Reflexi¨®n obligada y responsabilidad exigible
Como es sabido, la pervivencia en los a?os treinta de un demoliberalismo m¨¢s cuidadoso de los perfeccionamientos te¨®ricos y doctrinales, que atento a las necesidades de la nueva sociedad industrial que se estaba configurando, gener¨® una clara consciencia. de crisis del sistema, que no tard¨® mucho en cobrar extensi¨®n y profundidad. La causa central de la crisis se cifraba en la debilidad e inestabilidad de los ejecutivos y en su dudosa eficacia para afrontar y resolver los nuevos problemas sociales, pol¨ªticos y econ¨®micos.Se inici¨® entonces la tendencia a un robustecimiento de los gobiernos que, adem¨¢s de sus manifestaciones, end¨®genas, fue estimulado tanto por la ciencia pol¨ªtica como por el Derecho Constitucional con f¨®rmulas cuya normativizaci¨®n se fue generalizando: sustituci¨®n de los sistemas electorales de representaci¨®n proporcional o correcci¨®n de los mismos con principios mayoritarios; regulaci¨®n m¨¢s exigente para la resoluci¨®n de las cuestiones de confianza; aumento de condiciones y requisitos para la presentaci¨®n y resoluci¨®n de las mociones de censura; preocupaciones sobre las crisis sorpresivas a causa de imprevistas y coyunturales votaciones adversas... Todo, en funci¨®n de obtener aquel robustecimiento, como elemento indispensable para una democracia eficaz y procurar que se constituyeran gobiernos homogeneizados Gobiernos homogeneizados, solidarios y con suficiente apoyo de los parlamentos de quienes pol¨ªticamente, depend¨ªan.
Reiteraci¨®n excesiva
Prefiero llamarlos as¨ª, m¨¢s que Gobiernos fuertes, porque entiendo que este calificativo no se refiere tanto a la viabilidad, estabilidad y funci¨®n parlamentaria de los Gobiernos cuanto a un talante o manera de ejercicio del poder, que tiene resonancias hist¨®ricas y actuales muy pr¨®ximas a desviaciones de dudoso car¨¢cter democr¨¢tico. Durante la crisis a que acabo de referirme, se reiter¨® excesiva y simplificadamente la necesidad de Gobiernos fuertes. La verdad fue que, en muchos casos, esa anhelada fortaleza preludi¨® soluciones no correctoras, sino destructoras del demoliberalismo que se deseaba perfeccionar. Gobiernos sencillamente fuertes fueron los de Portugal, Italia., Espa?a., Polonia, Alemania... que luego ganaron, con an¨¢loga cobertura doctrina?, en dictaduras y totalitarismos que todos recordamos.
Lo cierto es que empezaron a propiciarse -y contin¨²an siendo propiciados por las mismas razones- Gobiernos estables, s¨®lidos y mayoritarios, no simplemente fuertes: los Gobiernos ser¨¢n fuertes por ser homog¨¦neos, estables y s¨®lidos, pero no al contrario, al menos en una democracia parlamentaria.
Preferencias repartidas
En principio puede admitirse que un Gobierno no monocolor tenga por s¨ª mismo sus ventajas, por lo que supone y por lo que puede augurar. Supone que las preferencias pol¨ªticas del electorado se encuentran dosificadas y repartidas, lo que no es de por s¨ª contraproducente; puede augurar que la direcci¨®n pol¨ªtica del Gobierno no responder¨¢ ¨²nicamente :al criterio de un solo partido o a las preferencias de tan s¨®lo un sector de la opini¨®n p¨²blica reflejada en el Parlamento representativo.
Mas, para que esa hip¨®tesis sea posible y adem¨¢s suficientemente positiva se precisan varios supuestos. Uno, el que la distribuci¨®n del n¨²mero de esca?os sea realmente ponderada, de forma que sin resultar necesaria una cuantificaci¨®n homologable no se produzcan desigualdades tales que el peque?o o los peque?os partidos necesarios para la mayor¨ªa act¨²en como meros sat¨¦lites de uno muy numeroso o que sin poder gobernar en exclusiva tampoco dejen gobernar al relativamente mayoritario. Otro, que la estructura partidaria est¨¦ sedimentada en forma relativamente estable y congruente con las estratificaciones socioecon¨®micas y pol¨ªtico-culturales, que efectivamente compongan la realidad hist¨®rica. Y un tercero, m¨¢s circunstancial e incluso epis¨®dico, pero no menos decisivo: que los pronunciamientos program¨¢ticos, ofertas apresuradas o excesos dial¨¦cticos de la campa?a electoral no hagan imposible un posterior entendimiento, sin flagrante contradicci¨®n, p¨¦rdida de identidad o esp¨²reas manipulaciones repudiables ¨¦ticamente y a la larga pol¨ªticamente infructuosas.
Podr¨ªa tambi¨¦n a?adir otro supuesto, tal vez el m¨¢s decisivo pero de formulaci¨®n tan compleja que exigir¨ªa extensas explicaciones que no son del caso exponer: la configuraci¨®n completa y consolidada de un modelo de sociedad, siempre perfectible, pero de clara identidad, que pueda servir a unos para profundizar actuaciones consolidadoras, y a otros de blanco para sus rectificaciones futuras. Conviene operar sobre algo ya nacido y estructurado al menos globalmente, sea para robustecerlo sea para pretender modificarlo.
La verdad es que no veo en este momento que se produzcan entre nosotros ninguno de estos supuesto; al menos con entidad suficiente para que puedan producirse gobiernos pluripartidistas que ofrezcan garant¨ªa de solidez y permanencia.
Experiencia verificada
La supuesta dictadura de un partido mayoritario, salvo en casos hist¨®ricos l¨ªmite como Cromwell o la Convenci¨®n revolucionaria francesa -uno anterior y otro posterior a la extremosa interpretaci¨®n de Roussseau. (v. Talmon, The origens of totalitarian dictatorship)-, poco tiene que ver con el hecho de la existencia de partidos hegem¨®nicos a los que Sartori con agudeza distingui¨® de otros an¨¢logos pero diferentes. ?sta no s¨®lo es observaci¨®n te¨®rica, sino experiencia verificada en la Europa contempor¨¢nea: laboristas o conservadores en Gran Breta?a; dem¨®cratas cristianos en Alemania e Italia; socialistas en Escandinavia; radicales y y gaullistas en Francia, han obtenido Gobiernos monocolores, homog¨¦neos y mayoritarios, en la mayor parte de los casos por in¨¢s de ocho a?os y nadie atisb¨® siquiera sombra alguna de dictadura parlamentaria.
Lo que ocurre es que, l¨®gicamente, cuando un gobierno tiene mayor¨ªa parlamentaria, impregna a su acci¨®n de gobierno de un sentido y alcance consecuente con su significaci¨®n, ideolog¨ªa, programa y compromiso electoral. As¨ª ha ocurrido en aqueillos pa¨ªses citados en las ocasiones aludidas, y en ellas la oposici¨®n ha procurado, como ten¨ªa el derecho y el deber de hacerlo, que esa acci¨®n de gobierno fuera atemperada por la legitimidad minoritaria que ella representaba. Pero no pretendi¨® antagonizar exigentemente posiciones que el partido mayoritario no pod¨ªa aceptar en bloque, sin ofrecerse en holocausto antof¨¢gico.
Tampoco -si hay casos contrarios son excepcionales y escapan a mi memoria- han ca¨ªdo en la reprobable contradicci¨®n de acusar al partido gobernante de incuiriplimiento de sus compromisos y programas, asumiendo una tutela no solicitada y ahorr¨¢ndose la meditaci¨®n sobre si el posible incumplimiento pudo tener lugar -caso de que lo hubiera- precisamente como concesi¨®n expresa o t¨¢cita a las minor¨ªas opositoras. Ni han pretendido, por ¨²ltimo, que la admisible alternativa se dispusiera a, profundas revisiones de lo actuado por Gobiernos homog¨¦neos y, monocolores precedentes. Cuando en otras latitudes oposiciones de signo contrario lo han propugnado y puesto en pr¨¢ctica, las consecuencias han sido perjudiciales, cuando no francamente desastrosas.
Los retos del pa¨ªs
No quisiera que estas l¨ªneas fueran consideradas deformaci¨®n profesional -contra la que siempre me he precavido, como rebuscada astucia, a la que soy antropol¨®gicamente al¨¦rgico- o meditada cautela, que no preciso. Naturalmente que est¨¢n escritas en funci¨®n de las elecciones inmediatas. No niego la ventaja de Gobiernos heterog¨¦neos, ni siquiera incondicionalmente propongo Gobiernos monocolores mayoritarios. Pero aconsejo al elector que al hilo de las anteriores consideraciones medite -hoy, d¨ªa de la reflexi¨®n- sobre si hic et nunc cualquier resultado que no arrojara la mayor¨ªa absoluta al futuro Gobierno ser¨ªa conveniente para afrontar los retos que exterior e interiormente tiene planteados nuestro pa¨ªs. A veces parece como si muchos esperanzados en la vida eterna -y yo lo estoy- midieran el tiempo con inclemente avaricia y celeridad, dramatizando la urgencia en rectificar lo que se ha comenzado a hacer sin grandes conmociones por opciones pol¨ªticas, que propusieron con ¨¦xito la necesidad de un cambio. Yo tengo una idea menos presurosa del tiempo hist¨®rico. Esto, dicho por un profesor ya jubilado, pudiera adolecer de optimismo exagerado. Pero ya dijo el conde De Maistre que la exageraci¨®n era la mentira de los hombres de bien, lo que nunca, como andaluz -acepto el t¨®pico-, he dejado de agradecer al autor de Las veladas de San Petersburgo.
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