El cuaderno de Fernando Barros
De cuando en cuando, Fernando Barros se convert¨ªa a alguna religi¨®n; pero s¨®lo si estaba muy apurado. Ten¨ªa su pacto con el exilio en Par¨ªs: sus condiciones eran no aprender franc¨¦s y no aceptar trabajos impropios de un hidalgo (hidalgo es todo aquel que cree que lo es). Otros muchos pactaban raras condiciones. C¨¦sar Alvajar, que fue gobernador civil de la Rep¨²blica, decidi¨® no hablar franc¨¦s jam¨¢s y no usar el tel¨¦fono ni la radio: dominaba ese idioma (en otros tiempos dio conferencias en la Sorbona), instal¨® el tel¨¦fono y compr¨® un receptor, pero no los utilizaba, porque dec¨ªa que la privaci¨®n s¨®lo es v¨¢lida cuando se posee aquello a lo que se renuncia. Pero esa es otra historia.Fernando Barros ten¨ªa la estampa del espa?ol peque?o y nervudo, con la c¨®lera aplazada, y los a?os vini¨¦ndosele encima. Sus restricciones morales para el trabajo y el franc¨¦s le causaban notables dificultades alimenticias. Sin embargo, esperaba una herencia de Galicia, y eso le permit¨ªa aceptar alg¨²n dinero prestado. Algunas ma?anas visitaba a un amigo de posici¨®n estable, al que el azar del mercado de los pisos amueblados hab¨ªa dotado de un decorado repleto de chinoi-series, canap¨¦s como el de madame de R¨¦camier, alfombras rabat¨ªes, y un bat¨ªn con borlones como el de Balzac; Barros se sent¨ªa animado por la ficci¨®n de suntuosidad que daban esos restos de naufragio del imperio franc¨¦s, se mov¨ªa entre ellos con soltura, y con soltura y displicencia solicitaba un pr¨¦stamo a cuenta de la herencia. El amigo establecido era bastante esc¨¦ptico en materia de herencias, pero no lo dejaba traslucir y daba lo que pod¨ªa. Barros sacaba un cuaderno de escolar -como aquel en que Eluard escrib¨ªa la palabra libert¨¦- y apuntaba cuidadosamente la cantidad debida.
Pero ten¨ªa que buscar algunas otras formas de obtener dinero. Invent¨® un l¨ªquido transl¨²cido -era, o hab¨ªa sido, qu¨ªmico- a trav¨¦s del cual se pod¨ªa ver el halo -de energ¨ªa, de fluido vital- que, al parecer, circunda a los seres vivos. Deb¨ªa ser ¨²til, sobre todo para los caballos: iba al hip¨®dromo con un marco que conten¨ªa el l¨ªquido entre dos hojas de cristal, examinaba a trav¨¦s de ¨¦l a los que iban a correr, y apostaba al que m¨¢s energ¨ªa mostraba, azulada y fosforescente. No sol¨ªa llegar el primero. A pesar de su car¨¢cter cient¨ªfico, la prueba no daba resultado, y Barros atribu¨ªa el fracaso a las maniobras de la mafia del turf, capaz de alterar, con drogas o con trampas o sobornos, las fuerzas vitales.
Durante alg¨²n tiempo estuvo trabajando con la cuadrilla de alba?iles de El Campesino, de quien hab¨ªa sido comandante en los tiempos heroicos. Al caer la tarde se reun¨ªan en el caf¨¦ Mabillon -ouvert la nuit- y discut¨ªan antiguas batallas perdidas. Se llamaban entre s¨ª mi general, comandante, coronel... El caf¨¦ estaba lleno por la juventud aciaga de lo que se llam¨® existencialismo, por bohemios de siempre, y por burgueses de siempre que iban a verles, despu¨¦s de las cenas de matrimonios. Era costumbre guardar un silencio triste -el de quien se encuentra viviendo la n¨¢usea-, y en ¨¦l restallaban las voces militares del estado mayor perdido y harapiento dibujando mapas en el m¨¢rmol. Por la ma?ania, El Campesino y sus gentes se constitu¨ªan en cuadrilla de alba?iles y hac¨ªan, en los suburbios, peque?as obras. Pero el comandante Fernando Barros presentaba el problema de su hidalgu¨ªa, que no le dejaba tocar con las manos un ladrillo o preparar la argamasa; se acept¨® que fuese el cocinero, porque guisar siempre fue arte de: nobles. Asentaba la tr¨¦bede sobre el campo fangoso de la llanura desamparada, se ama?aba para encender el fuego bajo la lluvia y entre el ventarr¨®n, herv¨ªa como pod¨ªa las patatas o las coles, y all¨ª hac¨ªan su vivac. Otra guerra.
De cuando en cuando se convert¨ªa a una religi¨®n. Hab¨ªa en Par¨ªs numerosas sectas y heterodoxias, desde los habituales adventistas del S¨¦ptimo D¨ªa hasta los que cre¨ªan que Cristo era un cartero que repart¨ªa la correspondencia en el pueblo de Montfauvet. Fernando Barros entraba displicentemente en alguna capillita donde hab¨ªa pr¨¦dica, hac¨ªa al principio algunos gestos de incredulidad o burla, pero, poco a poco, se iba interesando por lo que se dec¨ªa, hasta llegar a una atenci¨®n tensa: cuando su interpretaci¨®n hab¨ªa prendido, se pon¨ªa en pie y gritaba: "?Alhora veo la luz! ?Ahora creo, hermanos, ahora creo en vosotros Y en vuestro mensaje!". Se hab¨ªa' convertido. Inmediatamente se desmaya
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ba. Durante alg¨²n tiempo los hermanos mimaban al catec¨²meno: le alimentaban en sus casas, le daban ropas y hasta alg¨²n dinero de bolsillo. Dec¨ªa Fernando Barros que hac¨ªa un esfuerzo real por creer, por sentir su papel cuando lo interpretaba. Un d¨ªa, un hermano encontraba un buen trabajo para el ne¨®fito, que en ese momento perd¨ªa toda la fe, y se esfumaba. Comenzaba otra vez a leer los peri¨®dicos, o los avisos de la Sociedad Geogr¨¢fica del bulevar Saint-Germain, para encontrar otra secta a la que convertirse.
Hasta que la herencia se materializ¨®. Era verdad, era lo que se llama una herencia. Fernando Barros recorri¨® las casas y los caf¨¦s con su cuaderno en la mano; devolviendo y tachando. Cuando qued¨® sin deudores, regal¨® a quienes le hab¨ªan favorecido, prest¨® a la multitud de sus amigos que no ten¨ªan nada. Nunca llev¨® una vida excesiva, porque no aspiraba al lujo, sino a la dignidad.
Pero la dignidad y la generosidad para con los otros son tambi¨¦n caras: y, un d¨ªa, el dinero de la herencia se acab¨®. Y con ¨¦l el temple de Fernando Barros. Desfalleci¨® su esperanza y su raz¨®n de seguir. Lo que ten¨ªa que pedir, ya no lo podr¨ªa devolver jam¨¢s. Lo advert¨ªa solemnemente, mientras apuntaba los nuevos y fatales pr¨¦stamos en su cuaderno; que nadie se enga?ase, porque ¨¦l nunca estar¨ªa en disposici¨®n de pagar las deudas...
Se equivoc¨®. Fernando Barros vino a morir prematuramente -como todo el mundo- y pareci¨® que tras ¨¦l s¨®lo quedaban los rasgos, las an¨¦cdotas de los ¨²ltimos a?os de su vida, desvaneci¨¦ndose poco a poco en la memor¨ªa de los supervivientes. Durante unos d¨ªas hubo unas miradas estremecidas hacia la silla de Le Mabillon, donde sol¨ªa sentarse; luego, nada.
Tiempo despu¨¦s, los amigos vagamente acreedores comenzaron a recibir unos giros. El albar¨¢n que acompa?aba el manojo de francos dec¨ªa que el remitente era Fernando Barros, y su direcci¨®n, la tumba n¨²mero H del cementerio H.
A algunos les pareci¨® algo natural, puesto que es natural todo lo que sucede, por el hecho mismo de suceder. Otros hicieron averiguaciones, y encontraron que Barros hab¨ªa dejado una nov¨ªa francesa, y que esa novia le vio morir acongojado por sus deudas y le prometi¨®, cuando estaba siendo tapiado, que las pagar¨ªa tal como estaban escrupulosamente anotadas en el cuaderno de escolar que qued¨® tras ¨¦l.
Durante unos d¨ªas cada uno habl¨® del estremecimiento que hab¨ªa sentido al recibir el giro de ultratumba. Y de c¨®mo Fernando, que nunca habl¨® franc¨¦s, pudo transmitir esa angustia a la novia que nunca habl¨® espa?ol. Pero hay cosas que est¨¢n por encima de las palabras. Las palabras ya apenas sirven lealmente m¨¢s que para dar un poco de forma al humo de los recuerdos.
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