En el gueto
Me bast¨® un a?o para darme cuenta de qu¨¦ se trataba, aunque si hubiese sido algo m¨¢s inteligente y m¨¢s sibarita me hubiesen bastado unos d¨ªas. Vincennes nunca fue una universidad; Vincennes fue, como mucho, una reserva a las afueras de la ciudad para tribus metropolitanas en peligro de extinci¨®n. Las aulas parec¨ªan apriscos; la cafeter¨ªa, una tasca de alelados legionarios y aleladas putas; los anfiteatros, cines de barrio siempre a punto de desmoronarse, y los profesores (salvando, claro est¨¢, algunas excepciones que confirman la regla), gente reclutada en los m¨¢s inoperantes y resentidos grup¨²sculos de la izquierda fecal mohicana. Pasolini., que estuvo all¨ª una vez, asegur¨® que aquello era horrible y que la ¨²nica nota de color en todo aquel l¨®brego mundo eran los ni?os de la guarder¨ªa. En lo que respecta a Vincennes, lamento no estar de acuerdo ni siquiera en eso con Pasolini. Los ni?os de la guarder¨ªa, ubicada a la entrada del magno edificio de urallita y vidrio, id¨¦ntico a una granja Modelo, me deprim¨ªan bastante: las mujeres de la izquierda cultista nunca fueron demasiado h¨¢biles en eso de vestir a sus nenes y aquellos bichejos mal vestidos y de apariencia fam¨¦lica estaban muy lejos de parecerme el odre en el que despositar mi esperanza, como dec¨ªan los antiguos. ?Todo resultaba tan caduco, tan pringoso y tan mezquino! Recuerdo una clase de un antipsiquiatra, muy c¨¦lebre en aquella ¨¦poca, que lleg¨® borracho de cerveza mala, con una se?ora gorda como ¨¦l, para explicamos que hab¨ªa pasado el d¨ªa haciendo exploraciones vaginales con su robusta compa?era. De eso nos habl¨® durante toda la clase, resoplando como un toro y mir¨¢ndonos con ojos de enloquecido. Era evidente que aquellos maestros pretend¨ªan inculcarnos el dificil arte de la sutilieza, qu¨¦ mejor, para asin¨²lar ese arte, que aprender a expresarse parad¨®jicamente ante los dem¨¢s y en lugar de ser alusivos ser expl¨ªcitos hasta el delirio? Quiz¨¢ lo suyo era el zen, y como los buenos maestros zen daban de vez en vez patadas en los morros a sus disc¨ªpulos, y quiz¨¢ por eso tambi¨¦n aquel ilustre curandero nos puso delante lo m¨¢s velludo de su camarada, que, borracha como ¨¦l, sonre¨ªa a duras penas y le miraba con unos ojos que yo no sabr¨ªa decir si eran de odio o de amargura. ?Y si por lo menos fuese cierto que'hab¨ªan estado haciendo "exploraciones vaginales"! Ment¨ªan incansablemente e incansablemente se delizaba entre sus palabras un viento de pesadilla, silbante como el aliento de un fumador cr¨®nico. Algunos de aquellos profesores, ya cincuentones, se sintieron fascinados por las homadas de j¨®venes que iban apareciendo desde el 68 y quisieron convertirse en sus portavoces y ser de alg¨²n modo como ellos: pasarse un poquito. Pero los a?os les traicionaban, y el desencanto y el aburrimiento, y esos alardes de juvenil desmesura, resultaban pat¨¦ticos en personas ya bastante castigadas por la vida; en realidad, todo eso ya resulta deprimente en personas con m¨¢s de 30, como dir¨ªa Biedrna; de ah¨ª que en personas con m¨¢s de 50 pareciese, adem¨¢s de triste, grotesco, y eso fue lo que aport¨® Vincennes: la experiencia de lo grotesco. Pero esa experiencia, por muy sangrienta que nos parezca al principio, se asimila pronto, y un verano decid¨ª cambiar de t¨¢ctica y me fui a la escuela de helenistas m¨¢s r¨ªgida de Par¨ªs, donde sab¨ªa que no me iban a dejar hablar, donde tendr¨ªa que aprender callando y escuchando a los dem¨¢s, como han de hacer los ignorantes si quieren curarse de su terrible enfermedad: la peor para Plat¨®n y otros. All¨ª fui feliz y desdichado a un tiempo, pero desde luego nunca estuve triste y nadie vino a contarme sus exploraciones vaginales. De lo ¨²nico que sent¨ªa nostalgia era de las cla ses de Deletize, y una vez a la se mana segu¨ªa yendo a Vincennes, hasta que me hart¨¦ tambi¨¦n de eso y dej¨¦ de ir definitivamente. Las clases de Deleuze eran muy divertidas. Algunos alumnos en traban por la ventana, otros, me nos t¨¢rtaros, lo hac¨ªan por la puerta. Yo era de los segundos a pesar de haber nacido en la este pa, y sol¨ªa pegarme a la puerta del aula abarrotada, esperando que llegase el descanso para po der hacerme un sitio junto al maestro, que nos ven¨ªa vestido con sombrero, gabardina y pantalones de campesino (me imagino que Brecht debi¨® de ir vestido as¨ª en m¨¢s de una ocasi¨®n), y que se pasaba con nosotros dos horas a la semana, habl¨¢ndonos a sus anchas y fumando much¨ªsimos cigarrillos, siempre Camel, unotras otro, mientras nos ha blaba de los n¨®madas y de las m¨¢quinas deguerra n¨®madas, y de los sedentarios y sus m¨¢quinas desp¨®ticas. Sus cla-ses y algunos conciertos de jazz atardecer son casi los ¨²nicos recuerdos gratos de mi estancia en el gueto rojo, y ahora Deleuze es el ¨²nico fil¨®sofo que venero de cuantos estuvieron en Vincennes, y el ¨²nico que sigo leyendo con fervor.Lo ¨²ltimo que vi del gueto fueron sus ruinas, que salieron fotografiadas en el peri¨®dico. Todo muy melanc¨®lico: el decano paseando entre los escombros de la, facultad que acaba de ser demolida.
?La imaginaci¨®n al poder? A la. imaginci¨®n s¨®lo se le dio un poder marginal; a la imaginaci¨®n se la releg¨® a un lugar a las afueras, de la polis, donde antiguamente: plantaban sus carpas las tribus, de buhoneros, y all¨ª la imaginaci¨®n se fue pudriendo, por falta. de suelo c¨ªvico y por falta de vida. ?La imaginaci¨®n al poder2 Nunca tuvo menos poder la imaginaci¨®n y nunca se devalu¨® tanto su funci¨®n en la ciudad; por, eso se habla tanto de ella, porque: m¨¢s que una presencia era ya el s¨ªmbolo de una ausencia. Faltaba imaginaci¨®n y sobraba mala. conciencia; el resto ya lo sab¨¦is: montones de uralita y, cristales; rotos y un tipo paseando entre: ellos con el rostro desencajado, como un Napole¨®n de opereta en, una isla de opereta tras la derrota definitiva.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.