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Tribuna:CLANDESTINO EN CHILE / 3
Tribuna
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Tambi¨¦n los que se quedaron son exiliados

A las ocho de la ma?ana le ped¨ª a Elena que se comunicara con un n¨²mero telef¨®nico que s¨®lo yo conoc¨ªa y preguntara por alguien que prefiero llamar con un nombre falso: Franquie. Le contest¨® ¨¦l mismo, y ella le pidi¨® sin m¨¢s explicaciones, de parte de Gabriel, que fuera a la habitaci¨®n 501 del hotel El Conquistador. Lleg¨® antes de media hora. Elena estaba ya lista para salir, pero yo permanec¨ªa en la cama, y cuando o¨ª tocar a la puerta me cubr¨ª con la s¨¢bana hasta la cabeza. En realidad, Franquie no sab¨ªa a qui¨¦n iba a ver, pues est¨¢bamos de acuerdo en que todo el que le llamara con el nombre de Gabriel era enviado por m¨ª. En los ¨²ltimos d¨ªas le hab¨ªan llamado los tres Gabrieles que dirig¨ªan los equipos de filmaci¨®n, inclusive Grazia, y no ten¨ªa por qu¨¦ sospechar siquiera que este nuevo Gabriel era yo mismo.?ramos amigos desde mucho antes de la Unidad Popular, hab¨ªamos trabajado juntos en mis primeras pel¨ªculas, nos hab¨ªamos encontrado en varios festivales de cine, y nos hab¨ªamos visto, por ¨²ltimo, el a?o anterior en M¨¦xico. Pero cuando me descubr¨ª la cara no me reconoci¨®, hasta que solt¨¦ la risa, que es mi rasgo inconfundible. Esto me dio una mayor confianza en mi nueva apariencia.Franquie hab¨ªa sido reclutado por m¨ª a finales del a?o anterior. Fue el encargado de recibir por separado y de impartir las instrucciones preliminares a los equipos de filmaci¨®n, y de hacer una serie de arreglos b¨¢sicos que facilitaran nuestro trabajo sin interferir las orientaciones de Elena. Ten¨ªa un expediente limpio: es chileno, se hab¨ªa exiliado en Caracas por decisi¨®n propia despu¨¦s del golpe militar, sin que hubiera ning¨²n cargo contra ¨¦l, y hab¨ªa cumplido desde entonces numerosas misiones ilegales dentro de Chile, donde se mov¨ªa con entera libertad con una cobertura intachable. Su popularidad entre la gente de cine, sustentada por su simpat¨ªa personal, su imaginaci¨®n y su audacia, le convert¨ªan en el socio ideal para aquella aventura. No me equivoqu¨¦. De acuerdo conmigo hab¨ªa entrado solo por tierra desde Per¨² una semana antes para recibir y coordinar por separado a los tres equipos, y ¨¦stos se encontraban ya trabajando. El equipo franc¨¦s andaba por el norte del pa¨ªs, filmando desde Arica hasta Valpara¨ªso, de acuerdo con un plan minucioso que su director y yo hab¨ªamos acordado meses antes en Par¨ªs. El equipo holand¨¦s hac¨ªa lo mismo en el Sur. El italiano permanecer¨ªa en Santiago trabajando bajo mi direcci¨®n personal, y preparado adem¨¢s para acudir a filmar cualquier acontecimiento imprevisto. Los tres ten¨ªan la consigna de interrogar a la gente sobre, Salvador Allende siempre que tuvieran una ocasi¨®n de hacerlo sin riesgos ni despertar sospechas, pues pens¨¢bamos que el presidente m¨¢rtir era el mejor punto de referencia para establecer la posici¨®n de, cada chileno en relaci¨®n con el pa¨ªs actual y sus posibilidades futuras.

Franquie ten¨ªa el itinerario preciso de cada equipo, as¨ª como la lista de los hoteles donde iban a estar, de manera que pod¨ªa comunicarse con ellos en cualquier momento. Esto hac¨ªa posible que yo les diera instrucciones personales por tel¨¦fono. Para mayor seguridad, Franquie ser¨ªa mi conductor, con un autom¨®vil alquilado que cambiar¨ªamos cada tres o cuatro d¨ªas en distintas agencias. Durante todo el tiempo que dur¨® la filmaci¨®n nos separamos muy pocas veces.

Tres degollados tumban a un general

Empezamos a trabajar a las nueve de la ma?ana. La plaza de Armas, a pocas cuadras del hotel, era m¨¢s conmovedora en la realidad que en mis recuerdos, bajo el sol p¨¢lido y tibio del oto?o austral que se filtraba por los grandes ¨¢rboles. Las flores de siempre, que son renovadas cada semana, me parecieron m¨¢s frescas y luminosas que nunca. El equipo italiano hab¨ªa empezado una hora antes a filmar la rutina matinal: los jubilados que le¨ªan el peri¨®dico en los esca?os de madera, los ancianos que les daban de comer a las palomas, los vendedores de baratijas, los fot¨®grafos con sus c¨¢maras anacr¨®nicas de manga negra, los dibujantes que hac¨ªan caricaturas en tres minutos, los limpiabotas sospechosos de ser informadores del r¨¦gimen, los ni?os con sus globos de colores frente a los carritos de helados, la gente que sal¨ªa de la catedral. En un rinc¨®n de la plaza estaba el grupo habitual de artistas cesantes en espera de ser contratados, para fiestas imprevistas: m¨²sicos conocidos, magos y payasos de ni?os, travestidos con ropas y maquillajes extravagantes cuyo sexo real es imposible determinar. A diferencia de la noche anterior, aquella hermosa ma?ana estaban apostadas en la plaza varias patrullas de carabineros, acuciosos y bien armados, de cuyos autobuses con potentes equipos de m¨²sica sal¨ªan canciones de moda a todo volumen.

M¨¢s tarde descubr¨ª que la escasez de fuerza p¨²blica en las calles era una pura ilusi¨®n para reci¨¦n llegados. A toda hora hay patrullas de choque escondidas en las estaciones principales del tren subterr¨¢neo, y camiones provistos de mangueras de agua a alta presi¨®n en las calles laterales, listos para reprimir con una sa?a brutal cualquier brote de protesta de los tantos intempestivos que ocurren a diario. La vigilancia es m¨¢s intensa en la plaza de Armas, centro neur¨¢lgico de Santiago, donde est¨¢ la sede de la Vicar¨ªa de la Solidaridad, que es un gran basti¨®n contra la dictadura auspiciado por el cardenal Silva Henr¨ªquez, y con el apoyo no s¨®lo de los cat¨®licos, sino de todos los que luchan por el retorno de la democracia en Chile.

Esto le ha dado un fuero moral dif¨ªcil de contrariar, y el amplio patio soleado de su casa colonial parece a toda hora una plaza de mercado. All¨ª encuentran refugio y amparo humanitario los perseguidos de todos los colores, y es una v¨ªa expedita para dar ayuda a quienes la necesiten, con la seguridad de que Regar¨¢ a donde debe llegar, en es pecial a los presos pol¨ªticos y sus familias. Tambi¨¦n desde all¨ª se de nuncian las torturas y se fomentan campa?as por los desaparecidos y por toda clase de injusticias. Pocos meses antes de mi ingreso clandestino, la dictadura lanz¨® contra la vicar¨ªa un desafio sangriento que se volvi¨® contra la propia Junta Militar y puso en peligro su estabilidad. A finales de febrero de 1985, en efecto, tres militantes de la oposici¨®n fueron secuestrados con un alarde de fuerza que no permit¨ªa poner en duda qui¨¦nes eran los autores. El soci¨®logo Jos¨¦ Manuel Parada, funcionario de la Vicar¨ªa, fue aprehendido en presencia de sus peque?os hijos frente a la escuela donde ¨¦stos estudiaban, mientras el tr¨¢nsito estaba suspendido por la Polic¨ªa tres cuadras a la redonda y todo el sector era controlado desde helic¨®pteros militares. Los otros dos fueron secuestrados en distintos sitios de la ciudad, con pocas horas de diferencia. Uno era Manuel Guerrero, dirigente de la Asociaci¨®n Gremial de Educaci¨®n de Chile, y el otro era Santiago Nattino, un dibujante gr¨¢fico con un gran prestigio profesional, de quien no se sab¨ªa hasta entonces que tuviera una militancia activa. En medio del estupor nacional, los tres cad¨¢veres, degollados y con huellas de una sevicia salvaje, aparecieron el 2 de marzo de 1985 en un camino solitario cerca del aeropuerto internacional de Santiago. El general C¨¦sar Mendoza Dur¨¢n, comandante del cuerpo de Carabineros y miembro de la Junta de Gobierno, declar¨® a la Prensa que el triple cr¨ªmen era el resultado de pugnas internas de los comunistas, dirigidos desde Mosc¨². Pero la reacci¨®n nacional desbarat¨® el infundio, y el general Mendoza Dur¨¢n, se?alado por la opini¨®n p¨²blica como el promotor de la matanza, tuvo que abandonar el Gobierno. Desde entonces, el nombre de la calle del Puente, una de las cuatro que salen de la plaza de Armas, fue borrado en la placa por manos desconocidas y puesto en su lugar el nombre con que se le conoce ahora: calle de Jos¨¦ Manuel Parada.

"Le felicito por ser uruguayo"

El malestar de aquel drama salvaje estaba todav¨ªa en el aire la en que Franquie y yo llegamos como dos transe¨²ntes m¨¢s a la plaza de Armas. Vi que el equipo de filmaci¨®n estaba en el lugar que Grazia y yo hab¨ªamos acordado la noche anterior, y que ella se percat¨® de nuestro paso. Pero por el momento no dio ninguna orden al camar¨®grafo. Entonces Franquie se separ¨® de m¨ª, y yo asum¨ª la direcci¨®n personal de la pel¨ªcula con el m¨¦todo que hab¨ªa establecido de antemano con los directores de los tres equipos. Lo primero que hice fue un recorrido preliminar de los senderos adoquinados, deteni¨¦ndome en distintos lugares para indicarle a Grazia los momentos y la direcci¨®n en que de b¨ªan filmar cuando yo repitiera el re corrido. Ni ella ni yo deb¨ªamos buscar por el momento ning¨²n detalle que hiciera evidente el r¨¦gimen represivo latente en las calles. Aquella ma?ana se trataba s¨®lo de captar la atm¨®sfera de un d¨ªa cualquiera, con un ¨¦nfasis especial en el comportamiento de la gente, que segu¨ªa pareci¨¦ndome, tal como lo percib¨ª la noche anterior, mucho menos comunicativa que en otros tiempos. Anda ban m¨¢s de prisa, sin interesarse apenas por lo que suced¨ªa a su paso, y aun los que conversaban lo hac¨ªan con un aire sigiloso y sin acentuar sus palabras con las manos, como yo cre¨ªa recordar que lo hac¨ªan los chilenos de anta?o y como, segu¨ªan haci¨¦ndolo los del exilio. Yo caminaba por entre los grupos, llevando en el bolsillo de la camisa una grabadora en miniatura, muy sensible, con el fin de captar conversaciones que me sirvieran para organizar mejor no s¨®lo aquella primera jornada, sino el conjunto de la pel¨ªcula. Despu¨¦s de se?alar los puntos de filmaci¨®n me sent¨¦ a escribir mis notas junto a una se?ora que tomaba el sol en uno de los esca?os de la plaza, en cuyos listones pintados de verde hab¨ªa nombres y corazones inscritos a navaja en la madera por varias generaciones de enamorados. Como siempre olvido la libreta de apuntes, tomaba mis notas en el rev¨¦s de las cajetillas de Gitane, los c¨¦lebres cigarrillos fraceses, de los cuales hab¨ªa comprado una buena provisi¨®n en Par¨ªs. As¨ª lo hice a lo largo de la filmaci¨®n, y aunque no fue con ese prop¨®sito que conserv¨¦ las cajetillas, las notas me sirvieron como un diario de navegaci¨®n para reconstituir en este libro los pormenores del viaje.

Mientras escrib¨ªa aquella ma?ana en la plaza de Armas not¨¦ que la se?ora sentada a mi lado me observaba de soslayo. Era de edad tranquila, y, estaba vestida al modo anticuado de la clase media baja, con un sombrero muy usado y un abrigo con cuello de piel. Yo no entend¨ªa qu¨¦ hac¨ªa all¨ª, sola y callada, sin mirar hacia ning¨²n punto definido, sin inmutarse por las palomas que revoloteaban sobre nuestras cabezas y nos picoteaban los bordes de los zapatos. No lo hubiera entendido nunca si no hubiera sido porque ella me dijo m¨¢s tarde que se hab¨ªa enfriado durante la misa y quer¨ªa tomar el sol unos minutos antes de meterse en el tren subterr¨¢neo. Fingiendo leer el peri¨®dico, not¨¦ que me examinaba de pies a cabeza, sin duda porque mis ropas eran menos corrientes que las de quienes sol¨ªan andar a aquellas horas por la plaza. Le sonre¨ª, y ella me pregunt¨® de d¨®nde era. Entonces puse en marcha la grabadora con una presi¨®n imperceptible sobre el bolsillo de la camisa. "Uruguayo", le dije. "Ah", dijo ella. "Le felicito por la suerte que tienen ustedes". Se refer¨ªa al retorno del sistema electoral en Uruguay, y hablaba de eso con una tierna a?oranza de su propio pasado. Yo, me hice el distra¨ªdo tratando de que ella fuera m¨¢s expl¨ªcita, pero no consegu¨ª que me hiciera alguna confidencia sobre su situaci¨®n. Sin embargo, me habl¨® sin reservas de la falta de libertades individuales y de los dramas del desempleo en Chile. A un cierto momento me mostr¨® los esca?os de desempleados, los payasos, los m¨²sicos, los travestidos, cada vez M¨¢s numerosos. ."Mire esa gente", me dijo. "Pasan d¨ªas enteros esperando ayuda porque no tienen trabajo. Hay hambre. en nuestro pa¨ªs". La dej¨¦ hablar. Luego inici¨¦ el segundo recorrido de la plaza cuando calcul¨¦ que hab¨ªa pasado media hora desde el primero, y entonces Grazia dio al camar¨®grafo la orden de filmar sin acercarse a m¨ª y cuidando de no ser muy evidente para los carabineros. Pero el problema era el contrario: era yo quien no perd¨ªa de vista a los carabineros, porque segu¨ªan ejerciendo sobre m¨ª una fascinaci¨®n dif¨ªcil de resistir.

Aunque los vendedores callejeros han existido siempre en Chile, no recuerdo que hubiera tantos como ahora. Es dif¨ªcil concebir un sitio del centro comercial donde no se les encuentre en largas filas silenciosas. Venden de todo, y son tan numerosos y (dis¨ªmiles que revelan con su sola presencia todo un drama social. Al lado de un m¨¦dico cesante, de un ingeniero venido a menos o de una se?ora con aires de marquesa que rematan por cualquier precio sus ropas de mejores tiempos, hay ni?os sin padres ofreciendo cosas robadas o mujeres humildes tratando de vender panes amasados. Pero la mayor¨ªa de esos profesionales en desgracia ha renunciado a todo menos a la dignidad. Detr¨¢s de los puestos de baratijas siguen vestidos como en sus pr¨®speras oficinas de anta?o. Un ch¨®fer de taxi que hab¨ªa sido un pr¨®spero comerciante de textiles me hizo un recorrido tur¨ªstico de varias horas por media ciudad, y al final se neg¨® a cobrarme el servicio. Mientras el camar¨®grafa filmaba el ambiente de la plaza, yo andaba por entre la gente captando fragmentos de di¨¢logos que hab¨ªan de servirme despu¨¦s para un comentario ilustrativo de las im¨¢genes, cuidando de no comprometer a nadie que luego pudiera ser identificado en la pantalla. Grazia me observaba con atenci¨®n desde otro ¨¢ngulo, y yo la observaba a ella. Estaba siguiendo mis instrucciones de iniciar las tomas en los edificios m¨¢s altos y luego descender poco a poco, desplazar la c¨¢mara hacia los lados y terminar filmando, a los carabineros. Quer¨ªamos captar la tensi¨®n de sus rostros, mucho m¨¢s notable a medida que aumentaba la animaci¨®n de la plaza por la proximidad del mediod¨ªa. Pero ellos notaron muy pronto la trayectoria de la c¨¢mara, se sintieron observados y le exigieron a Grazia el permiso para filmar en la calle. Yo vi c¨®mo lo mostr¨®, vi la rapidez con que el agente se dio por satisfecho y continu¨¦ mi recorrido con un sentimiento de alivio. M¨¢s tarde supe que aquel carabinero le hab¨ªa pedido a Grazia que no los filmaran a ellos, pero no tuvo argumentos cuando ella le replic¨® que esa excepci¨®n no figuraba en el permiso, e invoc¨® su condici¨®n de italiana para no aceptar ¨®rdenes inconsultas. El dato me interes¨®, porque demostraba que, en efecto, el hecho de ser un equipo europeo ten¨ªa en Chile las ventajas que hab¨ªamos previsto.

Tambi¨¦n los que se quedan son exiliados

Los carabineros se me hab¨ªan convertido en una obsesi¨®n. Pas¨¦ varias veces muy cerca de ellos, buscando una ocasi¨®n para conversar. De pronto, por un impulso irresistible, me acerqu¨¦ a una patrulla, y les hice algunas preguntas sobre el edificio colonial de la Municipalidad, averiado por el terremoto de marzo anterior, que estaba siendo reconstru¨ªdo. El agente que me contest¨® lo hac¨ªa sin mirarme, pues no perd¨ªa de vista ni un detalle de lo que ocurr¨ªa en la plaza. La actitud de su compa?ero era igual, pero de cuando en cuando me miraba de reojo con una impaciencia creciente porque empezaba a notar la necedad deliberada de mis preguntas. Despu¨¦s me mir¨® de frente con un ce?o temible y me orden¨®: "?Circule!". Pero yo hab¨ªa roto el hechizo, y la inquietud que me causaban se hab¨ªa convertido en una cierta embriaguez. En vez de obedecerle, me puse a darles una lecci¨®n sobre el comportamiento que la polic¨ªa estaba obligada a observar ante la curiosidad de un extranjero pac¨ªfico. No me daba cuenta, sin embargo, de que mi falso acento uruguayo no sopor taba una prueba tan dif¨ªcil, hasta que el carabinero se hart¨® de mi discurso c¨ªvico y me orden¨® identificarme. Tal vez en ning¨²n momento del viaje sufr¨ª una descarga de terror como aquella. Pens¨¦ en todo: ganar tiempo, resistir y aun escapar a toda prisa a sabiendas de que ser¨ªa alcanzado. Pens¨¦ en Elena, que estaba qui¨¦n sabe d¨®nde a esa hora, y s¨®lo vi como una lucecita remota que el camar¨¦grafo lo filmara todo y que aquella prueba irrefutable de mi captura se divulgara en el exterior. Adem¨¢s Franquie andaba cerca, y conoci¨¦ndole como le conoc¨ªa estaba seguro de que no me hab¨ªa perdido de vista. Lo m¨¢s f¨¢cil, por su puesto, era identificarme con el pasaporte, ya probado en varios aeropuertos. En cambio, le tem¨ªa a una requisa, porque s¨®lo en ese momento me acord¨¦, de un error mortal que arrastraba conmigo.En la misma cartera en que llevaba el pasaporte ten¨ªa mi verdadera carta chilena de identidad, que hab¨ªa dejado all¨ª por descuido, y una tarjeta de cr¨¦dito con mi nombre real. Consciente de que no me quedaba m¨¢s remedio que asumir el riesgo menos grave, mostr¨¦ el pasaporte. El carabinero, tampoco muy seguro de lo que deb¨ªa hacer, le ech¨® una mirada a la foto y me lo devolvi¨® con un gesto menos ¨¢spero. "?Qu¨¦ es lo que quiere saber de ese edificio?", me pregunt¨®. Yo respir¨¦ a pleno pulm¨®n. "Nada", dije, "era por joder". Aquel incident que me cur¨® por el resto del viaje de la inquietud que me causaban los carabineros. Desde entonces los vi con tanta naturalidad como los ve¨ªan los chilenos legales, y aun los clandestinos _que son muchos_, y dos o tres veces tuve que pedirles favores ocasionales que ellos me hicieron de buen grado. Entre otros, nada menos que guiarme hasta el aeropuerto con un autom¨®vil patrullero para que pudiera alcanzar un avi¨®n internacional minutos antes de que la polic¨ªa descubriera mi presencia en Santiago. Elena no pudo entender que alguien desafiara a la polic¨ªa s¨®lo por aliviar la tensi¨®n, y nuestras relaciones de trabajo, que ya ten¨ªan varias grietas peligrosas, empezaron a resquebrajarse. Menos mal que yo me arrepent¨ª de mi imprudencia desde antes de que ella ni nadie me la hiciera notar. Tan pronto como el carabinero me devolvi¨® el pasaporte, le hice a Grazia la se?al convenida para que diera por terminada la filmaci¨®n. Franquie, por su parte, que hab¨ªa visto todo desde un lado de la plaza con tanta ansiedad como la m¨ªa, se apresur¨® a reunirse conmigo, pero yo le ped¨ª que fuera a recogerme al hotel despu¨¦s del almuerzo. Quer¨ªa, estar solo.Me sent¨¦ en un esca?o a leer los peri¨®dicos del d¨ªa, pero pasaba las l¨ªneas sin verlas, porque era tan grande la emoci¨®n que sent¨ªa de estar sentado all¨ª en aquella di¨¢fana ma?ana oto?al que no pod¨ªa concentrarme. De pronto son¨® el ca?onazo distante de las doce, las palomas volaron espantadas y los carillones de la catedral soltaron al aire las notas de la canci¨®n m¨¢s conmovedora de Violeta Parra: Gracias a la vida. Era m¨¢s de lo que pod¨ªa soportar. Pens¨¦ en Violeta, pens¨¦ en sus hambres y sus noches sin techo de Par¨ªs, pens¨¦ en su dignidad a toda prueba, pense que siempre hubo un sistema que la neg¨®, que nunca sinti¨® sus canciones y se burl¨® de su rebeld¨ªa. Un presidente glorioso hab¨ªa tenido que morir peleando a tiros, y Chile hab¨ªa tenido que padecer el martirio m¨¢s sangriento de su historia, y la misma Violeta Parra hab¨ªa tenido que morir por su propia mano para que su patria descu-, briera las profundas verdades humanas y la belleza de su canto. Hasta los carabineros la escuchaban con devoci¨®n sin la menor idea de qui¨¦n era ella, ni qu¨¦ pensaba, ni por qu¨¦ cantaba en vez de llorar, ni cu¨¢nto los hubiera detestado a ellos si hubiera estado all¨ª padeciendo el milagro de aquel oto?o espl¨¦ndido.Ansioso de ir rescatando el pasado palmo a palmo me fui solo a una hoster¨ªa en la parte alta de la ciudad donde la Ely y yo sol¨ªamos almorzar cuando ¨¦ramos novios. El lugar era el mismo, al aire libre, con las mesas bajo los ¨¢lamos y muchas flores desaforadas, pero daba la impresi¨®n de algo que hac¨ªa tiempo hab¨ªa dejado de ser. No hab¨ªa un alma. Tuve que protestar para que me atendieran, y tardaron casi una hora para servirme un buen pedazo de carne asada. Estaba a punto de terminar cuando entr¨® una pareja que no ve¨ªa desde que la Ely y yo ¨¦ramos clientes asiduos. ?l se llamaba Ernesto, m¨¢s conocido como Neto, y ella se llamab¨¢ Elvira. Ten¨ªan un negocio sombr¨ªo a pocas cuadras de all¨ª, en el cual vend¨ª an estampas y medallas de santos, cam¨¢ndulas y relicarios, ornamentos f¨²nebres. Pero no se parec¨ªan a su negocio, pues eran de genio burl¨®n e ingenio f¨¢cil, y algunos s¨¢bados ,de buen tiempo sol¨ªamos quedarnos all¨ª hasta muy tarde bebiendo vino y jugando a las barajas. Al verlos entrar cogidos de la mano, como siempre, no s¨®lo me sorprendi¨® su fidelidad al mismo sitio despu¨¦s de tantos cambios en el mundo, sino que me impresion¨® cu¨¢nto hab¨ªan envejecido. No los recordaba como un matrimonio convencional, sino m¨¢s bien como dos novios tard¨ªos, entusiastas y ¨¢giles, y ahora me parecieron dos ancianos gordos y mustios. Fue como un espejo en el que vi de pronto mi propia vejez. Si ellos me hubieran reconocido me habr¨ªan visto sin duda con el mismo estupor, pero me protegi¨® la escafandra de uruguayo rico. Comieron en una mesa cercana, conversando en voz alta, potro ya sin los ¨ªmpetus de otros tiempos, y en ocasiones me miraban con curiosidad y sin la menor sospecha de que alguna vez hab¨ªamos sido felices en la misma mesa. S¨®lo en aquel momento tuve conciencia de cu¨¢n largos y devastadores eran los a?os del exilio. Y no s¨®lo para los que nos fuimos, como lo cre¨ªa hasta entonces, sino tambi¨¦n para ellos: los que se quedaron.

Ma?ana, cap¨ªtulo cuarto: Los cinco puntos cardin.ales de Santiago.

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