De 1985 hacia 1902
Faltan no mucho m¨¢s de 14 a?os para que se extinga, se acabe, se termine el siglo XX y aparezca, al lado derecho de esas dos equis armoniosas, el n¨²mero uno romano -o esa I may¨²scula- para que lo inaugure como siglo XXI. ?Oh, Dios! ?Qu¨¦ hacer? Miro y miro hacia abajo y me echo a andar por un largo camino interminable que me lleva, lentamente o a saltos, hacia aquel 16 de diciembre del a?o 1902, en el que mi madre, en medio de una inesperada noche de tormenta, me alumbr¨® como hijo de la bah¨ªa de C¨¢diz, en El Puerto de Santa Mar¨ªa. ?Qu¨¦ hacer?, repito. ?Qu¨¦ ir mirando, escuchando por esa extensa v¨ªa, de la vida y de la muerte, llena de nombres, de figuras" de seres que viv¨ª, que toqu¨¦, que habl¨¦, y que ellos, a su vez, me vivieron, me tocaron, me hablaron, me amaron -o detestaron, quiz¨¢- en el correr de un siglo al que s¨®lo le faltan ahora para extinguirse, terminarse, acabarse, poco m¨¢s de 14 a?os?Aqu¨ª est¨¢ Pedro Salinas, al que encuentro, inesperadamente, una ma?ana madrile?a, y me dice: "Ha muerto Gabriel Mir¨®. ?Va usted a ir a su entierro?". "Nada sab¨ªa yo. Lo ignoraba. Adem¨¢s de admirarlo y de quererlo mucho, ya sabe usted que le debo el haber dado su voto para el Premio Nacional de Poes¨ªa, que se me otorg¨® en 1924". "Ahora te vamos a llevar", me dijo el rector de la universidad de San Juan de Puerto Rico, "a que veas la tumba de Pedro Salinas. Est¨¢ en un cementerio marino. Las olas rompen contra sus tapias". Pero es que yo, a un mismo tiempo, me encuentro en Argentina, en la bella ciudad serrana de Alta Gracia. Don Manuel de Falla sale a recibirnos a Paco Aguilar y a m¨ª, pues vamos a darle un concierto para la¨²d, piano y poes¨ªas en su casa, ya que ¨¦l no se siente dispuesto a escucharlo en el teatro Rivera Indarte, de C¨®rdoba. A don Manuel lo trajeron luego a C¨¢diz, para depositarlo en una cripta de la catedral. El la¨²d de Paco Aguilar lo tenemos ahora aqu¨ª en Madrid, pero ¨¦l yace en un camposanto de Buenos Aires. Y a ?scar Espl¨¢, gran compositor alicantino, quien music¨® parte de mi P¨¢jara pinta, no lo pude ver m¨¢s, pues muri¨® estando yo exiliado en Argentina. Mas voy a tener que sentarme de pronto a descansar debajo de unos chopos de la carretera de Burgos, antes de continuar el camino. Desolaci¨®n. Bajo ellos se halla destrozado el poeta Manuel Altolaguirre, al lado de su amiga, sin vida tambi¨¦n. Le pregunto. Mejor dicho, ¨¦l me lleva a recordar que Luis Cernuda hab¨ªa ca¨ªdo, fulminado del coraz¨®n, yendo de su cama al ba?o, en la casa mexicana de Manolo. ?Oh lejana visi¨®n de Luis, tan gran poeta, sobre los altos de El Escorial en los d¨ªas valientes del Madrid de la guerra! Yo supe de tu muerte, Luis, en Roma, viendo una noche la televisi¨®n en casa del embajador de Cuba ante la Santa Sede, Luis Amado Blanco. ?Qui¨¦n lo pod¨ªa esperar, as¨ª, tan pronto, Luis, extra?o y silencioso, vestido, durante algunas noches bombardeadas, de caballero calatravo, en la Alianza de Intelectuales Antifascistas? No est¨¢n lejos de ti, a una revuelta del camino, Emilio Prados, Jos¨¦ Moreno Villa, Pedro Garfias, Juan Rejano, Max Aub, Le¨®n Fel¨ªpe..., que me llegan por encima del mar, entre un viento barbado de ahuehuetes y un rumor de pistolas y pinceles de David Alfaro Siqueiros, a quien encontr¨¦ en Roma pocos meses antes de morir en su patria.
?Oh siglo, siglo m¨ªo! Siglo de confusi¨®n y explosiones at¨®micas, de guerras salvajes, de hambres exterminadoras, de millones y millones de muertos, de ¨¦xitos infinitos. Durante la guerra de Espa?a, en Madrid, una estaci¨®n :nocturna de radio habl¨® de la muerte de M¨¢ximo Gorki, al que hab¨ªa conocido cuando el Primer Congreso de Escritores Sovi¨¦ticos y, luego, m¨¢s a¨²n, en su propia casa, en una gran fiesta en la que se hallaban, al lado de algunos altos jefes militares, como Vorochilov, el poeta Boris Pastemak, el compositor Prokofiev, el cineasta Eisenstein, y como invitados de honor, extranjeros, con otro muchos, Andr¨¦ Malraux y Louis Aragon... Escrib¨ª entonces algo en Madrid sobre la muerte de M¨¢ximo Gorki, como tambi¨¦n, pero ya en Buenos Aires, sobre la de Boris Pastemak, quien me hab¨ªa traducido al ruso una docena de poemas.
Al seguir bajando por aquel camino de a?os, una tremenda y negra sombra me intercept¨® el paso. Mijail KoIzov, periodista y comisario pol¨ªtico sovi¨¦tico durante la defensa de Madrid, nos hab¨ªa recomendado a Mar¨ªa Teresa y a m¨ª al propio Stalin, a quien deb¨ªamos visitar para resolver un problema referente a la delegaci¨®n de escritores sovi¨¦ticos que deb¨ªan asistir al Congreso por la Paz que se celebrar¨ªa en Valencia. Stalin nos recibi¨®. Largo ser¨ªa de contar ahora aquel sorprendente encuentro. Entre las densas fumarolas de su pipa, que le velaban los famosos bigotes, el jefe supremo de todas las Rusias nos concedi¨® lo que le ped¨ªamos. Regresamos satisfechos a Madrid. Poco despu¨¦s, cuando las grandes purgas, cay¨® tambi¨¦n fusilado, entre otros, su amigo Mijail KoIzov, aquel que hab¨ªa organizado nuestra visita. No muy distantes uno de otro, se susurraban entre s¨ª Federico, Machado y Miguel Hern¨¢ndez, los tres grandes poetas del sacrificio espa?ol. Federico, ya tan lejano de aquel 1923, en los jardines de la Residencia de Estudiantes, durante aquella noche en que envolvi¨® los ¨¢rboles con el h¨¢lito misterioso de su Romance son¨¢mbulo. Machado, como casi ca¨ªdo de la luna, iba por la calle de General Arrando, donde lo conoc¨ª, para agradecerle su voto por mi libro Marinero en tierra. "Se ha acabado la guerra", dije casi llorando en la Alianza de Intelectuales, de Madrid, cuando escuch¨¦ su muerte, en Colhure, a los pocos d¨ªas de Regar con parte del Ej¨¦rcito republicano camino de los campos de concentraci¨®n de Francia. Y el joven Miguel Hern¨¢ndez, reci¨¦n llegado a aquellas noches nerudianas en la Casa de las Flores, y luego en la guerra, ya soldado sacudido por el Viento del pueblo, encontr¨® su final vomitando el pus de la muerte tirado sobre un camastro de una c¨¢rcel alicantina. ?Oh, c¨®mo escribir tranquilo, sin sobresaltos en la noche, si todo son retornos, golpeando con tanta dureza el presente!
Este camino por el que voy descendiendo, ya bordeado de cruces o signos luminosos, en los que aletean desde los m¨¢s olvidados, sigue siendo el de mi memoria, y ahora, as¨ª, de pronto, resplandecen en ella y me acompa?an en su infinito recorrido, con la mano prendida de Romain Rolland, las quemantes palabras de paz de Henri Barbusse, y el rostro aquel a¨²n tan joven de Paul Eluard, pregonando, humilde y encantado, el diario comunista L'Humanit¨¦, a la entrada de la Exposici¨®n Colonial de Par¨ªs, en 1931, y Louis Aragon, con su Elsa, en la Redacci¨®n de la revista Commune, para la que me tradujo mi poema sobre los indios paname?os de las Bocas del Toro. Pero yo admiraba y quer¨ªa mucho a Ungaretti y a Salvatore Quasimodo, grandes poetas italianos, que se odiaban entre s¨ª y con los que viaj¨¦, en medio de los dos, en un auto, hacia Taomina, separando los insultos que se iban dedicando, entre fingidas sonrisas, el uno al otro.
Os reconozco y os recuerdo, amigos de alg¨²n d¨ªa en casa del editor Alberto Mondadori, Carlo Levi, Elio Vittorini, Vittorio Ser¨¦ni, y a ti, viejo y l¨ªrico pintor abandonado de la pintura metaf¨ªsica, Giorgio di Chirico.
?Oh vieja Academia de San Fernando, de Madrid, alumno yo de Daniel V¨¢zquez D¨ªaz, alternando con enemigos con el simp¨¢tico y aflamencado Julio Romero de Torres, y con las sombras, ya en declive, de Mu?oz Degrain y Moreno Carbonero! De pronto avanza una persona, destellando reflejos de comarina y lapisl¨¢zuli, levantando una gran sortija junto a unos gruesos labios bajo unas grandes gafas montadas en dos grandes c¨ªrculos de carey. Es N¨¦stor Mart¨ªnez de la Torre, un barroco y preciosista pintor canario, que para su Poema del Atl¨¢ntico tuvo como modelo a Gustavo Dur¨¢n, joven compositor y, luego, m¨¢s tarde, durante nuestra guerra civil, un bravo, elegante y discutido coronel del Ej¨¦rcito republicano.
Pero s¨ª que era verdad que todos le pegaban al indio cholo con un palo. C¨¦sar Vallejo, cuando lo conoc¨ª, viv¨ªa, exiliado y muy pobre en Par¨ªs. Dirig¨ªa, con Juan Larrea y Vicente Huidobro, que escrib¨ªan sus poemas casi siempre en franc¨¦s, la m¨ªnima revista, flageladora, titulada Favorables Par¨ªs Poemas. Le aconsej¨¦, m¨¢s tarde, que tal vez traslad¨¢ndose a Madrid podr¨ªa vivir algo mejor, con menos penuria. Vino. Pero viv¨ªa muy aislado, casi escondido, y nadie lo visitaba. S¨®lo un poeta, muy joven, conflictivo y torturado, Arturo Serrano Plaja, fue su gran amigo en aquellos d¨ªas.
Mezclados, superpuestos, borrosos o pujantes, argentinos, aquellos primer¨ªsimos poetas como Macedonio Fern¨¢ndez, Ol¨ªverio Girondo, Eduardo Gonz¨¢lez Lanuza, y escritoras como Nora Lange, Alfonsina Storni... Y con Victoria Ocampo, una tarde, la presencia de Ram¨®n P¨¦rez de Ayala (creador, con Ortega y Gas set y Gregorio Mara?¨®n, de aquel grupo llamado Al Servicio de la Rep¨²blica), tan buen escritor como mal¨ªsima persona, a quien no salud¨¦.
Hubiera sido trist¨ªsimo que yo no me encontrara con Margarita Xirgu, tan valiente, tan ¨²nica, es trenando a Federico Garc¨ªa Lorca La zapatera prodigiosa, o a m¨ª Ferm¨ªn Gal¨¢n, que le vali¨® la bofetada de una encopetada se?ora que paseaba por los jardines del Retiro, y que se atreviera a salir -El adefesio- con barbas y una palmatoria encendida en el teatro Avenida, de Buenos Aires. Ser¨ªa trist¨ªsimo que yo no viera tambi¨¦n a lo largo de ese camino a Erwin Piscator y Bertolt Brecht, ¨¦ste en Bera, prometi¨¦ndome, desayunando con ¨¦l a las siete de la ma?ana, el estreno de mi Noche de guerra en el Museo del Prado. Pero tambi¨¦n otros se alzan, se levantan al borde de mi traves¨ªa hacia abajo, en esa v¨ªa que recorre mi siglo. Y en el viento me llegan, envolvi¨¦ndome, las barbas de Valle-Incl¨¢n, el estatismo de Azor¨ªn, viendo pasar los vagones del metro; el mal humor de Baroja, en su teatrillo El c¨¢ntaro roto (?), de su casa de la calle de Mendiz¨¢bal, y la pedanter¨ªa inteligente de Venus, de quien el muy maligno de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez me asegur¨® una tarde que terminar¨ªa bailando la rumba en Cuenca. ?Oh ¨¢ngeles amigos, como Supervielle, Albert Camus, Sara de Ib¨¢?ez, ?ngela Figueroa Aymerich, tan poco recordada estando todav¨ªa calientes sus huesos; Ren¨¦ Crevel, genial superrealista, que me prest¨® su casa en Par¨ªs, suicid¨¢ndose desesperado en aquella misma cama en que yo hab¨ªa dormido. Grandes poetas asesinados, martirizados, como Max Jacob y Robert Desnos, y otros que s¨¦ que existen, pero que desconozco. Y en medio de las explosiones y los escombros de la guerra de Espa?a, Ernest Hemingway, Ralph Fox, John Dos Pasos, Langston Hugues, Alejo Carpentier, Alexis Tolstoi, Pablo Neruda... Y luego los irresistibles demonios: Picasso, Bergamin... Y la cuadrilla de los ni?os de L'?cole d¨¦ Paris: Manolo ?ngeles Ortiz, Bores, Dom¨ªnguez, Peinado... Todos vagando ya en sus cielos estables. Y arriba, en lo m¨¢s alto, Juan Gris.
Cuando fui a ver a Ch¨ª Paichi, el m¨¢s grande y conocido pintor de China, iba a cumplir ya los 100 a?os. Me recibi¨® tendido, inm¨®vil sobre el lecho. "Que traigan", dijo, sin moverse, "para estos extranjeros, las mejores flores confitadas que haya, los m¨¢s delicados manjares". Cuando me fui, me contaron que se alz¨®, y despu¨¦s de no pintar durante varios a?os, pint¨® sobre una ancha cinta de seda una desvanecida hoja de oto?o, que me hizo llegar al hotel. A la ma?ana siguiente, en una fiesta del Primero de Mayo, conoc¨ª a Mao Zedong Tung y Chu Enlai. Era ese momento en el que se iniciaba la gran Revoluci¨®n Cultural y se enfriaban, hasta el hielo, las relaciones con la URSS.
Ahora se me juntan aquellos tan distantes con otros m¨¢s cercanos a los a?os de mi veintena, ya en Madrid. El mismo a?o en que muri¨® Gald¨®s, a quien yo saludaba, mientras posaba en el Retiro para el monumento que le esculp¨ªa Victorio Macho, lo hac¨ªa tambi¨¦n mi padre, y el m¨¢gico Joselito sufr¨ªa una inesperada cornada mortal en la plaza de Talavera. ?Oh, despu¨¦s, los grandes y jaleados espadas amigos en mis poemas, con Ignacio S¨¢nchez Mej¨ªas, el Ni?o de la Palma y Cagancho! Jos¨¦ Mar¨ªa de Coss¨ªo, gran escritor entusiasta de nuestra poes¨ªa y se?or de Tudanca, se halla escondido detr¨¢s de estos toreros y aquellos futbolistas como Platko y Jos¨¦ Samitier, y tambi¨¦n de Carlos Gardel, que celebr¨® con sus tangos la victoria del Barcelona en aquel duro encuentro con el Real de San Sebasti¨¢n.
Y ahora, tambi¨¦n, Joan Mir¨®, Jorge Guill¨¦n, Vicente Aleixandre y Salvador Espri¨², vuelan, desde lo m¨¢s lejano, lo m¨¢s remoto de este largo camino, hacia las constelaciones, mientras todos mis perros -Centella, Niebla, Tusca, Katy, Guagua, Muki, Babucha y Chico- le ladran a la cola del cometa Halley, tendido sobre la bah¨ªa gaditana, entre los ayes de mi madre, que acaba de darme a luz en medio de la noche del 16 de diciembre de 1902.
Copyright Rafael Alberti
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.