El ¨²ltimo due?o de EL PA?S
El armario se hab¨ªa ido quedando vac¨ªo, y don Juan se puso una ma?ana la ropa menos usada: la de m¨¢s vestir. Quiz¨¢ la hab¨ªa llevado por ¨²ltima vez cuando fue delegado del Gobierno de la Rep¨²blica en el Canal de Isabel II. Se la puso ya a diario durante los a?os que le quedaban de vida; y le caracterizaba como si fuese un ins¨®lito, extravagante, anticuado personaje de teatro. Siempre que paso por delante del ejemplar de EL PA?S antiguo, enmarcado en un pasillo de la tercera planta de este EL PA?S de ahora, veo la imborrable imagen del que fue su propietario, don Juan Antonio Catena: el ¨²ltimo sombrero hongo de Madrid, los ¨²ltimos botines blancos. El traje azul que era ya un puro brillo, los guantes amarillos zurcidos en la punta de los dedos, el abrigo dorado con la cachemira pelada. Era una estampa poco cre¨ªble en el Madrid de la posguerra. Estaba disfrazado de lo que fue: su disfraz era lo ¨²ltimo que ten¨ªa. Y su temperamento.Est¨¢bamos en la casa que fue suya. En los grandes tiempos, don Juan miraba su reloj -ahora no ten¨ªa ninguno- en la sala de redacci¨®n de EL PA?S, y dec¨ªa: "Se?ores, subo a cenar. Si alguno de ustedes quiere acompa?arme...". Y le segu¨ªa un tropel de bohemios, raros, escritores vagamente, que llegaban all¨ª a aquella hora y con esa esperanza. Su comedor estaba en el piso de arriba y ten¨ªa las mismas dimensiones que la redacci¨®n.
Ahora el invitado era ¨¦l en la casa que ya no era suya. Era como una pieza de museo: cobraba por ser ¨¦l, pero ¨¦l se desviv¨ªa por ayudar, por hacer algo, por fingir un trabajo. Est¨¢bamos en esa casa, y los dos un poco fuera de lo que estaba pasando en tomo. Apenas se nos hablaba: ¨¦ramos seres de una cultura que se supon¨ªa extinguida y culpable, y no todos estaban seguros de que se nos debiera ayudar. Nos separaban 50 ¨® 60 a?os de edad.
A la hora del cierre hab¨ªa algunas partidas de p¨®quer. Don Juan y yo jug¨¢bamos, solos, la nuestra. El anciano y el que parec¨ªa ser un ni?o no ten¨ªan dinero, y lo fing¨ªan con unos imperdibles. A veces, uno de los dos llevaba una peseta de almendras; o alg¨²n viejo tip¨®grafo mandaba a escondidas un vaso de caf¨¦ con leche. Don Juan dejaba a su lado la pipa, los trebejos para cargarla y limpiarla, la petaca con el duro tabaco -polvo y astillas- de entonces; daba las cartas y evocaba algunas historias: "Cuando yo pretend¨ªa a la princesa Caraman-Chimay...".
Por ah¨ª se hab¨ªa ido su dinero. Y su propiedad heredada: EL PA?S, Espa?a nueva. Invitando a cenar, enamorando a las damas de la belle ¨¦poque. O persigui¨¦ndolas. Un d¨ªa, al salir del Congreso, con levita y chistera, hab¨ªa visto por la carrera de San Jer¨®nimo una mujer bell¨ªsima. La sigui¨® hasta el Palace; esper¨® hasta que la vio salir con el equipaje, y continu¨® tras ella a la estaci¨®n; entr¨® en el mismo tren, y lleg¨® a Barcelona; en el mismo barco, y lleg¨® a Roma: "All¨ª se me perdi¨®, en el Excelsior...".
Cuando yo le preguntaba si llevaba dinero encima para eso, me dec¨ªa: "Lo importante no es llevar dinero, sino tenerlo en alg¨²n sitio. Si se tiene en un sitio, se tiene en todo el mundo". En Montecarlo, por ejemplo. All¨ª prob¨® una martingala de su invenci¨®n para ganar siempre a la ruleta. Me la explicaba y me demostraba lo infalible que era. Yo fing¨ªa ser la ruleta, con la ayuda de la tabla que viene en el Espasa, y cantaba: "Veinticuatro, negro, par y pasa...". ?l hac¨ªa sus puestas con los imperdibles, cambiando cuando su regla se lo indicaba y, en efecto, siempre ganaba al final: "Pero en Montecarlo no sali¨® ... Y no digamos nada en Estoril ... Se me fueron fortunas, fortunas enteras...". A la sombra de la princesa Caraman-Chimay y de las bellas damas de anta?o.
Segu¨ªa dando lo que ten¨ªa. A veces ven¨ªa con un paquetito de caf¨¦ que le enviaba su hija desde Brasil, donde estaba casada con un pr¨ªncipe ruso, plantador. No le mandaba m¨¢s que eso porque ignoraba la nueva pobreza de su padre: "A los hijos no hay que hablarles nunca de cuestiones econ¨®micas. No tienen que saber si sus padres van bien o mal". Y el caf¨¦ lo repart¨ªa: siempre hab¨ªa una parte para do?a Concha Espina, otra para m¨ª: "Se lo lleva usted a su se?ora madre, con mis disculpas por no ir personalmente a ofrec¨¦rselo. Un d¨ªa dio mil vueltas en torno a un paquete, sin saber c¨®mo abrirlo y c¨®mo explicarlo. Por fin sac¨® una gabardina, quiz¨¢ de la guerra del catorce, y me dijo: "Es usted un insensato en empe?arse en ir a cuerpo con tanto fr¨ªo y tanta lluvia. Los j¨®venes son imprudentes. P¨®ngase esta gabardina, y ya me la devolver¨¢ cuando se decida a comprarse una mejor...". Otra vez, un aparato de radio: "Seguro que es peor que la de su casa, pero tiene una peculiaridad: se oye muy bien la BBC, y usted lo necesita para no dejarse intoxicar...".
Por entonces todav¨ªa muchas personas estaban impregnadas de la crueldad de la posguerra, hasta sin advertirlo. Y alguien decidi¨® un d¨ªa que el viejo propietario republicano y angl¨®filo ten¨ªa que purgar algo. Ese alguien le encar¨® y le dijo: "Don Juan, se termin¨® vivir de la caridad y de los buenos sentimientos de quien le protege. Ahora va usted a trabajar, y le he preparado ya una mesa y una tarea". Le llev¨® a otra sala, con la advertencia de que nunca deb¨ªa salir de ella -"No se mezcle usted con los dem¨¢s"-, le mostr¨® el enorme tomo de un anuario y le encarg¨® que lo fuera copiando y que, al terminar la jornada de la ma?ana, le mostrara las cuartillas. Cuando lo hizo, las rompi¨®: "Como no sirven para nada, las rompo. Esta tarde vuelve usted a comenzar". Ese castigo de S¨ªsifo fue el ¨²ltimo trabajo de don Juan Antonio Catena.
Poco despu¨¦s me encontr¨¦ en el paseo de Mar¨ªa Cristina al juez Alberti -que escrib¨ªa con una bella prosa-, y me dijo: "He estado de guardia y he tenido que asistir esta noche al levantamiento del cad¨¢ver de un compa?ero tuyo. Se hab¨ªa tomado un tubo de no s¨¦ qu¨¦ cosa. Probablemente, Veronal... Se llamaba Juan Antonio Catena".
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