'Cupiditas aedificandi'
No todos los arquitectos est¨¢n en contra del decreto de atribuciones, que equipara en algunos aspectos a los arquitectos con los antiguos aparejadores. Los firmantes de este art¨ªculo denuncian el corporativismo expl¨ªcito en el conflicto y aseguran que ¨¦sta era la ocasi¨®n para que los arquitectos revisaran la situaci¨®n de su profesi¨®n y sus contradicciones en vez de esconder la cabeza baj¨® el ala.
Como en la Galia de Ast¨¦rix, toda la corporaci¨®n de los arquitectos superiores (colegios oficiales, escuelas t¨¦cnicas) ha sido invadida por la histeria ante la posible aprobaci¨®n de una llamada ley de atribuciones. ?Toda la corporaci¨®n? Toda no. Un peque?o reducto de profesores y alumnos mantiene una reflexi¨®n serena en la escuela t¨¦cnica superior de Arquitectura de Madrid ante el apocalipsis que, al parecer, nos aguarda.Le ley podr¨ªa clasificarse junto a aquellas otras de las que el legislador dijera: "Escribid vosotros la ley y dejadme a m¨ª su reglamento". Se trata, en efecto, de una ley vac¨ªa. De aprobarse, y hasta la aprobaci¨®n posterior del reglamento, la ley solo tendr¨ªa cierto valor instrumental para tramitar la homologaci¨®n de t¨ªtulos en el ¨®rgano competente de la Comunidad Europea (CE). A la vista de los acontecimientos, tal hip¨®tesis parece plausible. Pero esto debiera ser aclarado por el legislador, que en esta como en otras tantas ocasiones ha adoptado la oscuridad como norma b¨¢sica de conducta.
Pero, pasando de la ley, lo que ha llamado m¨¢s nuestra atenci¨®n es la virulenta reacci¨®n de la corporaci¨®n. La ley ser¨ªa un ataque frontal contra el arte, contra nuestras ciudades, contra la cultura arquitect¨®nica. "El futuro de nuestras ciudades est¨¢ en juego. Inf¨®rmate y reacciona", concluye el panfleto Arquitectura asesinada. "Sin arquitectos no hay arquitectura" se nos dice. Lo que est¨¢ en juego resulta ser la atribuci¨®n exclusiva a los arquitectos superiores de la facultad de proyectar cobijos para las actividades humanas.
La competencia exclusiva de los arquitectos puede describirse como una suerte de control corporativo del espacio construido. Del mismo modo que a la polic¨ªa se le entrega las armas para que guarde y haga guardar, el orden p¨²blico, a los arquitectos se les entregaron sus actuales prerrogativas para que garantizaran el orden edilicio. Sin embargo, en el corto per¨ªodo de tiempo en que tal situaci¨®n lleva vigente en Espa?a (apenas unas d¨¦cadas) puede demostrarse que tal orden no ha quedado asegurado. No somos, ciertamente, los ¨²nicos culpables; muchos otros c¨®mplices existen promotores, propietarios; la propia Administraci¨®n del Estado no es ajena. Sin embargo, cu¨¢ntas veces hemos tenido que escuchar la eterna cantilena: "Si no lo hubiera hecho yo, lo habr¨ªa hecho otro", justificando infames chal¨¦s tiroleses en Andaluc¨ªa, la Torre de Valencia tras la Puerta de Alcal¨¢ o el desecado de una lagunita, paso de aves migratorias, para realizar una urbanizaci¨®n.
Nuestras ciudades llevan peligrando desde hace tiempo. Algunas no pueden ya recibir tal sustantivo. S¨®lo ahora, y no antes, la corporaci¨®n se levanta cuasi un¨¢nime en defensa de un pretendido bien social. No hay tal, y no pod¨ªa haberlo. El m¨¢s simple, aunque tal vez leg¨ªtimo para algunos, inter¨¦s econ¨®mico les gu¨ªa los unos, los ya titulados, alarmados, pues el ya escaso pastel se divide en varias veces m¨¢s partes que las actuales; los otros por titular ven c¨®mo su inversi¨®n para el futuro pierde de s¨²bito su valor. Pero aun admitiendo la legitimidad de la defensa del puesto de trabajo, la corporaci¨®n est¨¢ ciega. La reconversi¨®n, al parecer inevitable en nuestras industrias, tambi¨¦n ha de llegar a los arquitectos, si no con esta ley, con otra futura; en efecto, para una profesi¨®n en la que la mitad de sus titulados se halla en paro la ley de atribuciones no significa m¨¢s" pero sin duda tampoco menos, que una ¨²lcera de est¨®mago para un enfermo de c¨¢ncer.
La ceremonia de la confusi¨®n
Son demasiadas para citarlas las confusiones que se manejan. Se pretende que la corta vida acad¨¦mica sea la ¨²nica fuente del saber, a la vez condici¨®n necesaria y suficiente para el buen ejercicio profesional, como si no hubiera dentro y fuera de la artificial frontera que supone un t¨ªtulo buenos y malos arquitectos (recordemos a Carlo Scarpa, hoy admirado por las revistas del ramo, ayer acusado ante los tribunales de intrusismo profesional por la Orden de Arquitectos de Venecia; recordemos tambi¨¦n a Ricardo Bofill, ese Julio Iglesias de la arquitectura ... ). Se pretende que la arquitectura es la primera de las bellas artes, como si a los pintores se les exigiera un t¨ªtulo. Se pretende (?oh, iron¨ªa de los dioses!) que, con la ley, la existencia misma de nuestras escuelas carece de sentido, como si los conservatorios o las facultades de inform¨¢tica necesitar¨¢n de algo m¨¢s que la pura existencia de la cultura o de la ciencia para ser plenas de sentido como si la prestigiosa escuela de la Bauhaus hubiera entendido de t¨ªtulos o competencias exclusivas.Y esta ceremonia de la confusi¨®n, como una enfermedad contagiosa, se extiende. As¨ª, el propio EL PA?S, incluye un reportaje sobre el conflicto en el suplemento de Educaci¨®n, como si no fuera el lugar adecuado el de Negocios. En su editorial Arquitectura, ingenier¨ªa y antig¨¹edad se afirma que los colegios se solidarizan con las escuelas, como si el Consejo General de Arquitectos no hubiera enviado d¨ªas antes de la huelga un telegrama, que con benevolencia puede, calificarse de terrorista, que hizo creer a m¨¢s de uno en el primer momento que alguna de sus obras se hab¨ªa venido abajo; como si en la primera asamblea de la escuela t¨¦cnica superior de Arquitectura de Madrid no hubiera estado presente un agitador del COAM; como si esta instituci¨®n no hubiera concedido a los alumnos, a fondo perdido, una cantidad cifrada en 150.000 o 200.000 pesetas, seg¨²n las fuentes.
Pero si por todo ello, el control corporativo del espacio erigido por el hombre no puede decirse que re¨²na demasiadas virtudes a la vista de los hechos, ?qu¨¦ nos propone el legislador? Si fuera exacta la apariencia de la ley, se propone que todo siga igual como hasta ahora, pero con una corporaci¨®n m¨¢s grande. Y esto con los Cantos de sirena de hacernos occidentales y europeos. Pues bien, cuando menos, seamos de una vez europeos. Si aceptamos (?obligados por la historia?) la econom¨ªa libre de mercado, propongamos, como m¨ªnimo la libre competencia- que cualquier profesional, independientemente de su nivel de titulaci¨®n (y aun cuando no tenga ninguno), pueda: proyectar, y que sea la sociedad misma la que decida qui¨¦n es competente o no.
Porque la ra¨ªz del problema no radica en cu¨¢l sea el tama?o de la corporaci¨®n que cuide y controle lo construido. M¨¢s bien se trata de dilucidar si tal control debiera corresponder a la sociedad misma, que posee mecanismos de control que van desde la m¨¢s simple representaci¨®n pol¨ªtica local o auton¨®mica hasta la participaci¨®n directa mediante medios muy variados, entre los que la mec¨¢nica de aprobaci¨®n de planes de urbanismo o el control t¨¦cnico por las instituciones, locales o regionales son ejemplos posibles aunque tal vez escasos.
Desde antiguo hasta ¨¦pocas recientes ha sido cada comunidad la que no s¨®lo ha controlado, sino que ha creado colectivamente el espacio p¨²blico donde se expresaba a s¨ª misma y donde toda actividad social tomaba vida. Porque, hecho fuera de toda duda, mientras que cada edificio particularmente considerado pueda ser propiedad privada, su fachada (en el sentido amplio del l¨ªmite m¨¢s all¨¢ del cual lo p¨²blico comienza) y su propia existencia inciden sobre el espacio que, adem¨¢s de no pertenecer a ninguno, pertenece y es pose¨ªdo en gualdad por todos.
Esa igualdad empezaba en la propia creaci¨®n del espacio. S¨®lo modernamente, al producirse el progresivo alejamiento entre el consumidor y el productor (tan bien descrito por Iv¨¢n Illich en este como en otros campos), aqu¨¦l empieza a delegar en ¨¦ste y controlarle a posteriori del acto creativo mismo. En nuestro pa¨ªs adem¨¢s se termin¨® por delegar el control al propio productor. Se viene a dar as¨ª la curiosa paradoja, de que sean arquitectos los que supuestamente controlan a otros arquitectos, que (?no es posible asombrarse lo bastante!) mantienen y alimentan a los primeros.
La arbitrariedad, la prepotencia, el arribismo que tal situaci¨®n ha creado saltan a la vista en la faz de nuestras modernas ciudades. La profesi¨®n no se halla amenazada de muerte por esta u otras leyes; el peligro radica en las insalvables contradicciones que arrastra. Y la corporaci¨®n en pleno, como gigantesco avestruz, en vez de aprovechar el revuelo causado por la ley para iniciar por s¨ª misma la necesaria reforma de la situaci¨®n, hunde la cabeza en el cubo m¨¢s falaz rebosante de medievalismo, redentorismo y nostalgia de un pasado que ha desaparecido bajo sus pies.
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