Los riesgos de un cincuentenario
El pr¨®ximo a?o cumplir¨¢ medi¨® siglo -medio siglo de alejamiento- el doble estallido que conmovi¨® a Europa y al mundo, como un preludio de la gran conflagraci¨®n universal: el alzamiento militar y el proceso revolucionario en que naufrag¨® la primera experiencia democr¨¢tica espa?ola. Estamos a las puertas de una conmemoraci¨®n cincuentenaria, que se nos anuncia pre?ada de oportunidades historiogr¨¢ficas: revisiones desde nuestra perspectiva actual, intentos de fijar objetivamente hechos y circunstancias, alumbramiento de nuevas fuentes de nuevos datos. Pero mucho me temo que tal ocasi¨®n pueda revestir, en cierto modo, significaci¨®n contrapuesta a la que caracteriz¨® -para bien de todos- nuestra mod¨¦lica transici¨®n a la democracia: mod¨¦lica por cuanto supo potenciar, prudentemente, la distancia cronol¨®gica de aquel desgarramiento interno y crear un clima de consenso basado en la marginaci¨®n- de los viejos odios o de los viejos agravios rec¨ªprocos. La devoluci¨®n de Espa?a se hizo sin intentar el menor gesto revanchista por parte de los que se integraban en pleno derecho, evitando el desplazar, o recriminar, a los que ya estaban, a los que ya contaban.Eso s¨ª, desde la perspectiva historiogr¨¢fica, esa integraci¨®n requer¨ªa compensar la tenaz estimaci¨®n unilateral de los 40 a?os franquistas; y el reajuste necesario despert¨®, de inmediato, un generalizado clamoreo por parte de los vencedores de 1939. Recuerdo que cuando en la peque?a pantalla se llev¨® a cabo un interesante experimento atenido a criterios objetivos -la reconstrucci¨®n de nuestra historia inmediata recogiendo testimonios vivos de las dos posiciones enfrentadas en ella-, los que durante medio siglo hab¨ªan monopolizado la interpretaci¨®n hist¨®rica de los hechos sobreponiendo una Espa?a (la de la victoria) a una anti-Espa?a (la excluida desde 1939), pusieron el grito en el cielo, aduciendo que conven¨ªa mantener cerradas viejas heridas y no remover el recuerdo de hechos muy dolorosos. Semejante reacci¨®n me pareci¨® tan injusta que -dejando a un lado la calidad discutible de la serie televisada y sus indudables fallos y errores- hube de salir a la palestra con un art¨ªculo publicado en EL PAIS en que; entre otras cosas, dije: "...un piadoso olvido del atroz pasado no puede consistir, de nuevo, en un olvido parcial: en dejar en pie solamente las razones de una de las partes -las que ya estaban ah¨ª, las que se han estado enarbolando, con alarde triunfalista, hasta ahora mismo-, mientras se impone silencio, ahora definitivo, en nombre de la paz, a los que nunca pudieron exponer las suyas dentro de nuestras fronteras. Ello ser¨ªa lo mismo que negar tajantemente el verdadero esp¨ªritu de la reconciliaci¨®n; sustituir la justicia por el perd¨®n desde la magnanimidad de los ¨²nicos, al parecer, exentos de culpa: los de la victoria, los que siempre aparecieron en posesi¨®n de la verdad y de la raz¨®n".
El reajuste hist¨®rico es necesario, pero siempre que reh¨²ya partir de una tesis previa: o de una ant¨ªtesis, que para el caso es lo mismo. Actualmente existe en Espa?a una joven escuela de historiadores, bien pertrechados t¨¦cnica y metodol¨®gicamente, y que -nacidos durante los a?os de la guerra o en fechas posteriores a ella- est¨¢n, sobre todo, situados en un plano generacional que les distancia objetivamente de los hechos. La preferencia apasionada de estos j¨®venes historiadores por la etapa hist¨®rica m¨¢s pr¨®xima (tan pr¨®xima que para muchos de nosotros no puede considerarse propiamente hist¨®rica) me da, sin embargo, mala espina: lejos de aportar una garant¨ªa de objetividad, tal vocaci¨®n parece estimulada por su actual vinculaci¨®n pol¨ªtica; con un agravante: la distancia, que ellos quiz¨¢ no perciben, entre el talante que hoy caracteriza a sus partidos, y el que les rest¨® razones hace 50 a?os.
Hace pocos d¨ªas, y en la Universidad Internacional Men¨¦ndez Pelayo de Santander, me qued¨¦ asombrado al escuchar, de labios de uno de estos historiadores j¨®venes, la tesis -aplomada y cargada de raz¨®n- de que la supuesta violencia crispada de la primavera tr¨¢gica es poco menos que pura invenci¨®n de la historiograf¨ªa franquista; que en todo caso, la tensi¨®n de aquellos d¨ªas fue m¨¢s bien obra te¨®rica de campa?as de prensa bien orquestadas, pero sin apoyo en la realidad. La realidad era, por lo visto, una paz id¨ªlica, hasta el punto de que estad¨ªsticamente (?siempre la estad¨ªstica como suprema raz¨®n objetiva!) puede comprobarse el aumento de las reservas hoteleras para el disfrute de unas vacaciones que, por lo visto, se presum¨ªan pl¨¢cidas, en el verano de 1936 (!); Jos¨¦ Calvo Sotelo ser¨ªa el gran orquestador de un catastrofismo inventado. (Afortunadamente, otro joven profesor, tambi¨¦n asistente al coloquio, arguy¨® que el tr¨¢gico fin del propio Calvo Sotelo parec¨ªa dar credibilidad a sus denuncias de la violencia imperante.)
Reconstruir la verdad hist¨®rica no puede consistir en ignorar razones y testimonios innegables para sustituirlos por otras razones y por otros testimonios, tambi¨¦n innegables. Por este camino iremos a una nueva tergiversaci¨®n de los hechos que responder¨¢ al manique¨ªsmo de los triunfalistas de 1939 con un manique¨ªsmo igualmente nocivo pero de signo opuesto. Y por otra parte y a estas alturas, frente a la afectada asepsia de los que no vivieron el conflicto se alzar¨¢, con l¨®gica irritaci¨®n, la memoria viva de las generaciones anteriores -presentes a¨²n entre nosotros- que s¨ª lo vivieron.
Por desgracia, en el desencadenamiento de la gran cat¨¢strofe de 1936 hubo culpas en ambas partes; y esas culpas se hicieron patentes antes de la ruptura, en el clima de odios que la precedi¨®. En mi ¨²ltimo libro he tratado de resumir esas culpas repartidas, de la siguiente forma y muy sint¨¦ticamente: "La guerra civil espa?ola fue una divisi¨®n irreparable, s¨®lo atenuada al cabo de generaciones, aunque siempre -todav¨ªa hoy- se mantenga un fuego sagrado, el de los irreconciliables. Porque tal es la ra¨ªz y la caracter¨ªstica de la guerra civil: lo contrario, lo absolutamente contrario a la solidaridad, a la conciliaci¨®n, a la transacci¨®n civilizada. En 1936 el pa¨ªs se polariz¨® en dos parcialidades contrapuestas, fratricidas, excluyentes. Los que vivimos aquella primavera tr¨¢gica percib¨ªamos una pugna contra reloj entre dos extremismos totalitarios que menospreciaban la civilizada v¨ªa parlamentaria. Para sobreponerse a uno de ellos -el marxismo desbocado que abanderaba Largo Caballero, y que preconizaba locamente la revoluci¨®n social de la noche a la ma?ana-, el Gobierno de izquierda burguesa deb¨ªa contar, como con su brazo armado para respaldar la legitimidad democr¨¢tica salida de las urnas -y que no era exactamente la parcialidad marxista del llamado Lenin espa?ol-, con un ej¨¦rcito disciplinado, atenido a su papel de verdadero honor: el de ser garant¨ªa y sost¨¦n del orden civil. Pero el Ej¨¦rcito -una parte muy considerable del Ej¨¦rcito- estaba dispuesto a descargar su propio golpe contra el orden civil, a montar su propio orden: un cierto orden, frente al Orden con may¨²sculas".
Insisto: no creo que hacer historia objetiva consista, nuevamente, en ignorar las razones -o las sinrazones- de los unos en beneficio de las razones o las sinrazones- de los otros. El riesgo que puede comportar una nueva deformaci¨®n de la realidad hist¨®rica, en torno al cincuentenario que va a cumplirse, significar¨ªa el aplazamiento, hasta un incierto y lejano futuro, de una reconstrucci¨®n hist¨®rica quiz¨¢ todav¨ªa prematura. Entre tanto, me permitir¨¦ repetir un criterio de objetividad a la nueva ola de nuestros investigadores: "La historia no puede ser concebida como una pugna de buenos y malos; porque el historiador ha de proponerse una toma de contacto, no una toma de posiciones, ante la realidad. El historiador debe esforzarse en buscar las razones de sus protagonistas. No se trata de dar igual validez a todas las razones; pero nunca estar¨¢ de m¨¢s subrayar que cada hombre -como cada partido pol¨ªtico- tiene su raz¨®n. Sino que en las contiendas de car¨¢cter ideol¨®gico, invariablemente, cada antagonista pretende convertir su raz¨®n en la raz¨®n. La postura del historiador debe ser exactamente todo lo contrario: debe impregnar su pluma, para ser objetivo, en una simpat¨ªa universal, que ampl¨ªe su yo en vez de ahogarlo". (Escrib¨ª estas palabras hace 25 a?os, y en el pr¨®logo a un libro que supon¨ªa un primer y denodado esfuerzo por alejar hacia un plano objetivo la historia de nuestra guerra.)
Y a?adir¨¦, para terminar, la sagaz observaci¨®n metodol¨®gica de un ilustre historiador brit¨¢nico, G. Barraclough: "Hemos de estudiar el pasado por s¨ª mismo y juzgar las edades pasadas -si juzgar es tarea pertinente a la historia- por sus propios criterios, por sus propias normas, y no por las nuestras... Al considerar el pasado, tenemos que dar importancia a lo que entonces era importante, y no escoger y entresacar del pasado s¨®lo aquellas fases e incidentes que nos parecen importantes a nosotros". Esta norma de oro, dif¨ªcil de aplicar a un pasado remoto, es todav¨ªa posible en el caso de un pasado pr¨®ximo, de un pasado vivo. No desaprovechemos la ocasi¨®n.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.