase trabajadora, como marxista convencido. Reconstruiremos el pa¨ªs, dec¨ªamos, las chimeneas tienen que echar humo, una industria pesada decente, ¨¦se es el futuro. Aluminio, fertilizantes, qu¨ªmica, hierro y acero, ferroaleaciones, carburo de silicio, ?qu¨¦ s¨¦ yo! Electrificaci¨®n, econom¨ªa planificada y socialismo. Pero hoy comprendo que ¨ªbamos por mal camino.-?C¨®mo? Vuestras tasas de crecimiento eran vertiginosas. No recuerdo cifras, pero est¨¢ completamente claro que vuestro bienestar actual descansa en los logros de estos tiempos de posguerra.

-Naturalmente. Una historia con buen fin madura para un gui¨®n de cine. Eso dicen tambi¨¦n los textos escolares. Hace 70, 80 a?os, Noruega era un proveedor perif¨¦rico de materias primas, una zona retrasada. Un historiador de la econom¨ªa lo ha expresado diciendo, creo, que ¨¦ramos una especie de Sicilia en el c¨ªrculo polar. Y hoy nos rompernos la cabeza pensando c¨®mo y d¨®nde invertir nuestros excedentes. Nos entretenemos disputando sobre el reparto del pastel, y encima nos podemos permitir una sabrosa mala conciencia.

-Y todo esto se lo deb¨¦is a vuestra pol¨ªtica industrial.

-Eso me gusta o¨ªrlo. Como sabes, ah¨ª ten¨ªa yo mis manos en juego. Bien, hemos industrializado el pa¨ªs hasta cierto punto, a trancas y barrancas, ?pero nosotros mismos? ?Nos hemos industrializado nosotros mismos? ?Nuestro pensamiento, nuestra idea del tiempo, nuestra psique? ?Ni rastro, amigo!

S¨ª, entre los suecos y los alemanes es distinto. Aman su industria. Esta siempre fue su fuerza, y hoy es su problema. Pero los noruegos no hacen m¨¢s que jugar a experimentar, improvisar, nada mal por cierto, con bastante imaginaci¨®n. Pero disciplina de trabajo, gesti¨®n rigurosa, ?hale, hale! Desde luego, apenas vas a encontrar a uno que lo confiese abiertamente -al fin y al cabo tenemos p¨¢nico al desempleo-, pero con la cadena de montaje ya puedes esperar sentado... Si eso es el progreso, m¨¢s vale que no. Y no precisamente porque seamos incapaces o vagos, aunque a menudo lo parece... No, sencillamente no queremos, no nos apetece. Penalidades, ni hablar. Aventuras, bien. Riesgo e improvisaci¨®n, ?por qu¨¦ no? Pero la hegemon¨ªa de la producci¨®n industrial a gran escala, a escala ampliada, como se dice tan bonitamente, nunca nos ha gustado.

Estaba a punto de aceptar esta tesis her¨¦tica. Le sentaba como un guante a est¨¦ viejo patriota socialdem¨®crata. Le cuadraba a su abollada chaqueta de pescador y a las matas asilvestradas de frambuesa que ve¨ªa por el balc¨®n. Pero luego me llam¨® la atenci¨®n la silueta de un dep¨®sito de petr¨®leo, muy lejos, m¨¢s all¨¢ de los islotes, y dije:

-Exageras. Al fin y al cabo, m¨¢s de un tercio de todos los noruegos trabaja en la ndustria -Eso era antes -contest¨®-, en los a?os sesenta, que alguna gente llama dorados. Hace poco he hojeado un libro que se titulaba Socialismo a la noruega. Un joven de la izquierda public¨® all¨ª un art¨ªculo nost¨¢lgico. Lleva el bonito t¨ªtulo de De vuelta al a?o 1960 (Tilbake til 1960). ?Parece imposible!

Pero, en serio, hoy s¨®lo el 18% de toda la poblaci¨®n activa est¨¢ ocupada en la industria de trans formaci¨®n. La producci¨®n es inferior al nivel de 1972. En los sindicatos han cundido las lamentaciones. Pero yo me digo: ?mejor!

PAGAR DE MALA GANA

En este pa¨ªs nunca hemos tenido una cuenca del Ruhr, un Manchester o un Tur¨ªn. En Noruega no hay zonas industriales. S¨®lo de cuando en cuando llegas a un valle apartado y de repente todo es blanco: las casas, los ¨¢rboles, las rocas, porque all¨ª hay una f¨¢brica de cemento, o en alguna parte de la costa meridional los peces se van muriendo en el fiordo porque una planta de titani¨® arroja su basura al agua... Puestos de trabajo, dicen entonces.

?Pero qu¨¦ clase de puestos de trabajo son ¨¦sos, que no s¨®lo envenenan toda la comarca, sino que cada mes nos cuestan millones en subvenciones? Uno de cada cinco trabajadores de la producci¨®n est¨¢ hoy en una empresa en que los costes salariales representan m¨¢s del ciento por ciento del valor de lo producido. ?Entiendes lo que supone esto? ?sta es la pura locura. Y pagamos. Pero pagamos de mala gana, puedes creerme. Todos estos elefantes blancos de la industria pesada son tan prometedores como un mamut. Es s¨®lo cuesti¨®n de tiempo que se extingan. Cuanto antes, mejor. Eso lo pensamos todos, pero no lo decimos en voz alta.

-Yo simplemente no veo c¨®mo vais a sobrevivir sin industria.

-Yo tampoco. Algunos dicen: "?Por qu¨¦ no nos comernos, sencillamente, nuestros ingresos por el petr¨®leo?". Naturalmente, ¨¦sta es una postura infantil.

-?Y entonces qu¨¦?

-Me vas a tomar por chiflado si te lo digo yo, un viejo bur¨®crata del movimiento obrero: no somos nosotros quienes tenemos que adaptarnos a la producci¨®n, sino al rev¨¦s. Y esto quiere decir: nada de f¨¢bricas gigantescas, sino peque?os talleres, en cualquier parte del campo, donde la gente quiere vivir, donde se conocen los unos a los otros, donde tienen su huerto, sus frutales, su barca... En realidad, preferir¨ªan salir de pesca.

-Sin basura, sin malos olores, sin gran capital. Demasiado bonito para ser cierto -dije.

-Te sorprender¨¢: dos tercios de todos los trabajadores de la producci¨®n de este pa¨ªs est¨¢n ya ocupados en empresas peque?as as¨ª.

-?Y qu¨¦ entiendes t¨² por peque?as empresas?

-Empresas con menos de 200 personas, desde la vieja f¨¢brica de muebles a la nov¨ªsima tienda de software. Nuestra estructura industrial siempre ha sido dispersa. No olvides que hasta finales de siglo ¨¦ramos un pa¨ªs subdesarrollado, que viv¨ªa de la explotaci¨®n de sus recursos. Ten¨ªamos que atenernos al mar: bacalao y arenques; a los bosques: madera, pasta de papel, celulosa, y a los r¨ªos: molinos y centrales hidr¨¢ulicas.

Esto, por cierto, tambi¨¦n puedes deducirlo de la historia del movimiento obrero noruego. Primero se organizaron los le?adores y jornaleros de las serrer¨ªas, luego lleg¨® el turno a los artesanos y los obreros de obras p¨²blicas. ?Y qui¨¦nes fueron el furg¨®n de cola? Los cl¨¢sicos obreros de la producci¨®n de la gran industria.

Si no hubiera sido por el capital extranjero... Los extranjeros consiguieron el empuje industrializador decisivo en los a?os que siguieron a la I Guerra Mundial: centrales energ¨¦ticas, minas, carburo, aluminio. En 1909 nuestras industrias estaban casi en un 40% en manos extranjeras. Nuestros abuelos no estaban precisamente entusiasmados con esta invasi¨®n. Tuvieron una reacci¨®n al¨¦rg¨ªca. No fuimos nosotros, los socialdem¨®cratas, amigo; fueron los liberales los que entonces promulgaron las leyes sobre concesiones m¨¢s severas del mundo para poner coto a la venta de Noruega. En los a?os setenta, cuando vino el petr¨®leo, no hemos tenido m¨¢s que pulir un poco estas leyes para mantener a raya a las multinacionales. Pero la resistencia contra la gran industria ha quedado. Y por eso tambi¨¦n la pol¨ªtica industrial que hemos realizado desde los a?os cincuenta ha fracasado por nosotros mismos.

-Pero tu partido, al fin y al cabo, ha gobernado el pa¨ªs durante tres d¨¦cadas, y el Partido de los Trabajadores sigue siendo, ahora como antes, el partido m¨¢s fuerte de Noruega.

-En un pa¨ªs que nunca ha querido saber nada de una existencia proletaria. ?Estuviste alguna vez en la Galer¨ªa Nacional? ?Has visto lo que cuelga all¨ª? Paisajes de monta?a, bah¨ªas, cataratas, y en medio unas cabras y unas vacas. Las ¨²nicas personas que puedes ver son campesinos, marineros y pescadores. La industria est¨¢ ausente. Ni un solo cuadro representa un proceso industrial. La existencia de la gran ciudad se niega lisamente. En nuestros sue?os no hay sitio para ella.

Afortunadamente se me ocurri¨® una excepci¨®n:

-?Y qu¨¦ me dices de Christian Krogh? Recuerdo un cuadro suyo que muestra una calle de Christiania, un lienzo grande, creo que de los a?os ochenta.

-?Y c¨®mo se llama este cuadro?: La lucha por la existencia, ni?os medio hambrientos y mujeres tiritando en la nieve. ?La industria es la miseria. ?sa es tambi¨¦n la raz¨®n por la que no podemos soportar el capitalismo. Nos resulta demasiado moderno. Este peculiar anticapitalismo noruego lo encontrar¨¢s en todos los rincones y confines, en nuestra moral, en nuestra econom¨ªa, en nuestro pensamiento jur¨ªdico y en nuestra ideolog¨ªa. Si te compras aqu¨ª una parcela de bosque -suponiendo que recibas una concesi¨®n, y siendo extranjero desde luego no la recibes; pero supongamos, por una vez, que la recibieras-, ?acaso crees que podr¨ªas hacer y dejar de hacer lo que quisieras? De eso nada, amigo. La idea de la propiedad sin limitaciones no existe aqu¨ª. Tambi¨¦n lo que vosotros llam¨¢is libertad de contrataci¨®n y de ejercicio de actividades econ¨®micas es ajeno a nuestro pensamiento legal. Y en cuanto a la econom¨ªa, para la mayor¨ªa de los noruegos rentabilidad es una palabra extra?a, o a lo sumo un criterio de tercera categor¨ªa para suis decisiones. Nuestros bur¨®cratas no tienen ni la menor idea de lo que es una cuenta de resultados.

Por las mismas razones, nuestro marxismo no es m¨¢s que un pintoresco puente para asnos. En general, es piadoso y populista, y, al contrario que Marx, cree en la bondad del hombre. Tiene una fuerte similitud con aquel socialismo ut¨®pico y verdadero que Karl Marx trataba ya tan sarc¨¢sticamente por los a?os cuarenta del siglo pasado. Por lo dem¨¢s, es perfectamente posible que el viejo se haya equivocado en,este aspecto. Al fin y al cabo, no entend¨ªa nada de agricultura ni de pesca.

-Basta -dije- ?Te est¨¢s riendo de m¨ª? Me gustar¨ªa veros si tuvi¨¦rais que vivir de vuestro seetor primario. ?Cu¨¢nto representa realmente en vuestra econom¨ªa, cont¨¢ndolo todo, los arenques y las patatas y la madera y la mantequilla? ?El 8%? ?El 7%? ?El 6,5%?

-El 4% -dijo mi anfitri¨®n furioso- El 4%, y si sube, el 4,5%.

-dije yo-. Como en Alemania.

-?Pero el 4% de qu¨¦? Del producto nacional bruto. Y, entre nosotros, ese producto nacional bru-

Anacronismos noruegos 3

to se compone en su mayor parte de mierda. Igual que en vuestro caso. A m¨ª que no me vengan con cuentos. S¨¦ de qu¨¦ hablo. Un imb¨¦cil de un ministerio manda un mill¨®n de impresos, y otro mill¨®n de imb¨¦ciles los rellenan por sextuplicado. O dos idiotas se matan en un choque en la carretera. O millares de alcoh¨®licos empapan el h¨ªgado hasta destrozarlo y luego los remiendan en cualquier sanatorio. ?Y qu¨¦ florece y prospera en estas transacciones? ?El producto nacional bruto! En cambio, la caballas que vamos a echar ahora mismo en la sart¨¦n, las fresas del huerto y la le?a de nuestra chimenea, todo esto, para los estad¨ªsticos, es aire. No, no, no, amigo m¨ªo; si alguien cree en el producto nacional bruto, all¨¢ ¨¦l, es culpa suya.-Hablas como un verde.

-En Noruega no necesitamos ning¨²n partido verde -dijo el viejo socialdem¨®crata, vaciando a golpecitos su pipa sin fumar-, porque siempre hemos sido verdes.

OTTAR BROX HA VENCIDO

M¨¢s all¨¢ del grado 69 de latitud empieza el norte salvaje, la frontera de la sociedad noruega. En Tromso, con sus cuchitriles en ruinas y sus suntuosos hoteles al lado los unos de los otros, con su historia, que oscila entre la riqueza repentina y la depresi¨®n enojosa, la noche de verano es clara como el d¨ªa. La caravana de coches al pie de la Storgate no se rompe nunca. Mientras los ¨²ltimos clientes se marchan del restaurante en que se pagan tranquilamente 300 marcos por una cena, p¨¢jaros nocturnos trastornados -?son vagabundos, desesperados, desempleados, punks o marineros de permiso en tierra?- hacen redoblar sus botellas; de cerveza contra los cubos de basura o con el walkman sobre la cabeza, bailan en medio de la calle su carnaval personal¨ªsimo, desconsolado. S¨®lo el hombre de orden de enfrente est¨¢ a las dos de la madrugada en la escalera con su taladradora, para reparar el tejado en la fantasmalmente blanca noche de junio.

-Este pa¨ªs -dice Ottar Brox-, no es ning¨²n sistema cerrado. En el Norte sigue habiendo sitio. El mar Polar es uno de los bancos pesqueros m¨¢s ricos del mundo. Aquel que en el Sur no ha encontrado una forma de salir adelante aqu¨ª siempre ha podido emprender una vida nueva. Hace m¨¢s de 100 a?os que las provincias norte?as funcionan como v¨¢lvula de seguridad de la sociedad noruega.

Estamos en la nov¨ªsima universidad de Troniso. El edificio de tres plantas ofrece a sus usuarios un lujo con el que los estudiantes muniqueses o parisienses no pueden sino so?ar. Las existencias de libros est¨¢n libremente a disposici¨®n de todo el mundo. El pr¨¦stamo es electr¨®nico, las fichas de encargo y los plazos de espera son desconocidos. Hay salas de m¨²sica, para fumadores y de tertulia. En la pantalla, el usuario tiene acceso a las redes de datos escandinavas, europeas y americanas. El ordenador tarda 10 segundos en suministar datos bibliogr¨¢ficos y res¨²menes de todos los campos de la investigaci¨®n.

El profesor Brox es una de las cabezas rectoras de esta universidad, la m¨¢s septentrional del mundo, fundada hace s¨®lo 20 a?os; incluso es dudoso que existiese esta instituci¨®n sin ¨¦l. Brox es uno de los autores intelectuales de la llamada pol¨ªtica de distrito, una reacci¨®n militante a las desacreditadas tendencias de la posguerra de someter a Noruega, siguiendo el modelo sueco a una racionalizaci¨®n de estructuras, lo cual hubiera supuesto la despoblaci¨®n de gigantescas partes del pa¨ªs.

Ottar Brox y los suyos han vencido. Pudieron apoyarse en el patriotismo local, pero tambi¨¦n en el deseo elemental de todo el pa¨ªs de defender cada palmo de suelo habitado. Hoy hay escuelas nuevas incluso en islas apartadas, y al borde del ?rtico, piscinas climatizadas anuncian que la idea de igualdad de los noruegos no s¨®lo tiene una dimensi¨®n social, sino tambi¨¦n geogr¨¢fica.

Ottar Brox y los suyos han vencido. Pero no est¨¢n contentos. Habla de los indeseados efectos se cundarios de la pol¨ªtica de reparto, de iron¨ªas de la planificaci¨®n y de crisis de la planificaci¨®n. Echando mano de ejemplos siempre distintos, demuestra c¨®mo la igualdad de trato administrativo puede conducir a nuevas desigualdades. Estas paradojas amenazan con minar a la larga la legitimidad de los ogros de las transferencias. Y como siempre, donde m¨¢s clara mente estallan las contradicciones es aqu¨ª, en el Norte.

Brox expone todo esto ante un p¨²blico, de especialistas. Unos 50 planificadores estatales, planificadores provinciales, planificadores de distrito y planificadores municipales se han reunido en Tromso en un seminario en que se trata de los problemas del Estado social.

Los participantes parecen preocupados, a pesar de que Brox est¨¢ muy lejos de atacar al Estado del bienestar como tal. Pero no les gusta o¨ªr a Brox cuando dice que el papel del investigador es el de una Casandra o cuando elogia la ambig¨¹edad como virtud intelectual.

Cuando otro orador considera incluso imaginable que la burocracia del Estado social no s¨®lo pudiera tener presente el beneficio de la sociedad en general, sino quiz¨¢ tambi¨¦n el suyo propio, a los planificadores reunidos les resulta dificil reprimir su indignaci¨®n. Tengo la impresi¨®n de que est¨¢n ofendidos porque el pueblo, desagradecido, ha elegido un Gobierno que quiere poner coto a la multiplicaci¨®n de sus puestos de traba o asegurados. En todo caso atribuyen esa limitaci¨®n a manejos de la derecha y a falta de solidaridad. Cuando se trata de residencias de ancianos y jardines de infancia no hay que hacer an¨¢lisis de costes. Ah¨ª la econom¨ªa ha perdido su derecho. La mayor¨ªa de quienes est¨¢n aqu¨ª reunidos s¨®lo puede entender las objeciones contra una pol¨ªtica que divide al pueblo en expertos y clientes como una maniobra reaccionaria.

Es posible que los planificadores tengan raz¨®n; que realmente haya sido un millonario exaltado o un agente pagado del capital quien ha pintado con letras grandes en la pared de tablas de un almac¨¦n de Tromso la petici¨®n "Comeros a los expertos". Posible s¨ª que es, pero yo no lo creo.

No es cosa f¨¢cil localizar el mal en la sociedad noruega. M¨¢s all¨¢ de las fronteras del pa¨ªs, donde, como se sabe, braman buscapleitos, servicios secretos y ayatolahs, no hay ninguna escasez de chivos expiatorios. ?Y aqu¨ª, donde esas fuerzas sat¨¢nicas cuentan con la reprobaci¨®n general? Por ninguna parte se ve la encarnaci¨®n del mal.

Los peque?os camellos y los agraciados rockeros que se re¨²nen por la noche en un rinc¨®n del parque del palacio de Oslo parecen m¨¢s bien un ornamento; los humildes paquistan¨ªes que venden hasta las diez de la noche caramelos contra la tos y salchichas est¨¢n bien vistos; el resto perdido de la antigua gran burgues¨ªa se ha retirado, amedrentado tras las cortinas de sus a?osas villas de madera, y los temidos marxistas-leninistas ya no son m¨¢s que el valiente rescoldo de una secta derretida...

As¨ª pues, aprovech¨¦ la ¨²ltima oportunidad que vi de encontrarme con lo sencillamente deleznable, y ped¨ª una entrevista al presidente del Partido del Progreso. "?Quieres ver a ese?", preguntaban mis amigos, y en su incr¨¦dulo asombro se mezclaba un desasosiego moral que me pareci¨® muy prometedor. S¨ª, quer¨ªa conocerle, al Poujade noruego, el jefe de un partido que no le gusta a nadie, del que todos se distancian, con el que se considera indecente coligarse, y que no obstante ha logrado un modesto ¨¦xito electoral que atemoriza a todas las gentes de orden. Porque ?qui¨¦n en este pa¨ªs quiere pasar por racista, por marginal de extrema derecha?

Carl I. Hagen est¨¢ sentado en su despacho, en una esquina apartada del Storting, este peque?o y acogedor Parlamento, y me ofrece un trago de caf¨¦ del vaso de cart¨®n. S¨ª, claro, tiene una horita de tiempo para m¨ª. Con gran celo me explica su programa. Su voz suena valiente, aunque siempre un poco alterada, porque se es injusto con ¨¦l y se le considera un monstruo, cuando no tiene m¨¢s intenciones que dar v¨ªa libre al sano buen sentido humano.

Carl I. Hagen no produce ninguna impresi¨®n demoniaca. Parece un jefe de filial o un mayorista de aparatos de radio, y de hecho trabaj¨® en una agencia de importaci¨®n de az¨²car antes de decidir hacerse pol¨ªtico. Tampoco el mensaje que anuncia me produce terror. El Estado, en eso desemboca, debe comportarse con los ciudadanos como un comerciante honrado con su clientela. Como se sabe, en esta relaci¨®n el cliente siempre es el rey. De acuerdo que tambi¨¦n al todopoderoso consumidor hay que quitarle de cuando en cuando malas costumbres, ideas retr¨®gradas y pretensiones exageradas. Tiene derecho a un servicio decente, a una oferta rica, a una factura honrada. Por otra parte, sin embargo, la tienda tiene que ser rentable. Todo tiene su precio y gratis no hay m¨¢s que la muerte.

As¨ª, por ejemplo, hay noruegos que quieren vivir a toda costa en el cabo Norte, pero exigen un nivel de vida como en el Westend de Oslo. Otros piden aumento de salarios, pero no quieren saber nada de una sana moral de trabajo, de mayor rendimiento.

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