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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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El alero de vidrio

Jos¨¦ Antonio Gabriel y Gal¨¢n naci¨® en Plasencia (C¨¢ceres). Es periodista y escritor. Autor de Descartes ment¨ªa, Un pa¨ªs como ¨¦ste no es el m¨ªo, La memoria cautiva y A salto de mata. Dirige la revista El Urogallo. El alero de vidrio es la historia de un jugador de baloncesto cuyo cuerpo oscila entre el cristal y el acero.

Yo no era un jugador agresivo, sino m¨¢s bien todo lo contrario. Se alababan mi t¨¦cnica, mi astucia, mis reflejos, pero tambi¨¦n se censuraban mi exiguo poder¨ªo, la escasa contundencia de mi comportamiento. Esto era precisamente lo que me imped¨ªa ser un fuera de serie, un producto para la NBA americana. En el baloncesto no basta con ser un artista, soy consciente de ello. Mis 2,01 no est¨¢n s¨®lidamente asentados en un corpach¨®n arrollador. Algunos comentaristas deportivos me han comparado con una espiga. Est¨¢ bien, la verdad es que mis quiebros de cintura se han hecho famosos: es un gr¨¢cil balanceo que parece dividir mi cuerpo en dos partes aut¨®nomas. Por otro lado, yo me elevo bien en los rebotes, tengo un excelente sentido de la distancia y me precio de soltar el brazo como pocos. ?Al carajo los mastodontes de la NBA y sus secuaces! Adem¨¢s, ah¨ª est¨¢n mis porcentajes en los rebotes ofensivos: ?son acaso los de un jugador que reh¨²ye el choque?A m¨ª me han colgado el sambenito de la fragilidad y nada puedo hacer contra ¨¦l. Mi mujer (que en el fondo tambi¨¦n piensa que me falta reciedumbre) se enfada con los periodistas y creo que en muchas ocasiones tiene raz¨®n. Enma vela por mi buena imagen como una hembra en celo. Controla al mil¨ªmetro las cr¨ªticas que se me hacen y, en funci¨®n de ellas, grad¨²a el trato que debo dar a los periodistas, las entrevistas que he de conceder, cu¨¢ndo y c¨®mo. Su esp¨ªritu calculador me lleva a veces a situaciones embarazosas, pero tengo que reconocer que si no fuera por ella me despedazar¨ªan entre unos y otros, pues saben que soy un hombre d¨¦bil.

LAS SETAS

Pero todo esto es agua pasada, pertenece a un mundo anterior al 5 de marzo. En esa fecha sucedi¨® algo que se?al¨® mi existencia para siempre, arroj¨¢ndome del armonioso para¨ªso en que me hab¨ªa movido hasta entonces. Era domingo. El d¨ªa anterior hab¨ªamos ganado holgadamente el partido de liga y fuimos a cenar a casa de Walter porque su mujer hab¨ªa preparado un guiso ex¨®tico con unas setas que le hab¨ªan regalado. No recuerdo bien el guiso, pero lo que jam¨¢s olvidar¨¦ es el nombre de aquel horrible veneno: amanita pantherina. Yo fui el primero en probarlo y ya not¨¦ un extra?o sabor. De inmediato ca¨ª fulminado. Eran las once de la noche y hac¨ªa un viento desapacible. Me penetr¨® un rabioso fuego, una lava arrasadora que se multiplic¨® por mis entra?as. Vomit¨¦ sobre la mesa, en el suelo, un reguero de oscuro desperdicio me acompa?¨® hasta el cuarto de ba?o, donde me desmay¨¦.

Me llevaron, ciertamente, al hospital e ignoro cu¨¢ntas perrer¨ªas me hicieron, qu¨¦ t¨¦cnicas emplearon para salvar una vida que estaba dando las boqueadas. S¨®lo tengo una lejana conciencia de que mi mirada iba y ven¨ªa en medio de una violenta tempestad. Mi cabeza naufragaba en una sensaci¨®n inmensamente repetida: se hund¨ªa bajo el agua, volv¨ªa a salir a flote en el extremo de mis fuerzas para desaparecer otra vez sin remisi¨®n. Cada emergencia era m¨¢s breve que la anterior y yo deb¨ªa gritar, sin duda, desesperado porque nadie me rescatara habiendo tanta gente a mi alrededor. Mientras me hallaba sumergido, todo era abismo, negaci¨®n, bloqueo. Cuando sal¨ªa a la superficie, recuperaba cada vez un rostro: s¨®lo recuerdo el de mi hija reflejando un p¨¢nico viol¨¢ceo. Ocurrieron muchas m¨¢s cosas, pero nada era comparable a aquella mueca infantil que pugnaba por decir algo sin que sus labios se movieran ni un ¨¢pice. El s¨ªndrome panter¨ªnico es mortal en m¨¢s del 10% de los casos. Yo estuve naufragando durante horas, ahog¨¢ndome durante semanas, en la m¨¢s absoluta de las abstracciones durante meses. No recib¨ª ninguna luz ni consuelo, nadie pudo traspasar la opaca interrogaci¨®n en que me hab¨ªa convertido.

Un d¨ªa despert¨¦ en mi propia cama y me encontr¨¦ a gusto. Mis ojos fueron a parar a la reproducci¨®n del cuadro de Turner; las tenues manchas de color me parecieron m¨¢s ben¨¦ficas que nunca. A trav¨¦s de la ventana, los edificios de enfrente eran la representaci¨®n de la conformidad razonable, de la seguridad en la geometr¨ªa. Media ma?ana, templada y c¨¢ndida, con gorriones aturdidos y canturreos en la cocina; tiempo de recogida de cerezas. Las s¨¢banas de mi cama resplandec¨ªan; mov¨ª la pierna derecha y la sent¨ª robusta; nadie me imped¨ªa sonre¨ªr, pero no lo hice por no manifestar un exceso de confianza.

La habitaci¨®n estaba limpia como una patena, tambi¨¦n yo estaba limpio y oloroso. El silencio resultaba acariciador, un rayo de sol se romp¨ªa n¨ªtido sobre mi mano huesuda. Si hubiera tenido valor, habr¨ªa ensayado un tiro a canasta. Sent¨ª un rid¨ªculo miedo a fallar. No se necesita bal¨®n para saber cu¨¢ndo has soltado bien el brazo y vas a encestar.

EL GRITO

En ese momento entr¨® Enma en el dormitorio. Enma es alta y fornida. Tra¨ªa el peri¨®dico en la mano y se acerc¨® para darme un beso.

No podr¨ªa explicar por qu¨¦ grit¨¦ de aquella manera acongojada.

-?No te acerques!

Se qued¨® paralizada a los pies de la cama, blandiendo in¨²tilmente el peri¨®dico ma?anero.

-?No me toques, Enma, por favor!

-Pero ?qu¨¦ te ocurre, cari?o?

Fue entonces cuando el zumbido en mis o¨ªdos se hizo insoportable. Lo sent¨ª como una condena inapelable. La revelaci¨®n iba acompa?ada por la certeza de un peligro de muerte: nadie pod¨ªa tocarme, mi cuerpo era de cristal.

Presa del p¨¢nico, me puse en pie y retroced¨ª hacia la pared extendiendo las manos para protegerme.

-?No te acerques, Enma, por favor, yo te lo explicar¨¦!

Volv¨ª en mis cabales. ?Qu¨¦ iba a explicar? ?Qui¨¦n podr¨ªa entender que me hab¨ªa vuelto de cristal? Me encerrar¨ªan en un manicomio. No se trataba de discutir, lo importante era que nadie me tocase. Mi fragilidad era tal que estaba seguro de que cualquier contacto me romper¨ªa en pedazos. Yo pod¨ªa estar loco, pero ?que nadie se me aproximara! Me iba en ello la vida, lo comprendieran o no lo comprendieran.

Emna reaccion¨® de la mejor manera que pudo. Intent¨® explicarme que aquello era una creencia m¨ªa sin fundamento real. Gast¨® demasiadas palabras convencionales. Tras los razonamientos ensay¨® la estrategia de la ternura, pero la conmiseraci¨®n no tard¨® en aparecer en su mirada cada vez que se descuidaba. Yo me limit¨¦ a vivir mi problema como una amenaza creciente, en espiral. Hubiera sido suicida ceder a cualquier consuelo, a la aceptaci¨®n del m¨¢s m¨ªnimo riesgo.

Mi preciosa hijita no pod¨ªa ocultar el llanto. Le inform¨¦ prolijamente de lo que suced¨ªa y logramos establecer un pacto gracias al cual se me acercaba despacio, yo adelantaba la cara y ella me rozaba con sus labios. Acab¨® d¨¢ndonos a los dos tanto miedo ese fugaz contacto que decidimos prescindir de ¨¦l. Creo que s¨®lo mi hija comprendi¨® exactamente que la m¨¢s leve brusquedad pod¨ªa quebrarme de arriba abajo.

Me hab¨ªa quedado en los huesos. Mi esqueleto parec¨ªa prolongarse m¨¢s all¨¢ de los 2,01 y la sensaci¨®n de inconsistencia se acentuaba d¨ªa a d¨ªa. Viv¨ªa mi cuerpo como un peligro real. La existencia cotidiana se convirti¨® en un martirio, los m¨¢s nimios detalles me planteaban unas dificultades casi infranqueables. Los zapatos, por ejemplo. Me negu¨¦ desde el primer momento a ponerme zapatos que, con su dureza, pod¨ªan resquebrajarme el pie. Vest¨ªa ropas holgadas, nada de cintur¨®n ni de corbata, nada que me oprimiera o violentara. La comida era otra tortura. Me resultaba imposible comer cosas s¨®lidas que tuviera que masticar; semejante ejercicio quebrar¨ªa mis mand¨ªbulas f¨¢cilmente. As¨ª, pues, me alimentaba de frutas y de l¨ªquidos que engull¨ªa con suma precauci¨®n.

Me manten¨ªa alejado de la gente, sin salir apenas de mi cuarto. Desde all¨ª o¨ªa a veces extra?os concili¨¢bulos al otro lado del pasillo, tristes murmuraciones quiz¨¢ de mis compa?eros, del entrenador o de los dirigentes del club, ansiosos por saber si hab¨ªan de considerarme un caso perdido. Era preciso que todos me olvidaran, como me hab¨ªan olvidado ya los periodistas tras la invasi¨®n brutal de las primeras semanas.

En verdad Enma fue un eficaz parachoques. Solamente fall¨® en una ocasi¨®n, una infausta tarde en que no pudo frenar a Walter, que se precipit¨® en el dormitorio con el ¨¢nimo decidido a hacerme entrar en raz¨®n. Comenz¨® a decir que me iba a demostrar en el acto que yo no era de cristal. Se me ven¨ªa encima el monstruo con sus 110 kilos, ante la mirada horrorizada de mi mujer y mi hija desde la puerta. Me sent¨ª desfallecer, incapaz de detenerle, presintiendo mi ruptura inmediata en mil pedazos. Era un tanque lanzado contra un cuerpo de fino vidrio. Le supliqu¨¦, le llor¨¦, pero Walter segu¨ªa avanzando. Me tir¨¦ al suelo, me acurruqu¨¦ tras la cortina y empec¨¦ a gritar, a maldecir, a implorarle que no diera un paso m¨¢s. Luego me desmay¨¦ y eso quiz¨¢ me salv¨¦ la vida. Francamente, debi¨® de ser una escena penosa para todos.

UNA TORMENTA

Hab¨ªa ocasiones en que la debilidad me dejaba el ¨¢nimo vac¨ªo, el cuerpo inv¨¢lido. Los d¨ªas de viento eran d¨ªas de miedo; cruj¨ªan los cristales y mis huesos. Hacia el final de la primavera, hubo una gran tormenta nocturna y yo cre¨ª llegada mi ¨²ltima hora. Los rel¨¢mpagos rajaban el cielo como una cuchilla enardecida, un l¨¢tigo de truenos descend¨ªa sobre mi piel haciendo tambalear mi estructura de vidrio. En vano me refugi¨¦ bajo la cama prorrumpiendo en agudas lamentaciones. Temblaba como un azogado, me retorc¨ªa las manos, al fin llegaba la sentencia b¨ªblica que me desintegrar¨ªa. Mi hijita adorable vino a consolarme. Tumbada en el suelo junto a m¨ª me dec¨ªa que no me preocupara, que aquello pronto pasar¨ªa, e intentaba cogerme una mano. La retir¨¦ por puro instinto de defensa, y eso me hizo echarme a llorar atribuladamente. Ni siquiera era capaz de dar ejemplo a mi hija. No pod¨ªa seguir as¨ª, pero ?qu¨¦ hacer? Mi propia fragilidad me imped¨ªa matarme, carec¨ªa de empuje para afrontar el trance decisivo. No pensaba sino en mi propia protecci¨®n. ?Cu¨¢l habr¨ªa de ser mi futuro en esas circunstancias?

La primera v¨ªctima de mi ruinosa condici¨®n era, sin duda, Enma. Desde que aparecieron los primeros s¨ªntomas, no le hab¨ªa permitido compartir la cama conmigo. Por mucha cautela que hubi¨¦ramos tenido, el miedo al contacto me habr¨ªa impedido conciliar el sue?o. Ella lo acept¨® con muda resignaci¨®n, pero yo sab¨ªa el esfuerzo que estaba realizando, las concesiones que acumulaba y que poco a poco iban minando su capacidad de resistencia. Sus ojos ya no exploraban los m¨ªos en bus- ca de alguna clave del misterio. Su comportamiento fue haciendo se cada vez m¨¢s funcional, o al menos as¨ª lo percib¨ªa yo. Pero me era imposible bajar la guardia, confiarme: en la pr¨¢ctica, mi grado de exigencia aumentaba inevitablemente. Lo sab¨ªa, estaba claro que antes o despu¨¦s llegar¨ªa la hora de la rebeli¨®n. Entonces Enma me habl¨® por primera, vez del doctor Zimmerman, un psiquiatra argentino afincado en Espa?a, una aut¨¦ntica autoridad en la materia. ?En qu¨¦ materia:? ?Es que ya hay definido un complejo de licenciado vidriera? El caso, es que, por alguna raz¨®n que ignoro, acept¨¦ visitarlo. La salida a. la calle fue una aventura cruel y peligrosa. Tem¨ªa sobre todo que alguien me reconociera y se precipitara sobre m¨ª. Enma me llev¨® en el coche, que condujo con cuidado exquisito, pues un frenazo brusco hubiera podido ser mi perdici¨®n. Los pocos metros que tuve que andar hasta el portal de la casa los recorr¨ª con el alma en un hilo, pegado a las fachadas, evitando a los viandantes, afortunadamente escasos a¨²n, mirando de reojo hacia arriba, presa de angustia ante la eventualidad de que pudiera caerme un objeto de alg¨²n tejado. Cuando llegu¨¦ a la casa sudaba copiosamente, y no era para menos despu¨¦s de haber superado una trampa mortal. Rogu¨¦ al doctor Zimmerman que no se me acercara mucho y que me dispensara de darle la mano. Era un hombre de mediana edad, de aspecto aseado y gafas profundas. Hablaba con la seguridad que da el ser argentino: despacio, modulando con preciosismo unas buenas frases mec¨¢nicas. A pesar de mis protestas, me hizo tumbarme sobre un div¨¢n; ¨¦l se sent¨® a la cabecera, de forma que no pod¨ªa verle. Parec¨ªa un simulacro para, que yo me hablara a mi mismo. Hubo grandes silencios que me permitieron aprenderme de memoria la habitaci¨®n. Se trataba de un despacho amplio, bien pensado, tenuemente luminoso, con dos ventanales estrat¨¦gicos a ambos extremos. Dominaban los objetos de vidrio y metacrilato, tales como la mesa, una estanter¨ªa, una dulce pecera redonda. Pod¨ªa haber definido aquella habitaci¨®n como pacificadora, pero no estaba dispuesto a despilfarrar mis energ¨ªas en calificaciones. Habl¨® ¨¦l, y, al poco de que yo me decidiera a hacerlo, dio por concluida la sesi¨®n con un ambiguo gesto. No supe si alegrarme por haber finalizado aquella tortura o irritarme por la humillaci¨®n de haber sido interrumpido a golpe de reloj cuando hablaba de m¨ª. Este doble sentimiento se reprodujo durante, las semanas y meses que dur¨® el tratamiento. Sea como fuere, el caso es que, poco a poco, Zimmerman, escarbando en mi c¨®digo mental, comenz¨® a sembrarme la duda. O quiz¨¢ yo me di cuenta, en un momento determinado, de que pod¨ªa estrecharle la mano, como as¨ª lo hice, sin que se me quebrara. En el fondo, v¨¦ase qu¨¦ cruel iron¨ªa, de ser de vidrio a no ser de vidrio hay s¨®lo una m¨ªnima diferencia, exactamente una peque?a vuelta de tuerca. Est¨¢ bien, me cuesta confesarlo: Zimmerman me cur¨®.

No fue f¨¢cil, pero consegu¨ª integrarme otra vez en la vida normal. Enma me recibi¨® como si hubiera vuelto de un largo viaje. Los compa?eros de equipo y los directivos se portaron muy bien conmigo. Todo hab¨ªa sido un simple par¨¦ntesis. La prensa se limit¨® a decir que me hab¨ªa recuperado de una peligros¨ªsima intoxicaci¨®n y que mi aspecto era m¨¢s vigoroso que antes. Efectivamente, recuper¨¦ el ritmo de los entrenamientos y no tard¨¦ en encontrar mi mejor forma. Pero en mi interior algo se hab¨ªa removido. Me encontr¨¦ manejando una energ¨ªa desconocida, imprevisible. Observ¨¦ que disfrutaba practicando un cierto despotismo con mi familia y con mis amigos, como si quisiera hacer pagar a alguien el da?o que me hab¨ªa sido inferido.

El cambio se not¨®, sobre todo, en mi forma de juego. Para satisfacci¨®n del entrenador, me hab¨ªa convertido en un jugador recio y contundente, una especie de energ¨²meno que no s¨®lo no rehu¨ªa el choque, sino que lo buscaba. Gan¨¦ en poder¨ªo lo que perd¨ª en calidad t¨¦cnica. Ya no era un artista, lo cual no pareci¨® importar a nadie. No hubo m¨¢s cimbreos de espiga. Lo m¨ªo era ahora la solidez, la agresividad; era un perro de presa para mis marcadores e insaciable en los rebotes.

Me regodeaba en este tipo de juego. Aprend¨ª marruller¨ªas sin cuento, met¨ªa la rodilla con gran habilidad, golpeaba a diestro y siniestro, buscaba la eficacia sobre todo. Me sent¨ªa como de hierro fundido. En mi fuero interno, lo que m¨¢s placer me causaba era el empleo de la violencia, la impunidad con que la usaba al principio, el temor que empec¨¦ a despertar en los rivales, esa dial¨¦ctica de insultos y amenazas que yo desencadenaba subterr¨¢neamente en la cancha. De ser de cristal a ser de hierro no hab¨ªa m¨¢s que una m¨ªnima diferencia.

As¨ª hasta que lesion¨¦ de gravedad al pobre Mauri. A ra¨ªz de ese incidente, todos los ojos empezaron a espiarme, descubriendo las huellas de mi nuevo estilo de juego. Lesion¨¦ a varios contrarios m¨¢s y llegaron las primeras advertencias, las primeras amonestaciones y expulsiones. Pero yo segu¨ªa obcecado, obediente a mi c¨®digo reci¨¦n adquirido. En realidad estaba comenzando a vivir y no iba a parar por el hecho de que los espectadores se enfangaran conmigo llam¨¢ndome asesino.

Bueno, ya todo acab¨®. Me apartaron del equipo. He perdido la respetabilidad, todo a mi alrededor se ha vuelto turbio y visceral. Jam¨¢s pude imaginar que algunas personas reaccionaran as¨ª, cuando fueron ellas las que me empujaron a encallecer mi identidad. Mi mujer ha, pasado de sentirse defraudada al desapego m¨¢s absoluto, como si de repente hubiera descubierto en m¨ª a un endemoniado. M¨¢s a¨²n me duele la actitud de mi hija, mi adorable hijita, que ni siquiera me dirige la palabra y que seguramente est¨¢ sufriendo la p¨¦rdida del padre que ella imaginaba tener. Apenas veo ya a los compa?eros de equipo y es mejor as¨ª; s¨¦ que me evitan, que queman acusarme de muchas cosas y no se. atreven.

EL PSIQUIATRA

Cargado con todas estas razones, me fui a casa de Ziminerman y le exig¨ª responsabilidades. Comprendo que estaba un tanto desquiciado, pero al fin y al cabo fue ¨¦l quien me sac¨® de mi cuerpo de cristal, y yo reivindico, al menos, ese cuerpo de cristal. Los c¨®digos forman la creencia, pero todo c¨®digo es modificable. No me trat¨® como a un paciente, ni siquiera me hizo tumbar en el div¨¢n. Hablamos de pie, con ausencia total de bellas frases. Ambos fuimos descarnados en nuestras recriminaciones, que por su parte estaban te?idas de insidia. Zimmerman no era aficionado al baloncesto y por tanto no pod¨ªa juzgarme. No tuve m¨¢s remedio que aplicarle mi esquema de juego. Le golpe¨¦ con un grueso cenicero de cristal y cay¨® sobre la pista fulminado, uno m¨¢s. Luego me dediqu¨¦, en un estado de curiosa exaltaci¨®n, a destruir todo aquel ambiente pacificador. Hice pedazos la estanter¨ªa y la mesa de metacrilato, los marcos de las fotografias, las figurillas de vidrio; arroj¨¦ contra el suelo la pecera, y sus peque?os habitantes bailaron la milonga sobre la moqueta. Yo quer¨ªa sobre todo aniquilar el c¨®digo, borrar las huellas mentales, aplazar por un tiempo m¨¢s la vieja creencia, sanear mi cuerpo de toda contaminaci¨®n. Yo qu¨¦ s¨¦ lo que quer¨ªa. Probablemente ya estaba preparado para jugar en la NBA.

Penetr¨¦ en el ascensor y ¨¦ste se puso a vibrar de manera alarmante, bajaba tembloroso, yo dir¨ªa que sin control. Nada pod¨ªa hacer. Me precipitar¨ªa en un infierno o me quedar¨ªa entre dos pisos sepultado hasta la asfixia. Un silbido afilado, cada vez m¨¢s intenso se me infiltr¨® en la cabeza, una bandada de aguijones martille¨¢ndome las sienes, recorriendo el interior de mis huesos hasta dejarlos vac¨ªos. Era preciso huir, alejarse de all¨ª. Sal¨ª a la calle asediado, pero hube de pararme ante la intensidad de los zumbidos. Me cimbreaba como una espiga de vidrio y comenc¨¦ a gritar que no se acercara nadie a m¨ª, que nadie me tocara, por favor.

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