Evocaci¨®n de Manuel Peyrou
Manuel Peyrou naci¨® en Buenos Aires a finales de mayo de 1902 y muri¨® en la misma ciudad el 1 de enero de 1974. Su destino, acaso como todo destino que nos es dado ver de cerca, fue muy singular. Conoc¨ªa con precisi¨®n la topograf¨ªa de Par¨ªs y de Nueva York, y no hizo nunca, que yo sepa, el menor esfuerzo para viajar a esas dos ciudades que amaba entra?ablemente. Francia le hab¨ªa llegado por la sangre y por la sombra tutelar de sus libros; Am¨¦rica, por las grandes voces de Whitman, de Lee Masters y de Sandburg, por la ¨¦pica del jinete y de la llanura y por las tempestades deljazz. Peyrou no ignoraba que la nostalgia es la mejor relaci¨®n que un hombre puede tener con un pa¨ªs. Fue, quiz¨¢, el hombre m¨¢s reservado que conoc¨ª, pero aceptaba y alentaba las confidencias. Spiller ha esrito que los recuerdos que 60 o 70 a?os de vida dejan en una memoria abarcar¨ªan, evocados en orden, dos o tres d¨ªas; yo recuerdo con intensidad a mi amigo Manuel Peyrou, pero las an¨¦cdotas que me es dado comunicar son escasas. No olvido, sin embargo, su h¨¢bito del epigrama. Ema Risso Platero, que nos ha dejado tambi¨¦n, sol¨ªa llamarlo el Ingenioso. Fue periodista del diario La Prensa y vivi¨® con plenitud la vida corporal, la vida del afecto y esa otra curiosa vida ¨ªntima de la imaginaci¨®n literaria.En sus primeros textos, como todo escritor que no es un irresponsable, Peyrou trat¨® de ser Chesterton o una esc¨¦ptica variante de Chesterton. En La noche repetida y en El ¨¢rbol de Judas, lo atare¨® la vieja mitolog¨ªa cuchillera de su barrio, de nuestro barrio, Palermo. Sus ¨²ltimas novelas reflejan, como resignados espejos, el melanc¨®lico decurso de nuestra historia, a partir de aquella revoluci¨®n de la que esper¨¢bamos tanto.
Manuel Peyrou profes¨® el arte, hoy casi perdido, de urdir curiosos argumentos y de narrarlos de un modo l¨²cido, con sentencias claras y euf¨¢nicas. Ahora, si no me enga?o, se prefieren las frases truncas, la cacofon¨ªa y el abuso de las malas palabras que los condisc¨ªpulos nos revelan en la escuela primaria y que se aluden f¨¢cilmente despu¨¦s. La literatura actual se complace en las facilidades del caos y de la azarosa improvisaci¨®n. En nuestros d¨ªas se da el nombre de cuento a cualquier presentaci¨®n de estados mentales o de impresiones f¨ªsicas; se olvida, asimismo, que la palabra escrita procede de la palabra oral y busca an¨¢logos encantos. Acaso todo cuento debe escribirse para el ¨²ltimo p¨¢rrafo o acaso para la ¨²ltima l¨ªnea; la exigencia puede parecer una exageraci¨®n, pero es la exageraci¨®n o simplificaci¨®n de un hecho indudable. Si mal no recuerdo, Julio Cort¨¢zar dijo alguna vez que el cuento debe ganar por knockout. Un prefijado desenlace debe ordenar las vicisitudes de toda f¨¢bula. Peyrou, que cumpli¨® con esta exigencia, ha legado a la memoria de los lectorres muchos relatos ejemplares.
Emerson escribe que la poes¨ªa nace de la poes¨ªa; el est¨ªmulo de La espada dormida, uno de los mejores cuentos de Peyrou, le fue dado por el drama Cymbeline, que Shakespeare tom¨® de ciertas p¨¢ginas de Holinshed, no sin alg¨²n recuerdo de Boccaccio. Edgar Allan Poe, inventor del g¨¦nero policial, resolvi¨® que el primer detective de la literatura fuera un meditabundo. En el Reino Unido se mantiene esa tradici¨®n de cr¨ªmenes tranquilos; Estados Unidos propende a los ¨¦nfasis de lo violento y de lo carnal. El placer peculiar que La espada dormida (el t¨ªtulo es hermoso) brinda al lector no es menos interesante que emotivo. Boileau dictamin¨® que el lector quiere ser respetado; nuestro amigo, a lo largo de toda su obra, siempre observ¨® esos buenos modales, que hoy parecen arcaicos.
Con el mismo grado y con la misma curiosidad que sent¨ª por primera vez, hace ya tantos a?os, releo la obra de mi amigo Manuel Peyrou.
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