La noche de Otulum / y 2
Fue efectivamente en el bar del hotel donde, al anochecer, se produjo mi reencuentro con Flores. Yo hab¨ªa estado visitando durante todo el d¨ªa las ruinas y volv¨ªa con ¨¢nimo de descansar. El piloto me hizo una se?al con la mano y me aproxim¨¦ a su mesa:-?Le han gustado las pir¨¢mides? -interrog¨®.
-Mucho. Aunque con demasiado calor y demasiados turistas.
-Siempre hay muchos. Son una peste. Pero yo vivo de esta peste -aclar¨® maliciosamente.
-No sab¨ªa que se quedaba aqu¨ª.
-S¨®lo hasta ma?ana. La vieja necesita reposo -dijo refiri¨¦ndose, seg¨²n supuse, a la avioneta-. ?Quiere tomar algo?
Ten¨ªa ante s¨ª dos envases de cerveza vac¨ªos y entre los dedos un tercero que acababa de abrir. No me atrev¨ª a decirle que quer¨ªa echarme en la cama y alegu¨¦ ¨²nicamente que iba a ducharme y a cambiarme de ropa.
-T¨®mese su tiempo -me despidi¨® condescendiente.
LA CENA
Cuando regres¨¦ al bar me di cuenta de que Flores ya hab¨ªa organizado el resto de la jornada. Propuso que nos tute¨¢ramos y a continuaci¨®n expres¨® su deseo de que comparti¨¦ramos la cena en un restaurante de Santo Domingo, el pueblo vecino a las ruinas. Yo no ten¨ªa nada que hacer, y a pesar del cansancio empezaba a encontrar l¨®gico dejarme conducir hacia una noche que promet¨ªa ser extravagante. Mientras la selva oscurec¨ªa y se desvanec¨ªa el caos sonoro de los p¨¢jaros, el camarero iba depositando en nuestra mesa sucesivas latas de Tecate. Imitaba a Flores en la ceremonia de verter sal en el dorso de la mano y unas gotas de lim¨®n en la ranura del cilindro met¨¢lico antes de sorber lentos tragos de cerveza. Apenas habl¨¢bamos: contempl¨¢bamos el desfile cansino de los indios que retornaban a sus casas con todo lo que no hab¨ªan podido vender a los turistas y de cuando en cuando intercambi¨¢bamos miradas c¨®mplices y veladamente alcoh¨®licas.
Para recorrer la escasa distancia que nos separaba de Santo Domingo, Flores insisti¨® en que mont¨¢ramos en un viejo jeep militar que completaba, junto a la avioneta, su arsenal transportista. En el camino, a unos centenares de metros del hotel, apareci¨® otra vez la colosal cabeza de piedra que yo ya hab¨ªa tenido ocasi¨®n de admirar por la ma?ana. Tenuemente iluminada como ahora estaba era todav¨ªa m¨¢s impresionante. En aquel rostro maya y terrible de descomunales proporciones resid¨ªa un dolor insondable. Ligeramente volteado hacia el cielo, con los ojos vac¨ªos e inquietantes, con los labios semiabiertos en impotente lamento, aquella expresi¨®n petrificada exhalaba un grito, por silencioso m¨¢s temible, contra la impasibilidad de la noche. No coment¨¦ nada a mi compa?ero, pero la silueta desolada de aquel rostro qued¨® grabada en mi retina.
Durante nuestra cena en el restaurante Nicte-Ha, junto a la plaza del pueblo, nos encontramos con un curioso personaje. Era un hombre delgado y cetrino con acentuados rasgos ind¨ªgenas al que Flores llamaba festivamente el maestro. Hablaba con una lentitud exagerada, repitiendo palabras con frecuencia y adoptando un tono ante el cual era dif¨ªcil discernir si se trataba de un hombre enigm¨¢ticamente sabio o pretenciosamente est¨²pido.
Tampoco la actitud del piloto para con ¨¦l me era de mucha ayuda, pues tanto se re¨ªa con descaro de algunas de sus opiniones como parec¨ªa sinceramente conmovido de otras. A medida que avanzaba la cena y la cerveza segu¨ªa desliz¨¢ndose por nuestras gargantas, el maestro -que rechaz¨® la bebida- iba conform¨¢ndose como un extra?o ser bifronte que pod¨ªa expresar con asombrosa simultaneidad la mayor sabidur¨ªa y la mayor estupidez. Sin embargo, esta sensaci¨®n, sumamente desagradable en otras ocasiones, me era en ¨¦sta, tal vez a causa del alcohol, sorprendentemente placentera. Me anim¨¦ a interrogarle acerca de la cabeza de piedra. Sus ojos bovinos no mostraron la menor sorpresa y con su habitual parsimonia dio comienzo a una prolija descripci¨®n de acontecimientos que aparentemente nada ten¨ªan que ver con mi pregunta. Alegaba con orgullo que su conocimiento de la regi¨®n era superior al de cualquier otro hombre, dando a entender, entre pausas y carraspeos, que ¨¦l participaba de un saber secreto vedado a la mayor¨ªa. Flores se re¨ªa de estas insinuaciones misteriosas, pero por otro lado lo incitaba a proseguir sus divagaciones. Por fin, tras muchos rodeos, el maestro se refiri¨® a la gran cabeza maya:
-El hombre que esculpi¨® esta cabeza tuvo la fortuna de ver en vivo a su modelo en el Salto de la Serpiente.
Al o¨ªr esta afirmaci¨®n mir¨¦ de reojo a Flores. ?ste sonri¨® e intervino para aclarar ¨²nicamente la referencia geogr¨¢fica:
-El Salto de la Serpiente est¨¢ hacia el norte, a pocos kil¨®metros de aqu¨ª.
EL GRAN GUERRERO
El piloto parec¨ªa encantado con mi sorpresa y no estaba dispuesto a otorgarme m¨¢s informaciones. Se las ped¨ª al maestro:
-?Qu¨¦ significa que vio en vivo a su modelo?
Hizo ver que dudaba, como si tuviera la exigencia de mostrarse reservado con un extra?o. Luego, tras dejarme entender claramente su deferencia, concluy¨® su relato.
-En el Salto de la Serpiente algunos hombres han podido contemplar la agon¨ªa del gran guerrero. Siempre ha sucedido al amanecer, cuando las primeras luces del d¨ªa caen sobre el r¨ªo. Yo mismo lo he visto dos veces. Una en mi juventud, y otra hace pocos a?os. Aquel escultor, siguiendo mis indicaciones -y recalc¨® este hecho-, se acerc¨® muchos d¨ªas al Salto. Hasta que al fin en una ocasi¨®n vio delante suyo, enorme y resplandeciente, la cara del guerrero. Una vez hubo logrado su objetivo se limit¨®, seg¨²n me dijo, a copiar la imagen que hab¨ªa visto.
Quise que entrara en m¨¢s detalles, pero el maestro insisti¨® en que era demasiado tarde y deb¨ªa retirarse. En efecto, el restaurante se hab¨ªa quedado vac¨ªo y el camarero, que nos miraba con odio desde la puerta de la cocina, neg¨®se a la pretensi¨®n de Flores de que nos sirviera un aguardiente. A la salida del local despedimos al maestro con ciertas reverencias atolondradas y subimos al jeep. Mi cerebro, aunque abotagado por la mezcla de fatiga y cerveza, viajaba lleno de curiosidad hacia el Salto de la Serpiente. Flores, malinterpretando mi pensamiento, debi¨® de juzgar que abominaba la idea de regresar al hotel, pues me propuso prolongar la noche en una cantina. Mir¨¦ a mi alrededor y vi con alivio que todos los establecimientos estaban cerrados. As¨ª se lo indiqu¨¦ al piloto, el cual, sin embargo, no estaba dispuesto a dejarse amedrentar por obst¨¢culos de este tipo.
-Conozco un lugar -advirti¨®- en el que podremos beber tranquilamente. Lo pasar¨¢s bien. No puede fallar.
Ante tal insistencia, mi decisi¨®n era sin duda aquella decisi¨®n que en un momento determinado de la noche debe tomar un borracho ante otro borracho de tenacidad o pesadez superiores. Lo m¨¢s notable era que aunque me sent¨ª tentado a exigirle la vuelta al hotel, un impulso indescifrable me empujaba a continuar una jornada que presum¨ªa ser interminable.
-Vamos -acept¨¦.
Flores me hizo un gui?o de aprobaci¨®n, puso en marcha el veh¨ªculo y silbando alegremente arrastr¨® mi confusi¨®n mental por las desiertas callejas del pueblo. Ya en las afuerzas llegamos a una casa prefabricada con aspecto de burdel desahuciado.
- Es aqu¨ª -me inform¨® mi acompa?ante, como si no fuera evidente que hab¨ªamos llegado a nuestro destino.
El interior de la cantina estaba compuesto por tres o cuatro mesas, una l¨¢mpara que exhalaba una luz amarillenta, dos mujeres de edad indeterminada y un viejo lleno de cicatrices. Entre las mesas, sentado en el suelo y con la cabeza clavada en el pecho, aparec¨ªa luego un cuarto habitante.
-?No ¨ªbais a cerrar, verdad? -pregunt¨® Flores con aire socarr¨®n y autoritario.
-Faltaba sacar a ¨¦ste -dijo desde?osamente el viejo, se?alando al cuerpo tumbado entre las mesas.
-?C¨®mo va el negocio? -interrog¨® ahora a las mujeres.
-Llegas tarde para remediarlo -gru?¨® una de ellas.
EL GUSANO
Mientras nos sent¨¢bamos, el piloso asegur¨® a voz en grito que ¨¦l estaba all¨ª para remediarlo todo. Pidi¨® al viejo una botella de mezcal y dos vasos limpios. Como los vasos llegaron convenientemente sucios, exigi¨® al pobre camarero que los lavara de nuevo. Yo no entend¨ªa aquella s¨²bita pulcritud en medio del desorden mugriento que nos envolv¨ªa, pero, al parecer, Flores cuidaba las formas incluso en las peores circunstancias. Cuando sirvi¨® el mezcal empec¨¦ a beber mec¨¢nicamente. Mi compa?ero vociferaba animosos brindis sobre la amistad, a los que yo respond¨ªa con veloces ingestiones que me quemaban primero la garganta y luego, como cuchillos que hieren con difuso placer, el est¨®mago. Atrapada en una trampa obstinadamente voluntaria, mi conciencia med¨ªa sus armas con aquel volumen de l¨ªquido cuyo nivel disminu¨ªa paulatinamente. Fij¨¦ mi atenci¨®n en el gusano que yac¨ªa en el seno de mi adversario. Ya no me resultaba de dudoso gusto, como antes, la costumbre de meter un gusano en el mezcal. Ahora lo encontraba un hecho l¨®gico, natural, un punto de referencia seguro en un mundo que vacilaba. Aquel obst¨¢culo inerte sumergido en la entra?a transparente del licor me causaba una enfermiza fascinaci¨®n. Por el contrario, las otras sensaciones, nacidas de una ambigua lejan¨ªa, no hac¨ªan sino reforzar la abulia de mi esp¨ªritu. Las otras escenas eran meramente espectrales. La sombra del hombre tumbado tratando de incorporarse, la mano rugosa del viejo desliz¨¢ndose por la mesa, la risa de Flores resonando en la risa ronca de una mujer. Ecos de gritos y amenazas, aromas penetrantes, colores chillones, en lenta. rotaci¨®n alrededor de un centro, inm¨®vil. Alrededor de un pozo profundo en cuyo fondo reposaba el paisaje de un cansancio infinito.
La voz de Flores se hizo bruscamente demasiado pr¨®xima:
-Eh, compa?ero.Te est¨¢s devorando la botella t¨² solito.
Hizo adem¨¢n de beber. Luego rechaz¨® la idea y agarr¨® la botella, invit¨¢ndome a salir de all¨ª. Inmediatarnente habl¨® mal del lugar, al que calific¨® de nauseabundo, y de las mujeres, a las que, seg¨²n afirm¨® con cierta ira, s¨®lo un tullido har¨ªa el amor. Le contest¨¦ que era el momento id¨®neo para llegar a estas conclusiones, pues nunca hab¨ªa dudado de su excelente gusto. Pareci¨® contento de mi comprensi¨®n y para demostr¨¢rmelo me puso afectuosamente la mano en el hombro mientras nos dirig¨ªamos dando disimulados trompicones al jeep.
-V¨¢monos a acabar el mezcal en mi habitaci¨®n -dijo una vez hubimos entrado en el veh¨ªculo.
Mir¨¦ la botella que sosten¨ªa con su mano derecha y s¨²bitamente volvi¨® a mi retina la cabeza del guerrero agonizante. Fue suficiente para decidir que el juego deb¨ªa continuar.
-?Por qu¨¦ no vamos al Salto de la Serpiente?
-?Ahora? -pregunt¨® Flores, mientras sus ojos perd¨ªan por primera vez la arrogante seguridad.
Estuvo cavilando durante unos segundos mirando a un lado y a otro. Al fin recobr¨® trabajosamente la sonrisa:
-Est¨¢s loco, pero es una buena idea. Adem¨¢s est¨¢ cerca.
Llegamos al r¨ªo por un camino intransitable. El silencio del bosque, apenas rasgado por los graznidos de las aves nocturnas, qued¨® interrumpido por el fragor cada vez m¨¢s cercano de un salto de agua. Descendimos del jeep y continuamos a pie hasta alcanzar la orilla. Tras andar un centenar de pasos se abri¨® ante nosotros una peque?a cascada por la que un afluente vert¨ªa su caudal en el r¨ªo.
-?ste es el Salto de la Serpiente -proclam¨® Flores.
Nos tumbamos en la franja de arena pedregosa que limitaba el cauce del r¨ªo. La luna, menguan te pero todav¨ªa luminosa, dejab, adivinar el choque espumoso delas aguas cruz¨¢ndose con violencia antes de huir en peque?as ondulaciones. El piloto no hab¨ªa olvidado la botella de mezcal y la hundi¨® en la arena delante nuestro, como un cancerbero de cien ojos que nos observara con sus imp¨ªos destellos. Tras un momento de duda tom¨¦ el frasco y vert¨ª su contenido en mi boca. Beb¨ª un trago interminable, con los dientes clavados en el cuello de cristal, mientras el paisaje de: la noche estallaba en pedazos y mi pecho quer¨ªa ser descuartizado por un deseo desconocido. Luego Flores tambi¨¦n bebi¨® con la misma siniestra gula con que yo lo hab¨ªa hecho hasta ultimar el mezcal.
-Me he tragado al mismito diablo -dijo con repentina furia. Supuse que se refer¨ªa al gusano, pues cuando vi que levantaba la mano para arrojarlo al r¨ªo el casco estaba completamente vac¨ªo. Blasfem¨® varias veces pero inmediatamente, en un r¨¢pido cambio de humor, quiso contarme lo bien que se encontraba. Trat¨® de reemprender sus confidencias amorosas y sus declaraciones de amistad. Sin embargo, sus palabras eran cada vez m¨¢s inconexas, m¨¢s entrecortadas. Cuando guard¨® silencio, posiblemente dormido ya, me di cuenta de que hac¨ªa rato que no le escuchaba. Le o¨ªa, mas no le escuchaba: todos mis esfuerzos se dirig¨ªan a auscultar los ritmos que la noche incrustaba en mi interior. As¨ª estuve largo tiempo hasta que una idea aterradora me paraliz¨®. Cre¨ª que la oscuridad estaba poblada de estertores y que s¨®lo desliz¨¢ndome hasta el r¨ªo podr¨ªa escapar a ellos. Me dol¨ªan los m¨²sculos de todo el cuerpo, pero reuniendo mis escasas fuerzas rept¨¦ sobre la arena. No s¨¦ cu¨¢nto tard¨¦ en llegar hasta el agua, aunque debi¨® de ser much¨ªsimo, pues antes de sumergir mi cabeza, los primeros tonos lechosos despuntaban en el cielo. Hund¨ª repetidas veces la cara persiguiendo la caricia fr¨ªa del agua. Hasta que o¨ª el grito.
EL GRITO
A¨²n hoy estoy convencido de la certeza de este grito. Instintivamente encamin¨¦ mi mirada hacia el Salto de la Serpiente y all¨ª, reflejado en la espuma azulada del amanecer, lo vi a ¨¦l. Fugaz, errabundo en la violenta verdad de un instante, apareci¨® el rostro del guerrero, sus facciones contra¨ªdas por el dolor, su expresi¨®n ennoblecida por la tristeza, el sombr¨ªo anhelo de eternidad de quien audaz, inocentemente, debe tomar el definitivo pasaje hacia la muerte.
?nicamente recuerdo que retroced¨ª como pude hasta tropezar y caer sobre la arena. Estaba al borde de la extenuaci¨®n y s¨®lo un confuso sentimiento de belleza y terror me reten¨ªa ante el vac¨ªo. Luego desapareci¨® todo.
Me despert¨¦ con la sensaci¨®n de que el sol ara?aba mis p¨¢rpados. Era ya pleno d¨ªa, hac¨ªa calor y Flores continuaba durmiendo a unos metros de m¨ª. Pens¨¦ que jam¨¢s hab¨ªa experimentado tanta necesidad de tomar un caf¨¦.
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