La ruta del marroqu¨ª
En los campos de chatarra del norte de Europa, las cosas que a¨²n pueden moverse por s¨ª mismas suben de precio al acercarse el verano: los marroqu¨ªes van a comprar. El cascajo de gomas lisas, con cuerpo ara?ado y abollado, tapicer¨ªa rasgada y olor a aceite perdido, puede emprender una vez m¨¢s la larga ruta. Con ¨¦l, el marroqu¨ª y su familia iniciar¨¢n el tropismo migratorio de est¨ªo que algunos llaman vacaciones.El marroqu¨ª Ileva el tercer mundo adherido a ¨¦l; es su piel ahumada, y su pelo, y el diente de oro en la boca mellada; y una forma de llevar holgada la ropa europea y de andar con los zapatos agrietados; una manera de pasar fr¨ªo y un poco de hambre, y de mostrar una sumisi¨®n en la que una antigua y fina educaci¨®n zamalera -de salam: el saludo que significa paz- se mezcla con el miedo, la necesidad de agradar a quien le puede despedir, negar un favor, llegar un impreso, buscarle un albergue, regalarle una camisa, pedirle los papeles, echarle de un establecimiento p¨²blico, indicarle una direcci¨®n. O solamente sonre¨ªrle.
De ¨¦l irradia hacia el exterior el tercer mundo que exuda. Su mujer, es a¨²n joven y un poco gruesa -la forma mediterr¨¢nea, de ¨¢nfora de aceite, tan apreciada de los conocedores; suele comportar el premio del buen matrimonio con un emigrante-; busca ropas que le queden largas -remedo discreto de la chilaba-, no renunciat al pa?uelo en la cabeza y, aunque no se pone el velo, se tapa instintivamtente la boca con la manto en presencia de un extra?o. Cada uno tiene el pudor donde le han ense?ado, y en las playas ¨¢rabes se puede ver musulmanas casi desnudas, pero con el velo cubriendo la cara bajo los ojos. Llevan consigo su tasa de natalidad propia, que no depende de la geograf¨ªa, como se suele creer, sino del ser humano; en el hueco l¨®brego que la gran ciudad industrial les alquila por precios disparatados se reproducen con perseverancia, y transmiten las costumbres ancestrales a sus diminutos productos. Gritan ellas de terror -con sus vocecitas agudas, infantiles, de mujeres a las que no se deja madurar- en las maternidades donde las llevan, manejadas por las matronas, que aplican sobre ellas el tratamiento estricto del libro; el doctor palpa y mira sin advertir la enorme verg¨¹enza; s¨®lo toca y ve el objeto de su oficio. Circuncidan como pueden a sus hijos -a veces, con los dientes- y entregan los peque?os metecos a la patria negruzca del suburbio, donde ir¨¢n creciendo en la rendija que hay entre dos culturas.
La suya les crece. Eso sucede con la discriminaci¨®n y el exilio; una forma de defenderse y afirmarse frente a lo que les rechaza y que es despreciado, sobre todo por los europeos pobres, que necesitan algo en qu¨¦ maginar y codificar su propia superioridad. Si en su pa¨ªs fueron tibios, en Europa se hacen integristas. Huyen del alcohol que sus rudos compafieros les quieren meter en la boca, entre risotadas; buscan la orientaci¨®n de la Meca para hacer sus oraciones, a?oran los viejos alimentos de su infancia, se cuentan entre s¨ª los cuentos de Richa Jandicha; los domingos visten sus ropas tradicionales, si las tienen; ponen el cus-cus al vapor, hacen las abluciones prescritas y buscan en la radio las canciones lejanas de Om Jalsum o del Ustad -el profesor- Farid el Atrach, que les acompa?an desde su infancia. El arrabal embarrado y triste no evoca nada: ellos lo borran. Pero para borrar bien el suburbio hace falta m¨¢s dinero. El salario es peque?o, mermado por impuestos y cuotas -para que los ni?os nazcan en la maternidad rubia-; una parte debe ir a los padres, que est¨¢n en la cabila, a trav¨¦s de indescifrables impresos de giro o por la v¨ªa negra de traficantes de dinero, que compran la divisa un poco por encima del cambio oficial. Y otra peque?a parte se guarda para la emigraci¨®n del verano. Para emprender en agosto el camino de la caravana. No suelen irjuntos, porque las gentes de las ciudades que atraviesan desconfian de ellos cuando son muchos (y tambi¨¦n cuando son uno). Cargan el coche hasta lo inveros¨ªmil, generalmente con todo lo que tienen, porque dejan su alojamiento para no tener que pagar el mes vac¨ªo (ese c¨¢lculo est¨¢ en su presupuesto). Colchones, hait¨ªes, teteras, bandejas, comida, cunas, hatos de ropa.
Bamboleante, sobre unos amortiguadores ya inarticulados, con bramidos de cansancio, el autom¨®vil entra en las grandes autopistas de la Comunidad camino del embudo de Algeciras. El fragmentito de tercer mundo se desplaza lentamente: las jornadas tienen que ser largas. Duermen en el campo, si hace calor; en el coche, si llueve. Aparecen en los bares para pedir un poco de agua y frecuentemente se les niega si no compran algo: en el presupuesto est¨¢ la botella de coca-cola, una por cada parada, En el campo, al margen de la carretera, tratan de encender una fogata para hervir su t¨¦ y calentar la conserva enlatada; las gentes les rega?an, les insultan en idiomas extra?os, se llevan el dedo a la cabeza para indicar que est¨¢n locos; o les denuncian. Aparecen los guardias de tr¨¢fico; apagan el fuego con sus botas, les conminan a seguir el camino; muchas veces no les multan, y prefieren ignorar las irregularidades de sus veh¨ªculos. Y el caravanero se pone otra vez al volante, despu¨¦s de desear la paz a quien le expulsa.
Tardan cuatro o cinco d¨ªas en llegar a Algeciras, que ya suena -el habla popular, los nombres de los pueblos- y huele a ?frica; pero all¨ª est¨¢ el embudo. Nadie tiene la culpa: ni su pa¨ªs ni el nuestro pueden poner m¨¢s transbordadores. Tendr¨¢n que esperar otros tres o cuatro d¨ªas hasta que les llegue el turno; tratar¨¢n de suplicar, de sobornar, de dar l¨¢stima; y all¨ª hasta pueden protestar y ser m¨¢s en¨¦rgicos que en el Norte. Cuando embarcan, al otro lado se encontrar¨¢n con sus aduaneros, que registran implacablemente en busca de un rico contrabando, o de divisas. O de propaganda pol¨ªtica: libia, siria, palestina, shi¨ª, rusa.
Ya est¨¢n en su pa¨ªs. ?Qu¨¦ tropismo insensato les lleva a esta migraci¨®n anual? El deseo de dejar de ser extra?os, seres temibles, pobres y oscuros; la ecolog¨ªa, a de sentirse en su marco. Sus olores: las especias, la lana cruda, las tinturas, el cuero, el excremento del asno, la carne del cordero ensartado en el pinchito churrusc¨¢ndose sobre el carb¨®n, la miel; la hierbabuena y la piedra de ¨¢mbar en el vaso de t¨¦ sobre el que danzan un par de abejas golosas. Y la algarab¨ªa del zoco, y el grito del muec¨ªn -que ya est¨¢ grabado en cintas-, y el idioma propio (pero los ni?os quiz¨¢ no lo entiendan todo y sientan que son extranjeros de otra manera), la campana del aguador, el grito del porteador -balak!- que se abre paso en las callejuelas de la medina. Todo esto hace que ya no sean inferiores: incluso son admirados, porque tienen trabajo en Europa, porque viajan. All¨ª son m¨¢s ricos.
Apenas han repostado su identidad tienen que emprender el camino de regreso; pronto, para evitar el momento en que el embudo se vuelva del rev¨¦s y les atrape en el puerto marroqu¨ª; de prisa, para llegar a tiempo de buscar alojamiento -los precios han subido-, vender el autom¨®vil -los precios han bajado- y para estar a la hora en punto de reanudar el trabajo; que no utilicen la falta para despedirles o para multarles. Cargan otra vez su tercer mundo a cuestas, con los regalos que han intercambiado, con paquetes de cus-cus, y uvas y ciruelas pasas para el cordero del primer domingo, y hierbabuena pura; los n¨®madas invierten el camino inseguro y tambaleante hacia la ciudad potente y culta que les dar¨¢ el salario: parte el alojamiento, parte para la transferencia, parte para la seguridad social, parte para cuando llegue el tropismo del verano siguiente. Lo que queda, para comer.
Ya hace fr¨ªo en el Norte, y viento de septiembre entra por las rendijas. Las paredes huelen a humedad. El hombre y la mujer se acurrucan bajo la primera manta de la temporada, y engendran bravamente. Con un instinto de especie, de tozudo tercer mundo.
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