Quevedo
Ser glorieta, que no plaza, es un desproporcionado privilegio que se?ala a ciertas encrucijadas de Chamber¨ª, aunque nada en su entorno cuadrara con tan buc¨®lica denominaci¨®n que trae el recuerdo de amables jardines y cuidados parterres. Haberlos los hubo en ¨¦sta de Quevedo, as¨ª lo cuenta R¨¦pide, que la menciona como una de las m¨¢s bellas plazuelas de la urbe, ornada con armoniosos jardinillos.Apartado a un rinc¨®n por necesidades del tr¨¢fico rodado, don Francisco aguanta a pie firme sobre el historiado pedestal aleg¨®rico del monumento de Querol, con la tizona terciada a la cintura, el bigote enhiesto y sus anteojos de escudri?ar zahurdas y sotabancos.
La glorieta de Quevedo marc¨® durante mucho tiempo uno de los l¨ªmites de Madrid; finalizada la calle de Fuencarral, de aqu¨ª part¨ªa la carretera de la mala de Francia, vetusta diligencia que a trav¨¦s de penalidades sin cuento y agotadoras jornadas se allegara hasta la frontera de Ir¨²n llevando en su seno a los sufridos y heroicos viajeros.
Gallardo pisapapeles, guardia de tr¨¢fico, Tancredo hier¨¢tico ante la acometida de los autom¨®viles, Quevedo soporta imp¨¢vido el trasiego de la plaza. Aqu¨ª nace la calle de Eloy Gonzalo, patr¨®n del Rastro y descubridor avant la lettre del c¨®ctel molotov, y nace tambi¨¦n Bravo Murillo, que trajo a Madrid las pur¨ªsimas aguas del Lozoya. Arapiles prodiga sus modernos edificios, alimentados en el subsuelo por el humus an¨®nimo de los cementerios de Magallanes.
Aqu¨ª desemboca la Ancha de San Bernardo y muere Fuencarral, pero tantos y tan importantes afluentes no dotan de especial relevancia a la humilde glorieta, que ha sido expurgada de algunos de sus establecimientos m¨¢s cl¨¢sicos, como el caf¨¦ Quevedo, que hac¨ªa esquina con Eloy Gonzalo, o Las Palmeras, bulliciosa sala de fiestas que en el Madrid de los cuarenta y cincuenta fuera c¨¦lebre catedral del bolero y del cha-cha-cha, dancing de moda, subterr¨¢neo propicio a la pron¨²scuidad, enclave tropical de lujuriosa vegetaci¨®n en escayola, donde horteras de fino bigotillo recortado, cuello duro, sudor y brillantina deslizaran untuosas promesas de amor en las orejas aterciopeladas de las mozas chamberileras o de los Cuatro Caminos.
La antorcha del progreso (grandes almacenes) arras¨® este improbable oasis, desaparecieron las tanguistas, enmudecieron las maracas y cayeron las emblem¨¢ticas, palmeras de su p¨®rtico, huy¨® Terps¨ªcore y fueron abolidas las ofrendas dominicales a Venus Afrodita.
Quevedo es ahora lugar de paso, que no de cita; sobre las baldosas del viejo caf¨¦ que llevaba su nombre se suceden burgers y drugstores que no acaban de cuajar ante la fuerte competencia de los establecimientos de la cercana y jaranera calle de Fuencarral.
En el chafl¨¢n que separa Fuencarral de San Bernardo, junto a las fauces del metro, una tienda de art¨ªculos de regalo brilla con luz cegadora, que reflejan, en espantosa miscel¨¢nea de inimitable mal gusto, pastoras de Lladr¨® y floreros de Murano, vajillas de filete dorado, espejos de caprichoso marco, cornucopias, ceniceros, cristaler¨ªas, l¨¢mparas de bronce y grupos escult¨®ricos dignos de ser entronizados sobre fino tapete de ganchillo en el pedestal del televisor dom¨¦stico.
En las entra?as del vecino cine Quevedo, programa doble en sesi¨®n continua, se refugian de los rigores invernales, a cambio de un modesto ¨®bolo, los ancianos menesterosos y los cin¨¦filos a la caza de una ¨²ltima oportunidad, parejas sin posibles y vagabundos que dormian acunados por los apasionados cantos de las sirenas de Hollywood.
Frente al vetusto cine, superviviente de todas las marabuntas, tuviera su efirnera ubicaci¨®n a finales de los a?os sesenta la librer¨ªa-galer¨ªa Cult-art, pionera de las librer¨ªas progres, cen¨¢culo frecuentado por seres tan hambrientos de cultura y escasos de recursos que, urgidos por la necesidad m¨¢s apremiante, no dudaron en saquear las estanter¨ªas, mostrando su desprecio por la propiedad privada y obligando a los due?os de aquel incipiente emporio cultural a declarar la quiebra de tan loable negocio.
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