De la Espa?a diferente a la Espa?a indiferente
Hace 10 a?os exist¨ªan motivos racionales para creer que la mayor parte del pueblo espa?ol deseaba adquirir sus libertades con la intenci¨®n de fundar en ellas un nuevo sistema de poder pol¨ªtico, una nueva moralidad social y una nueva mentalidad p¨²blica.Tambi¨¦n hab¨ªa motivos para confiar en que los dirigentes pol¨ªticos de la oposici¨®n a la dictadura tendr¨ªan el discernimiento intelectual, la coherencia pol¨ªtica y la audacia personal indispensables para impedir cualquier maniobra del r¨¦gimen agonizante que pretendiera prolongar, bajo unas libertades otorgadas, el viejo predominio de la banca sobre el Gobierno, la vieja dominaci¨®n del Gobierno sobre los funcionarios y la vieja prepotencia de la opini¨®n oficial sobre el pensamiento cr¨ªtico y la moralidad disidente.
Hoy, al cabo de una d¨¦cada de transici¨®n, existen razones fundadas para creer casi lo contrario. La mayor¨ªa del pueblo espa?ol no desea utilizar sus libertades para participar en la dimensi¨®n p¨²blica de su existencia, que le es impuesta desde fuera por los dirigentes de los partidos, convertidos en meros profesionales de la perfomance del sistema atl¨¢ntico, del sistema bancario, del sistema burocr¨¢tico y del sistema informativo, que son los ¨²nicos subsistemas que funcionan dentro de la crisis general del sistema.
Ante esta democracia performativa que no lo necesita, el ciudadano se desentiende de la pol¨ªtica, se refugia en el modo privado de su existencia y busca en la ilusi¨®n de su realizaci¨®n individual el ideal que se le niega como ser comunitario.
Entre la situaci¨®n de partida, plena de esperanza y de movilizaci¨®n pol¨ªtica por la democracia, y la situaci¨®n de llegada, caracterizada por el escepticismo y el apoliticismo de las masas, se ha desarrollado el proceso hist¨®rico de la transici¨®n, que ha realizado la perfomance de cambiar la Espa?a diferente del franquismo por la Espa?a indiferente del socialismo, conservando la jerarqu¨ªa tradicional de la banca sobre el Gobierno, la de ¨¦ste sobre los funcionarios y la de ¨¦stos sobre la cultura y la opini¨®n.
Este resultado, la desmovilizaci¨®n y el desarme pol¨ªtico de los ciudadanos, la desactivaci¨®n de la potencia democr¨¢tica acumulada durante 40 a?os de dictadura y la conservaci¨®n de su jerarqu¨ªa de poderes, ha sido m¨¦rito fundamental, aunque no exclusivo, de un nuevo m¨¦todo de gobierno, el consenso, ideado por la clase pol¨ªtica espa?ola para salir de la dictadura y entrar en una democracia performativa, sin que el pueblo se aperciba demasiado del cambio, no d¨¢ndole participaci¨®n en la misma.
El consenso
El consenso no ha sido, como podr¨ªa parecer a primera vista, un modo excepcional de tomar decisiones por unanimidad, frente al modo normal de la democracia de tomar decisiones por mayor¨ªa. ?sta es s¨®lo la parte ingenua del consenso.
La legitimaci¨®n te¨®rica y las ra¨ªces morales de este reciente h¨¢bito pol¨ªtico se encuentran en un, real o supuesto, equilibrio de impotencias entre el poder autoritario residual y el poder democr¨¢tico emergente. Ninguno de ellos crey¨®, o fingi¨® creer, al final de la dictadura, que podr¨ªa aniquilar al otro sin destruirse a s¨ª mismo. Su rec¨ªproca disuasi¨®n de confrontarse les empuj¨® a un pacto de condominio y de cartelizaci¨®n territorial del mercado pol¨ªtico, regido por la regla de la unanimidad, para las cuestiones constitucionales del Estado de derecho y de las autonom¨ªas; por la regla de la mayor¨ªa, para las cuestiones administrativas de gobierno, y por la regla de abstenci¨®n, para las cuestiones esenciales del poder: sistema mon¨¢rquico, sistema bancario y sistema militar.
Por esta raz¨®n no hubo, durante la transici¨®n, una fase constituyente del Estado, con elecciones populares dirigidas a tal finalidad. Lo verdaderamente sometido a un per¨ªodo y a una negociaci¨®n constituyente no fue el Estado, sino el Gobierno.
De un lado, y en los secretos de la Moncloa, se constituy¨® el condominio y el cartel, sobre la administraci¨®n del poder, entre la clase pol¨ªtica. De otro lado, y como tarea de unas Cortes legislativas, se constituy¨® el reglamento jur¨ªdico del Estado de las autonom¨ªas, bajo el que se dispon¨ªa a perdurar el poder-heredero de la dictadura.
La necesidad, o la conveniencia, de que el pacto de condominio y de cartelizaci¨®n sustituyera, y evitara, una fase constituyente del Estado democr¨¢tico jam¨¢s ha sido demostrada. El ¨²nico alegato que los partidos de izquierda esgrimen es que el otro camino, el que propon¨ªa la ruptura democr¨¢tica, era una utop¨ªa imposible de alcanzar. Pero esta afirmaci¨®n tampoco la deducen de datos objetivos, sino exclusivamente de una suposici¨®n no contrastada, de un hecho hist¨®rico y de un razonamiento circular. La suposici¨®n de que el poder militar no la habr¨ªa tolerado. El hecho hist¨®rico de que la ruptura no se ha realizado y la reforma s¨ª. El razonamiento de que la ruptura no se ha intentado porque era ut¨®pica y de que la reforma ha sido real porque era racional. Con el mismo fundamento podemos a?adir: puesto que la dictadura ha sido un fen¨®menode la realidad, los espa?oles hemos conocido bajo ella 40 a?os de racionalidad pol¨ªtica.
Lo ¨²nico que de verdad era ut¨®pico, en el proyecto de la ruptura, era pretender hacerla con unos dirigentes como los de la oposici¨®n. No hubo ruptura simplemente porque estos dirigentes no la quisieron. Despu¨¦s de haber argumentado, durante varias d¨¦cadas, la necesidad y la posibilidad de la misma, cambiaron de idea en unos d¨ªas, consider¨¢ndola imposible. Incluso en la hip¨®tesis de que su apreciaci¨®n de empate -en la relaci¨®n de fuerza existente entre los factores favorables a la dictadura y los favorables a la democracia- hubiese sido hist¨®ricamente correcta, que no lo fue, habr¨ªa bastado, para deshacer el empate a favor de la causa democr¨¢tica, el mero aplazamiento del pacto constituyente, dada la tendencia descendente de los elementos sociales que sosten¨ªan la dictadura y el car¨¢cter ascendente de los que promov¨ªan la democracia.
Lo que el pacto de condominio consigui¨®, en realidad, fue detener al mismo tiempo el declive del poder autoritario y el ascenso del poder democr¨¢tico, al fijar en una Constituci¨®n del Estado, es decir, al dar car¨¢cter permanente, a un ef¨ªmero e inestable equilibrio que, en alg¨²n momento anterior, tuvo que producirse entre un poder que agonizaba y otro poder que nac¨ªa.
El pacto de condominio, en que consiste el consenso, representa, pues, la suma de dos impotencias, la de un anciano y la de un ni?o. La falta de vigor y la falta de madurez son, por ello, los caracteres dominantes de la
pol¨ªtica de estos 10 a?os, y tambi¨¦n los de aquella inicial operaci¨®n tr¨¢nsito, que, seg¨²n confesaba en televisi¨®n uno de los m¨¢s conspicuos representantes del partido socialista, consisti¨® en el doble juego de pactar en secreto con el poder de la dictadura y de hacer declaraciones p¨²blicas de ruptura con ese poder, porque la informaci¨®n a las masas democr¨¢ticas de lo que se estaba tramando habr¨ªa impedido la consecuci¨®n de los objetivos que sus dirigentes persegu¨ªan.
La democracia 'performativa'
La aspiraci¨®n de la clase pol¨ªtica democr¨¢tica era la de cohabitar con la clase pol¨ªtica franquista en el albergue de un Estado de derecho, para administrarlo, alternativa o conjuntamente, bajo la moralidad y mentalidad dominantes en los ¨²ltimos a?os de la dictadura. La aspiraci¨®n de las masas populares era la de participar en la constituci¨®n de un nuevo poder democr¨¢tico, bajo una moralidad social y una mentalidad p¨²blica que hicieran posible, y ¨²tilmente deseable, su futura participaci¨®n en la vida pol¨ªtica. Ambas aspiraciones eran incompatibles. En aras de su inmediata legalizaci¨®n y de su inmediata investidura como diputados, los dirigentes de los partidos democr¨¢ticos sacrificaron las aspiraciones populares, y se acogieron a la oferta de reforma que les hizo el poder de la dictadura.
A partir de ese momento, los partidos pol¨ªticos basaron su legitimaci¨®n, no en su militancia, ni en su capacidad de convocatoria popular, sino en sus homologaciones internacionales y en su capacidad de financiar las campa?as electorales, o, lo que es lo mismo, en el poder de su matriz internacional y en su posibilidad econ¨®mica de imponer, mediante la publicidad, la demanda pol¨ªtica de los ciudadanos y la oferta del partido.
La ideolog¨ªa desaparece en la misma medida en que aparece el marketing. Los programas y plataformas de los partidos se convierten en ofertas y paquetes electorales. Los sondeos de opini¨®n establecen, no las necesidades de los ciudadanos, sino las prioridades de la demanda efectiva del consumidor pol¨ªtico. Todos los partidos dicen y prometen, poco m¨¢s o menos, lo mismo. La participaci¨®n ofrecida al ciudadano se reduce a que, de cuando en cuando, elija a un grupo de delegados designado por el partido, teniendo en cuenta un solo criterio: el de la credibilidad del grupo.
Reducida a esta funci¨®n, la participaci¨®n del elector convierte en pura ficci¨®n al concepto de soberan¨ªa popular. Por dos razones. Porque el Gobierno elegido es irresponsable ante sus electores, y ante las propias bases del partido, pudiendo incumplir impunemente sus promesas electorales. Y, sobre todo, porque el elector ni siquiera puede, como consumidor pol¨ªtico, definir su propia demanda.
Del mismo modo que en un mercado de oligopolio no existe soberan¨ªa del consumidor frente a las grandes empresas, tampoco el ciudadano puede esperar que sus verdaderas necesidades sean atendidas por los grandes partidos de la oligocracia, ya que estos partidos no est¨¢n concebidos como asociaciones de ciudadanos consumidores, sino como organizaciones de producci¨®n de mercanc¨ªas pol¨ªticas.
La protecci¨®n del individuo frente al Estado fue la legitimaci¨®n del modelo liberal de la democracia. El neoliberalismo actual es una doctrina hueca si no fundamenta una vigorosa protecci¨®n del individuo all¨ª donde hoy m¨¢s lo necesita, o sea, frente al oligopolio productor de la mercader¨ªa pol¨ªtica, o lo que es lo mismo, frente a los partidos.
La soberan¨ªa no reside en el pueblo ni en el cuerpo electoral, ni siquiera en las bases militantes de los partidos. Con el sistema electoral impuesto a los espa?oles, lo verdaderamente soberano es el directorio del partido, y ante ¨¦l los ciudadanos, e incluso sus militantes y diputados, est¨¢n mucho m¨¢s indefensos que ante el Estado, y m¨¢s a¨²n que los consumidores ante las grandes empresas.
Ante el Estado los individuos tienen la posibilidad de utilizar los recursos legales, y algunas veces la de ganarlos. Ante las grandes empresas existe, al menos, la presi¨®n de las asociaciones de consumidores. Pero ante la soberan¨ªa de los directorios de los grandes partidos no hay nada. Est¨¢n todav¨ªa por nacer las asociaciones de ciudadanos que la limiten o controlen, ya que la pretensi¨®n de que esta funci¨®n la desempe?en las bases del partido se ha mostrado irrealizable en los pa¨ªses donde se ha intentado.
A consecuencia de que la soberan¨ªa est¨¢ en el directorio de los partidos, en el que se ingresa por cooptaci¨®n, los pol¨ªticos s¨®lo tienen que especializarse en una doble competencia: desempe?ar el papel que les asigna el directorio y vender la imagen del partido. Es natural que las democracias con mejores performances prefieran para los primeros papeles del escenario pol¨ªtico a verdaderos profesionales de la imagen y de la representaci¨®n: artistas y reyes.
Esta funci¨®n de la pol¨ªtica y de los pol¨ªticos es, sin embargo, el ideal de un tipo o modelo de democracia, la de mercado, que, como democracia performativa, se legitima por la optimizaci¨®n de sus resultados respecto a la eficiencia del sistema de producci¨®n y consumo de mercader¨ªas pol¨ªticas, incluyendo en ellas la salud, el trabajo y la cultura.
Y como este modelo de democracia es el que, mediante la reforma del r¨¦gimen anterior, nos han implantado en Espa?a, est¨¢ fuera de lugar condenarlo, o juzgarlo, con criterios distintos de aquellos en donde se legitima: equilibrio de la oferta y la demanda en el mercado pol¨ªtico y cifras estad¨ªsticas del sistema productivo. Pues bien, situ¨¢ndonos en su propio terreno de juego, aceptando su propia base de legitimaci¨®n, la cifra de paro alcanzada por la transici¨®n basta para juzgar severamente a esta democracia, cuya performatividad no puede equilibrar el mercado de trabajo y que ha rebajado la productividad del salario-hora espa?ol en relaci¨®n con la competencia internacional. Y m¨¢s grave es a¨²n su fracaso en el objetivo primordial de producir un alto grado de integraci¨®n. La estad¨ªstica referente a los actos de violencia, com¨²n o pol¨ªtica, y la asiduidad de conflictos en el seno de las instituciones represivas, ponen de manifiesto que nuestra democracia no es tan performativa como para pretender haberse legitimado con su ejercicio.
No hay, por ello, necesidad de acudir a juicios de valor para criticarla por lo que no se propone ni pretende: el progreso moral e intelectual de los espa?oles. La pol¨ªtica y la moral no s¨®lo est¨¢n separadas, sino que en las cuestiones decisivas llegan a ser incompatibles. Un caso ejemplar de esta incompatibilidad nos lo est¨¢ ofreciendo ahora la cuesti¨®n de la OTAN.
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