Una nueva dimension, un nuevo hombre
Europa, como Grecia en la ¨¦poca alejandrina, ha dejado de ser el motor y el centro del Estado universal concebido en su seno, y ha quedado apresada entre los dos picos del ¨¢guila imperial.Dentro de s¨ª, el europeo no puede hallar las claves del mundo surgido despu¨¦s de las dos guerras (y menos a¨²n vislumbrar el que ha de resultar de la tercera).
Este mundo se caracteriza por ser mucho m¨¢s grande, haber desplazado su frontera y la correspondiente zona de tinieblas al espacio exterior y tener forma de elipse: tambi¨¦n el hombre que lo habita, formado en la lucha, no tanto por el dominio de la naturaleza como por el control de sus propios ingenios t¨¦cnicos, es distinto.
El pensamiento europeo, nacido y desarrollado en el interior de un c¨ªrculo cuyos l¨ªmites permanecieron pr¨¢cticamente inalterables durante 1.200 a?os, no acierta a dar cuenta de este mundo. Se resiste a aceptar que esos l¨ªmites han sido rebasados y que algunas de sus paredes maestras se han desplomado. Pienso en axiomas tan rotundos y soberbios como ¨¦ste: "Europa es absolutamente el t¨¦rmino de la historia universal". Y, ciertamente, contemplada desde Europa, la historia, en sentido hegeliano, ha concluido, como concluy¨® en la India cuando no hab¨ªa hecho m¨¢s que comenzar y como concluy¨® en Grecia hace poco mas de 2.000 a?os. Pero, no nos enga?emos: despu¨¦s de Grecia vino Alejandr¨ªa, y luego Roma, y luego Carlomagno, y luego una nueva constelaci¨®n de Estados semigriegos, y ahora dos gigantes macedonios.
Parece, en suma, como si el viejo cuerpo conceptual que nos permit¨ªa anta?o enfrentarnos a las cosas ya no sirviera -pues las propias cosas han cambiado-, y esto es lo que nos est¨¢n diciendo gentes como Beckett y Rohmer, entre otros. Estamos saturados de memoria, empachados de palabras que, de tanto repetirse, han perdido su sentido. S¨®lo nos queda resignarnos al silencio del desierto o sucumbir a la nostalgia y hacer como si Dios no hubiera muerto todav¨ªa, el rey tuviera a¨²n la cabeza sobre sus hombros y existiera una - ind¨®mita naci¨®n por la que derramar la sangre. Es decir: como si las viejas palabras hubieran conservado su significado.
Y, sin embargo, cuando uno entra en un cine y ve pel¨ªculas como Extra?os en el para¨ªso piensa que no todo est¨¢ perdido. O mejor: que, pues todo est¨¢ perdido, ya no tenemos nada que perder. En efecto, para esos extra?os personajes, el desierto no es el final de un doloroso proceso de destrucci¨®n y autodespedazamiento, sino el punto de partida, su h¨¢bitat natural, el paisaje que encontraron al abrir los ojos y mirar a su alrededor. No, esos personajes ya no. pertenecen al mundo beckettiano, pues celebran, celebran su absoluta disponibilidad, su condici¨®n de seres poshist¨®ricos (o prehist¨®ricos, qui¨¦n sabe). No lamentan la p¨¦rdida de nada porque nunca poseyeron. Por eso son amables, incluso corteses, y desde luego inofensivos: se limitan a hacer trampas en el p¨®quer, y encima les descubren. Puestos a drogarse, se drogan sobriamente, con alcohol. No hablan mucho, por supuesto, pues tampoco tienen muchas cosas que decir: entre secuencia y secuencia, un largo fundido en negro nos sugiere lo que piensan cuando, no est¨¢n inspirados. Como adem¨¢s son lentos de reflejos -y no s¨®lo de reflejos: en realidad nunca pasan de 70-, les cuesta tomar una decisi¨®n y tardan al menos media hora en descifrar la mirada de una chica. Pero acaban descifr¨¢ndola, dan media vuelta y regresan a buscarla. Se la llevan a Florida, una Florida desolada, como es l¨®gico, pero en la que todav¨ªa queda espacio para que ocurra alg¨²n milagro.
Algo, sin dudar se cuece en el desierto. Parece como si nuevos significados, nuevas formas, estuvieran a punto de aflorar. El arte -o eso que lo ha sustituido- intuye cosas que la raz¨®n -o lo que de ella ha sobrevivido- no logra todav¨ªa penetrar. Despuntan contenidos no nombrados, envueltos en formas que, por carecer de asidero racional, parecen huecas, vac¨ªas, sin sentido.
Propongo, por tanto, una aventura dolorosa: abandonar nuestro fatuo, quijotesco y necrof¨ªlico ensimismamiento, dejar de hacer arqueolog¨ªa y sondear las entra?as del ¨¢guila bic¨¦fala.
Concretamente, voy a hablar de la URSS -aunque tambi¨¦n podr¨ªa hablar del otro foco de la elipse-, y, puestos a empezar por alg¨²n sitio, empezar¨¦ por Dostoievski, uno de los primeros en vislumbrar estas soledades y en afrontar la tarea casi irrealizable de dar cuenta de un mundo desde otro.
NIHILISTAS Y CARLISTAS
En El idiota, el pr¨ªncipe Mishkin, ¨²ltimo eslab¨®n de una larga cadena aristocr¨¢tica que ha cumplido ya su ni?si¨®n en la tierra, expone pat¨¦ticamente el ideario de su creador, un ideario que, como veremos m¨¢s adelante, le emparenta con el carlismo. "Nosotros, los rusos", dice en el punto culminante de la obra,_poco antes de dar un manotazo al hermoso jarr¨®n chino que preside el sal¨®n donde se le est¨¢ presentando en sociedad, "cuando llegamos a una orilla, o creemos que lo es, nos alegramos de tal modo que en seguida perdemos el sentido de la medida; ?a qu¨¦ se deber¨¢ esto?" (1).
Esta idea -la p¨¦rdida del sentido de la medida- atraviesa toda la novela y halla su cauce formal m¨¢s ajustado en el esperpento. Sus personaje,,; son grotescos, desmesurados, monstruosos. Parecen franceses contemplados a trav¨¦s de un espejo deformado (quiz¨¢ la ¨²nica forma de sacarlos a la luz). No pueden contenerse, se exceden en sus gestos y ademanes, les es materialmente imposible controlar sus pasiones y ocultar sus sentimientos. Y lo que es m¨¢s angustioso: no saben expresarse. Nunca encuentran la palabra exacta, el tono de voz pertinente. El propio Mishkin lo confiesa, con su sinceridad habitual, en otro pasaje de la novela: "Me falta a m¨ª el gesto adecuado, no tengo el sentido de la medida; mis palabras no corresponden a mis pensamientos, y esto es una humillaci¨®n para tales pensamientos".
Por un lado van los pensamientos; por el otro, las palabras. Significados y significan tes se buscan, pero no logran encontrarse casi nunca: o ret¨®rica hueca o desborda miento de sentido. "?Qu¨¦ caos, a veces, en todo esto, qu¨¦ confusi¨®n, qu¨¦ deformidad!", exclama el pr¨ªncipe. "Todo anda trastocado, todo va patas arriba", a?ade la generala Yep¨¢nchina. La consecuencia de esta ca¨®tica incongruencia, de esta falla aprovechada: por el sentimiento para imponer su ley, es la inestabilidad afectiva, el vac¨ªo espiritual y, por un mecanismo reactivo, el extremismo ideol¨®gico. Escuchemos a Mishkin: "Si un ruso se convierte al cato ficismo, se hace jesuita sin falta, y uno de los m¨¢s agresivos; si se hace ateo, empezar¨¢ a exigir, sin falta, que se extirpe por la violencia la fe en Dios, es decir, ?tambi¨¦n con la espada! ?A qu¨¦ se debe esto, a qu¨¦ se debe semejante repentino frenes¨ª?". Y he aqu¨ª su respuesta: "Se debe a que, en tales casos, el ruso ha encontrado una patria, una patria que no ha sabido ver aqu¨ª, y se ha sentido feliz: ?ha encontrado una orilla, una tierra, y se ha precipitado a besarla! No es s¨®lo por vanidad, no es s¨®lo por malos sentimientos vanidosos por lo que hay rusos ateos y rusos jesuitas, sino tambi¨¦n por dolor espiritual, por sed espiritual por nos talgia de unos ideales supremos, de una orilla firme, de una patria en la que han de jado de creer porque no la han conocido nunca".
El ruso es, pues, un peregrino que ha perdido el norte y que lo busca. Y lo ha perdido, si hemos de hacer caso a Dostoievsk?, porque se ha dejado deslumbrar por las luces de Occidente, de ese Occidente ap¨¢trida y soberbio que ha tenido la osad¨ªa de matar ¨¢ Dios y decapitar al rey. Al hacer suya la mirada del franc¨¦s, el ruso vuelve la vista a su tierra, y s¨®lo distingue sombras. Le repugnan el atraso y la miseria de sus compatriotas, su infantil irresponsabilidad, el apego a la tradici¨®n y a la religi¨®n de sus mayores, la supervivencia de costumbres b¨¢rbaras, at¨¢vicas, orientales. No, tampoco en Rusia los trenes llegan a la hora, y despu¨¦s de asistir a una exhibici¨®n de danzas cosacas en Par¨ªs, el exiliado ruso, rojo de verg¨¹enza, rompe el pasaporte y reniega de su patria.
Para Dostoievski, desarraigo y muerte de Dios -mejor dicho, asesinato, pues eso de muerte es un eufemismo inaceptable para un ruso- son dos fen¨®menos estrechamente relacionados. "Quien no tiene un suelo firme bajo sus pies tampoco tiene Dios", sentencia Mishkin. En ambos casos desaparece la idea que une, el factor de cohesi¨®n. El hombre, como en las tragedias de Eur¨ªpides, se queda subitamente solo en mitad del escenario, sin un coro que le arrope, un dios que le fulmine y un rey que pare los rayos. Ya no podr¨¢ abandonarse a esa candorosa irresponsabilidad pol¨ªtica que le permit¨ªa anta?o consagrar su vida a la salvaci¨®n del alma: ning¨²n se?or sacar¨¢ al ciudadano las casta?as del fuego. El hombre deber¨¢ asumir su nueva condici¨®n de soberano, ensuciarse las manos en la recreaci¨®n del universo, entenderse con otros demiurgos tan hu¨¦rfanos, ap¨¢tridas y solitarios como ¨¦l. Y lo que es m¨¢s doloroso: deber¨¢ aceptarse definitivamente como hombre. En el nuevo mundo no hay lugar para la. ebriedad, el entusiasmo, el autoenga?o: s¨®lo los incautos, y generalmente bajo los efectos de una sobredosis de cornezuelo, afirman todav¨ªa albergar un dios dentro de s¨ª. En realidad, como dice Kirillov en Los demonios, da lo mismo vivir que no vivir. Ya no existen mediadoras, sombrillas ni cedazos. El hombre se halla cara a cara con la muerte, una muerte desnuda de velos, afeites y colores. Podr¨¢ jugar con ella, seducirla, torearla, demorar a base de quiebros y desplantes el abrazo, y si es romano, se preparar¨¢ a morir con dignidad. Estoicismo o nihilismo: dos caminos que arrancan de la misma encrucijada.
LOS TRES CAD?VERES
Estamos, pues, en los albores de una ¨¦poca que s¨®lo mostrar¨ªa su faz desnuda, descarnada, 100 a?os m¨¢s tarde -es decir, hoy-, despu¨¦s de arrancarse en dos terribles arrebatos los ¨²ltimos velos que la cubr¨ªan: una ¨¦poca desapasionada, fr¨ªa, sobria, desgraciada, absolutamente l¨²cida (pues ninguna mediaci¨®n separa al hombre de la percepci¨®n de su verdad). Una ¨¦poca de burladores, condottieri y jugadores de ajedrez, que opone, en palabras de J¨¹nger, la perfecci¨®n t¨¦cnica a la excelencia humana, la precisi¨®n del instinto al veleidoso libre albedr¨ªo. Una ¨¦poca, en fin, erigida sobre los despojos de Dios, de la patria y del rey, los tres cad¨¢veres m¨¢s ilustres del mundo moderno, la trinidad a?orada por el carlista Dostoievski.
"?No ha de ser posible que me devoren sin que se me exija adem¨¢s que ensalce lo que me ha de devorar?", se pregunta el desahuciado Ippolit en El idiota. Entre la nostalgia y la resignaci¨®n, el escritor ruso, como su disc¨ªpulo gallego, otro cultivador del esperpento, opta decididamente por la primera (quiz¨¢ porque sospecha que s¨®lo as¨ª puede seguir escribiendo). He aqu¨ª c¨®mo concluye Mishkin su perorata milenarista:
"?Muestren a los sedientos y febriles acompa?antes de Col¨®n las orillas del Nuevo Mundo, muestren al hombre ruso el mundo ruso, d¨¦jenle que busque este oro, este tesoro que para ¨¦l yace a¨²n escondido en la tierra. Mu¨¦strenle en el futuro la renovaci¨®n y la resurrecci¨®n de toda la humanidad quiz¨¢ gracias tan s¨®lo al pensamiento ruso, al Dios ruso, a Cristo, y ver¨¢n qu¨¦ gigante, poderoso y veraz, sabio y humilde se alzar¨¢ ante el asombrado mundo, ante el mundo asombrado y asustado, pues de nosotros s¨®lo esperan la espada, la espada y la violencia, ya que, juzgando por s¨ª mismos, no pueden imaginarse a los rusos sin considerarlos unos b¨¢rbaros".
Un gigante poderoso y veraz, sabio y humilde, pero un gigante al cabo, un hombre de dimensiones distintas a las nuestras, una prefiguraci¨®n en registro cristiano del inconmensurable Stajanov, de esa raza de gigantes que floreci¨® en la ¨¦poca de Stalin y que fue a su vez representada en dimensiones gigantescas, un vislumbre de lo que iba a deparamos aquella masa de tierra gigantesca. M¨¢s all¨¢ del anuncio del milenio paneslavo y de su diagn¨®stico de los males jacobinos, lo que nos est¨¢ diciendo Dostoievski, y no s¨®lo con palabras, es que los cauces y las formas de Occidente no sirven para Rusia. Que es preciso dar con otro sentido de la medida, pues all¨ª se vive en otra dimensi¨®n. Que s¨®lo violent¨¢ndola hasta desvirtuarla por completo puede el alma rusa introducirse en un cuerpo parisiense. Los vinos de la estepa necesitan copas m¨¢s anchas, lagares m¨¢s profundos, retortas m¨¢s alambicadas. El propio espacio es all¨ª desmesurado si se le contempla con ojos griegos, europeos. Para abarcar aquella inmensidad hace falta la mirada de un gigante.
El propio tono esperp¨¦ntico de la obra cobra as¨ª significado: responde al choque de una mirada, pese a todo, afrancesada y una realidad salvaje, incontenible. S¨®lo a trav¨¦s de un espejo deformado puede ganar terreno el arte a la deformidad y restablecer, aunque en otra dimensi¨®n, el equilibrio roto por esa misma mirada.
Pero si dif¨ªcil le es reconciliarse con su tierra a un ruso afrancesado, ?qu¨¦ decir de los obst¨¢culos que debe superar un franc¨¦s, un europeo de Occidente, cuando se decide a volver la vista hacia el Oriente e intenta averiguar qu¨¦ oculta Rusia en su seno gigantesco, qu¨¦ trama aquella tierra ilimitada? En este sentido es ilustrativa la evoluci¨®n que sufre un occidental fronterizo como J¨¹nger a lo largo de la II Guerra Mundial. En efecto, el 31 de diciembre de 1939, cuatro meses despu¨¦s de iniciada la contienda, escribe en su diario:
"Anoche estuvo aqu¨ª Martin von Katte. Cont¨® cosas de la campa?a de Polonia que en otro momento me habr¨ªan cautivado; pero nuestra capacidad de asimilaci¨®n es limitada. Adem¨¢s, desde siempre, todo lo que he o¨ªdo o le¨ªdo acerca de cosas del otro lado del V¨ªstula me ha parecido de menor importancia hist¨®rica, como si ocurrieran en tierras de brumas en las que los perfiles se diluyen. Nunca ?le podido hacerme una idea de c¨®mo pudo ser el palacio de Atila, salvo en lo ca¨®tico" (2).
UNA P?GINA EN BLANCO
Esta opini¨®n, sin embargo, se ir¨¢ modificando a medida que pasen los meses, pues es precisamente all¨ª, al otro lado del V¨ªstula, en aquel escenario brumoso, ca¨®tico e hist¨®ricamente menos importante, donde la Wehrmacht sufre sus primeros reveses y el gran sue?o alem¨¢n empieza a desvanecerse. El 8 de octubre de 1941 escribe: "Mi traslado a Par¨ªs ha provocado una laguna en estas notas. Aunque yo creo que ¨¦sta se debe en mayor medida a los sucesos de Rusia, que empezaron por las mismas fechas y que han provocado, aunque creo que no s¨®lo en m¨ª, una especie de par¨¢lisis espiritual".
El escritor alem¨¢n, que, como tantos otros compatriotas, ha vivido siempre de espaldas a Rusia, con, la mirada puesta en Par¨ªs, debe ahora darse la vuelta y escrutar la estepa para hallar las claves del mundo moderno. Parece como si el centro de gravedad hist¨®rico se estuviera desplazando hacia los confines de Europa, a esa zona de penumbra donde se encuentran y confunden Oriente y Occidente. Parad¨®jicamente, este desplazamiento sorprende a J¨¹nger en Par¨ªs, es decir, en el centro del que hab¨ªa sido hasta entonces. su universo, destinado como oficial de Estado Mayor en el cuartel general del ej¨¦rcito de ocupaci¨®n. He aqu¨ª lo que escribe el 18 de febrero de 1942:
"Visita de Von Schramni, que ha venido del Este. Las matanzas dentro de los temibles cercos de los frentes despiertan la nostalgia de la muerte de anta?o, la muerte que no se parec¨ªa a este ¨®bito por aplastamiento... All¨¢ se convierten en realidad muchos de nuestros sue?os m¨¢s sombr¨ªos, y se hacen realidad hist¨®rica cosas que se ve¨ªan venir desde hace mucho tiempo, m¨¢s de 70 a?os".
En oto?o de aquel mismo a?o, y con ocasi¨®n de una visita fugaz al frente oriental, J¨¹nger tiene ocasi¨®n de sondear los abismos con sus propios ojos. Nawaginskij, 21 de diciembre de 1942:
"Me encuentro en uno de esos enormes molinos de huesos que no se han conocido sino despu¨¦s de Sebastopol y de la guerra rusojaponesa. Para que se produzcan es tas cosas hace falta que la t¨¦cnica y el mundo de los aut¨®matas se combinen con la potencia de la tierra y con su capacidad de sufrimiento".
De regreso en Francia, y ya con la certeza de que Alemania ha perdido la guerra, J¨¹nger madura estas ideas. Par¨ªs, 16 de octubre de 1943:
"La t¨¦cnica es como un edificio levantado sobre un terreno que no ha sido debidamente estudiado. En un siglo ha crecido tanto que ahora resulta enormemente dif¨ªcil introducir cambios de ¨ªndole general, especialmente en aquellos pa¨ªses en los que m¨¢s se ha desarrollado. En esto reside la ventaja de Rusia, que ahora se hace evidente y que se debe a dos motivos fundamentales: Rusia no ten¨ªa antecedentes t¨¦cnicos, y posee espacio suficiente".
Por ¨²ltimo, el 1 de abril de 1945, 10 d¨ªas antes de la entrada de los norteamericanos en Kirchhorst, donde vive retirado tras su licenciamiento, anota en su diario: "No es, desde luego, un azar que el aspecto verdaderamente duro y doloroso de la guerra moderna -aquella de sus cualidades que la convierte en sufrimiento absoluto- se revele muy pronto y de un modo cruel en todos los choques de pueblos en los que interviene Rusia. Ello se advierte ya en 1812, y tambi¨¦n en la batalla de Leipzig se manifiesta claramente la marca rusa. La guerra de Crimea y la guerra ruso-japonesa anticipan todos los horrores de las futuras batallas de material, y nuestros ojos vieron luego inflemos tan incre¨ªbles como los de Stalingrado o el segundo Sebastopol. Ten¨ªa raz¨®n Spengler cuando aconsejaba evitar toda invasi¨®n de Rusia, a causa de su inmensidad, y lo hemos comprobado ampliamente desde entonces. Existe adem¨¢s una raz¨®n de tipo metaf¨ªsico que hace cada vez m¨¢s peligrosas estas aventuras: all¨ª se acerca el invasor a uno de los grandes portadores de sufrimiento, un tit¨¢n, un genio en el arte de sufrir. Alyenetrar en su aura, bajo su magia, se traba conocimiento con un dolor que excede en mucho todo lo imaginable".
Espacio suficiente, p¨¢gina en blanco e inagotable capacidad de sufrimiento: parece como si el ruso, demasiado grande para enfundarse una armadura dise?ada por las damas de Occitania, demasiado sentimental, apasionado y anhelante para ser canalizado por acequias parisienses, hallara al fin en el mundo de la t¨¦cnica el molde capaz de contenerle, estilizarle y rehacerle. "Desde el d¨ªa en que descubr¨ª la electricidad dej¨¦ de interesarme por la naturaleza", dicen que dijo Maiakovski. Imaginemos (si podemos) lo que puede hacer con la electricidad (o peor, con la rob¨®tica) un pueblo forjado en la doma de una naturaleza tan s¨¢dica, inh¨®spita y desmesurada como aqu¨¦lla, una naturaleza que precisamente dej¨® de interesarle al descubrir una enemiga todav¨ªa m¨¢s terrtible y poderosa.
LA MUERTE DE EUROPA
S¨®lo el terror al vac¨ªo y a las tierras movedizas, esa nostalgia de patria de la que hablaba Dostoievski, impide al ruso cortar las ¨²ltimas amarras que le ligan al pasado -me refiero a la doctrina marxistaleninista- y optar por la v¨ªa americana. Es decir, abismarse en la modernidad y sus secuelas, lanzarse a un viaje sin retorno.
En fin, quiz¨¢ sea mejor que se contengan y sigan encendiendo velas a sus iconos. El ¨¢guila es bic¨¦fala y necesita, para no perder de vista este planeta, un contrapeso burocr¨¢tico: si Gorbachov cortara las amarras, un nuevo Roosevelt subir¨ªa al poder en Norteam¨¦rica e inaugurar¨ªa una era de planes quinquenales.
En cuanto a Europa, me temo que poco tiene que hacer en este mundo de gigantes, pues ella pertenece a otra dimensi¨®n..., a no ser que acceda a que transformen sus reservas y museos en desiertos.
Podemos optar por Am¨¦rica o por la URSS, por la libertad del pordiosero o la seguridad del funcionario, e incluso combinar las dos estrellas y construirnos un oasis de tibia luz anaranjada en medio del desierto: a la sombra de esas -p almas, defendidos de Octavio por los misiles de Antonio (o viceversa), oficiaremos, as¨ª Grecia, de conciencia ¨¦tica y est¨¦tica del mundo. Hagamos lo que hagamos, la suerte ya est¨¢ echada; dif¨ªcilmente nuestra H¨¦lade lograr¨¢ escapar a su destino: un destino verde o blanco (el blanco del invierno nuclear), layetano o numantino, en todo caso hind¨².
A modo de epitafio a?adir¨¦ lo que escribi¨® J¨¹nger al ver pasar por delante de su casa los blindados norteamericanos, pensamiento con el que concluye su diario de guerra:
"Se puede ver lo necesario, comprenderlo, quererlo, amarlo incluso, y al mismo tiempo sentirse penetrado por un dolor infinito. Es preciso saber esto si se quiere captar el sentido de nuestra ¨¦poca y de su humanidad. ?Cu¨¢les son en este juego los dolores del parto y cu¨¢les los de la agon¨ªa? Quiz¨¢ sean id¨¦nticos; as¨ª, cuando el sol se pone, sale al mismo tiempo sobre otros mundos".
1. Traducci¨®n de Augusto Vidal. Bruguera, Libro Amigo, 1983. 2. Strahlungen. Diario de guerra y ocupaci¨®n (19391948). Traducci¨®n de Ana Mar¨ªa de la Fuente. Plaza y Jan¨¦s, 1972. Lamentablemente, se trata de una edici¨®n resumida, poco m¨¢s de la tercera parte del original. Para quienes deseen el texto completo y no dominen el alem¨¢n, existe una excelente versi¨®n francesa en cuatro tomos publicada por Christian Bourgois Editeur, 1980. El primero de estos tomos -Jardins el routes- est¨¢ publicado adem¨¢s en Livre de Poche, Biblio, n¨²mero 3.006, 1979. Las citas han sido extra¨ªdas de la versi¨®n castellana, salvo las dos ¨²ltimas, en que he optado por la francesa.
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