Vivir por vivir
Hay excepciones, sin duda, pero en general nadie quiere morirse ni quiere que le maten. Y se comprende, claro est¨¢. Supongo que siempre ha ocurrido as¨ª, m¨¢s o menos. De todos modos, quiz¨¢ nunca como ahora tuvo la vida -la humana y la restante- tantos y tan elocuentes defensores. Lo malo es que cuando se entra en el asunto, y no necesariamente a fondo, las desverg¨¹enzas doctrinales que estamos acostumbrados a soportar alcanzan un nivel sombr¨ªo y las contradicciones prosperan en su l¨®gica impavidez. Pongo un ejemplo. Hace poco, los papeles p¨²blicos insinuaban la noticia de que en alg¨²n laboratorio remoto se est¨¢ intentando un remedio para el c¨¢ncer que, al parecer, habr¨ªa de tener su materia prima en embriones humanos. El tema ha sido p¨²dicamente obviado por los comentaristas habituales. Tal vez s¨®lo se trata de un infundio o de un dato inseguro y no vale la pena concederle importancia. Desde luego, ser¨ªa muy inc¨®modo optar entre una vida y otra vida: la del embri¨®n la del canceroso. Quienes se dedican a esa ilustre disciplina llamada ¨¦tica en academias, p¨²lpitos o micr¨®fonos se ver¨ªan en el apuro de fabular una decisi¨®n, un dictamen aunque fuese evasivo, una perplejidad. El concepto mismo de vida quedar¨ªa arriesgado. Ignoro si la informaci¨®n es cierta o no. Pero recuerdo que el problema ya fue planteado en t¨¦rminos semejantes, como hip¨®tesis especulativa, por Paul Val¨¦ry. ?O fue por Aldous Huxley? Uno de los dos, y es probable que esta angustia c¨ªnica venga de m¨¢s lejos. Sea Val¨¦ry o Huxley, se aventuraba la eventualidad de un f¨¢rmaco sacado de higadillos de nene con el objeto de curar una enfermedad irreversible. La palabra higadillos -de nenes, insisto en la precisi¨®n que el propio diminutivo denota- es m¨¢s impresionante que la palabra embri¨®n, y uno piensa en seguida en una especie de p?t¨¦ terap¨¦utico cruelmente can¨ªbal. Como el hombre tiende a ser muy, inhumano en sus cosas, la denuncia adquir¨ªa un sentido c¨¢ustico. Por mucho menos que por una vida la gente se mata entre s¨ª a tiro limpio o a trav¨¦s de los c¨®digos penales: el despilfarro de higadillos en la matanza d¨¦ los santos inocentes -m¨¢s protom¨¢rtires que san Esteban- podr¨ªa ser una referencia a posteriori, suavemente volteriana, para empezar. Y no acabar¨ªamos. La historia y la actualidad est¨¢n llenas de sacrificios, en la acepci¨®n que se le da al vocablo en la industria de la carnicer¨ªa.Podr¨ªamos divagar sobre los otros sacrificios: los dictados por ideales sublimes, activos o pasivos sus protagonistas. Si algo se deduce de la experiencia es que los ideales sublimes s¨®lo generan v¨ªctimas y victimarios, aparte de los negocios en que unas y otros se justifican. En ello coinciden monote¨ªstas y polite¨ªstas, patriotas y ap¨¢tridas, explotadores y explotados por poco que se ofusquen, y cada cual se ofusca como Dios le da a entender. Puede que la salud -una manera de decir vida- sea, en ¨²ltima instancia, un ideal sublime como los dem¨¢s y m¨¢s altos. Lo tendr¨ªan que aclarar los profesionales de la ¨¦tica. Bien mirado, la mayor¨ªa de las ¨¦ticas conocidas hasta hoy, la mayor¨ªa de las morales, propenden a estar en contra de la salud: a menudo han sido y son insalubres en cuanto dejan de ser mera higiene prudencial, o porque dejan de serlo exactamente. Lo que pasa es que la vida, o la salud, siempre se aguanta a costa de alguien. Es la primera de las plusval¨ªas: la biol¨®gica.
A costa de alguien pr¨®ximo: del pr¨®jimo. La humanidad es lo que es el Parten¨®n y la hamburguesa, una tecla de Bach y la aspirina, la alegr¨ªa y la sintaxis, Roma y Mosc¨², el barco sobre la mar y el caballo en la monta?a, todo lo que es y llegue a ser por su ¨¢nimo depredatorio.
Cuando oigo o leo las admoniciones ecologistas acerca de las consecuencias devastadoras de la vida del hombre me apunto de inmediato. Uno piensa as¨ª y vive as¨¢: lo que hace todo el mundo. Si opini¨®n tuviesen, la de la berza y la del pollo de granja, la de cualquier cosa -?por qu¨¦ cosa?- congelada que nos nutre, podr¨ªan ser un argumento. Aquello que en mi infancia llamaban el reino mineral es mudo por definici¨®n (las crispaciones geol¨®gicas pertenecen a otro rango de consideraci¨®n), El hombre es hombre porque quiso serlo, y lo logr¨®. ?Mejor o peor que otras y h¨¢biles especies animales? De momento, mejor: nunca se sabe el final.
Y ese final es lo que preocupa. Lo humano del hombre es argumentar. Es posible que un le inguado argumente, un tigre, un canguro, un bacilo. Aquel glorioso matusal¨¦n que fue Bertrand Russell, tan divertido, lo habr¨ªa descartado. Nadie puede probar que no hay una tetera de porcelana describiend¨® una ¨®rbita el¨ªptica entre la Tierra y Marte: literalmente. No es probable: el hombre vive de probar, de probarse algo as¨ª mismo. El argumento comporta lo dem¨¢s, a la corta o a la larga: los artefactos siderales y las cl¨ªnicas misericordiosas. S¨®lo que... El fantasma del embri¨®n o del higadillo incordia cuando la charlataner¨ªa sobre la vida nos sobrecoge. A la natural inclinaci¨®n a vivir la vida y de vivir toda la vida se a?aden enc¨ªclicas, discursos fastuosos en los parlarnentos, monograf¨ªas cient¨ªficas, poemas, partituras, monigotes. En definitiva, todo eso son poinapas f¨²nebres disimuladas y formuladas desde postulados hostiles a la sencilla acci¨®n de respirar. El ascetismo y la cr¨¢pula se juntan a la vuelta de la esquina.
La propaganda de la vida se basa, bien sopesado, el tema, en una demanda de soldados, de mano de obra barata, de feligreses devotos, y en la multiplicaci¨®n justamente de esta clase o de estas clases de personal. El personal produce y consume, y se aborrasca en ello, que es su vida: la vida nuestra de cada d¨ªa. Ponerle adornos a la vicisitud resulta idiota. O no tanto, porque con eso, con los adornos de la defensa de la vida, siempre han vivido algunos, y en cada tiempo y en cada sitio se podr¨ªan nombrar. En una ocasi¨®n estuve hablando con un digno y elegante pastor presbiteriano ingl¨¦s,y dec¨ªa, aproximadamente: "?Los lapones, los zul¨²s? ?Por qu¨¦ se empe?an en existir?". La traducci¨®n me falla. En aquellos a?os, existir era lo que Jean-Paul Sartre publicaba. Ten¨ªa raz¨®n el pastor. ?C¨®mo se puede ser persa a estas alturas? ?C¨®mo se puede ser? La pregunta tambi¨¦n es ret¨®rica.
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