V¨ªa muerta
ALEJANDRO G?NDARAAlejandro G¨¢ndara, nacido en Santander en 1957, es novelista. Ha publicado los relatos La media distancia, que obtuvieron el premio de novela Prensa Canaria, y Punto de fuga. En V¨ªa muerta se nos cuenta la historia de una pareja, que llega a una casa en el campo, hasta conseguir, en una atm¨®sfera extra?a y desconcertante, la conversi¨®n de un proyecto de idilio en un infierno de soledad.
Llegaron de madrugada, algo despu¨¦s de divisar la luz del tejadillo que se?alaba la casa. Por las ventanillas del coche entr¨® eLolor a humedad y el rumor oscuro de la alameda. Una hora m¨¢s tarde estaban ya tendidos en la cama, prepar¨¢ndose para una noche sin ruidos, un poco vertiginosamente suspendidos de aquel silencio rural y absorbente. Lo hab¨ªan conseguido: una casa en el campo donde quedarse solos y detener, por breve que fuera el per¨ªodo, el tiempo acelerado de una vida en la que las cosas se suced¨ªan sin espanto y sin pre¨¢mbulos.Esperaban mucho de ese plazo que hab¨ªan dado a la soledad. Jaime esperaba demostrar que a¨²n era capaz de ocuparse de su mujer, de hablar, de estar a solas, y que s¨®lo las circunstancias -y la concentraci¨®n en el esfuerzo por labrarse un porvenir en el que fracasaban los que no consegu¨ªan hacer acopio de energ¨ªas y orientarlas en una sola direcci¨®n- eran las responsables de su apartamento, casi de su aislamiento, de los ¨²ltimos tiempos. ?l lo consideraba la maldici¨®n de su mundo. Un mundo que les llenaba de necesidades y de exigencias, pero tambi¨¦n de compensaciones.
No s¨®lo se hab¨ªa olvidado de ella; tambi¨¦n se hab¨ªa olvidado de s¨ª mismo y confiaba en hacer que ella lo entendiera.
Luc¨ªa esperaba volver a descubrir la emoci¨®n secreta de los primeros encuentros. Y si no la emoci¨®n, por lo menos aquello que la hab¨ªa estimulado hasta darle la forma de un amor juvenil que concluy¨® muy pronto en matrimonio. Dudaba de su amor, pero confiaba en que una observaci¨®n m¨¢s atenta del hombre con el que viv¨ªa habr¨ªa de poner ante sus -ojos, como cuando se abre un viejo arc¨®n, el brillor antiguo y eficaz de lo que en otro tiempo la hab¨ªa deslumbrado.
Esa noche no buscaron el abrazo. Hacerlo hubiera sido como desempolvar un recuerdo de los sentidos con cuerpos mutuamente desalentados. Conflaban en la ilusi¨®n y en la estrategia para despertarla, y esa noche adoptaron t¨¢citamente la decisi¨®n de no entregarse todav¨ªa. Empezar¨ªan al d¨ªa siguiente.
Por la ma?ana, Jaime se levant¨® con el cuerpo revuelto, resultado del viaje, pens¨®, y del cansancio atrasado. Anduvo un rato por la casa sin encontrar a Luc¨ªa.
Luego sali¨® a la terraza y la luz del sol le molest¨® con su reflejo canicular de cielo sucio. Volvi¨® a entrar en la casa y se derrumb¨® en el sill¨®n. Se qued¨® all¨ª, contemplando las paredes desnudas con una sensaci¨®n de agobio en la que se mezclaba su estado fisico y la ausencia inexplicable de Luc¨ªa.
La hubiera querido all¨ª, con el desayuno preparado y la sonrisa acogedora de las ma?anas. Ella sab¨ªa que por las ma?anas ¨¦l necesitaba ciertas cosas para ponerse en marcha, peque?as cosas establecidas sin las cuales ten¨ªa la sensaci¨®n de que todo esfuerzo carec¨ªa de sentido. No sab¨ªa por qu¨¦ pero necesitaba despertarse y notar alguna cercan¨ªa. No de cualquiera, por supuesto, sino la de quien pudiera proporcionarle la intimidad protectora de esas horas en que todo queda por delante.
RITOS DE HOGAR
Puede que fuera el resultado de alg¨²n abandono de la infancia o de cualquier otra cosa por el estilo, pero el hecho es que sin darse cuenta hab¨ªa ordenado su vida en torno a esa necesidad. Los ritos de un hogar convencional y los del trabajo llenaban el espacio vac¨ªo de aquella soledad inconsciente, sin demasiada intensidad, bien cierto era, pero tambi¨¦n sin ning¨²n dolor. Contemplando aquellas paredes desnudas como se contempla una obsesi¨®n, not¨® que la sensaci¨®n se hab¨ªa repetido, sin que pudiera precisarla del todo, en los ¨²ltimos meses.
Luc¨ªa ya no se levantaba con ¨¦l, como al principio. Jaime encontraba el caf¨¦ caliente en aquel termo ¨²ltimo modelo y las rebanadas de pan colocadas ya en el plato. Para ella, el hecho hab¨ªa significado un despego necesario de los h¨¢bitos que la ataban a ¨¦l, sin mayores consecuencias, tambi¨¦n era verdad, sin ninguna pretensi¨®n m¨¢s que la de aspirar a un ritmo y a un orden de cosas propio. Luc¨ªa ignoraba si ¨¦se era el primer paso hacia la independencia definitiva; se hab¨ªa limitado a explorar simplemente algunas posibilidades con las que, sin riesgos absurdos, se sent¨ªa mejor.
Su mujer regres¨® al cabo de media hora con un cesto de fresas del mercado del pueblo. Ven¨ªa fresca y sonriente como esas aldeanas rom¨¢nticas que salen en las pel¨ªculas. Llevaba un vestido de flores que Jaime no hab¨ªa visto nunca, y la escena, en conjunto, le result¨® desagradable. Quer¨ªan empezar de nuevo y ella se saltaba aquella m¨ªnima exigencia de acompa?arle en el despertar. La sonrisa le hiri¨® de una forma desordenada y profunda. Dijo "buenos d¨ªas" y luego se fue canturreando a la cocina algo que Jaime tampoco hab¨ªa escuchado antes. Desde la cocina le pregunt¨® si quer¨ªa fresas. Y Jaime, en un impulso que le caus¨® extra?eza a ¨¦l mismo, se limit¨® a salir a la terraza y a dejar la pregunta sin contestaci¨®n. El sol volvi¨® a hacerle da?o, pero sent¨ªa una ¨ªntima aversi¨®n a volver a traspasar los umbrales del sal¨®n para encontrarse otra vez con la misma pregunta. En el fondo, deseaba volver a escucharla, y al no suceder as¨ª lleg¨® a la conclusi¨®n de que su mujer simulaba una indiferencia agresiva, que su comportamiento general en los ¨²ltimos tiempos ten¨ªa que ver con alguna clase de simulaci¨®n que dejaba sus huellas en la forma de re¨ªr, de cantar y hasta de vestirse.
Cuando ya no pudo aguantar m¨¢s el sol, volvi¨® a entrar y encontr¨® las bandejas del desayuno sobre la mesa. Luc¨ªa apareci¨® por la puerta de la cocina y se sent¨® frente a la de las fresas. Dud¨® en seguirla. No hab¨ªa dicho que no quer¨ªa fresas. Luc¨ªa interpretaba su silencio y le castigaba por ¨¦l. Se sent¨® sin decir palabra y dispuesto a revolverse a la menor ocasi¨®n. Ella tom¨® tranquilamente su desayuno, dejando en el aire, algunas observaciones casuales sobre el tiempo y el estado de la casa, que ¨¦l dej¨® sin comentario. Su silencio no parec¨ªa importarle; de hecho, sus observaciones cumpl¨ªan la funci¨®n de desviar el asunto decisivo de las fresas. Ella ten¨ªa fresas y ¨¦l no, y ni siquiera las hab¨ªa rechazado de palabra.
VERTIGO
Luc¨ªa recogi¨® las bandejas y desapareci¨® en lacocina. All¨ª not¨® que su optimismo matinal empezaba a apagarse. Lo not¨® de repente, al descargarse del peso de las bandejas y, quiz¨¢, al descargarse del peso de la presencia de Jaime. En aquel momento de soledad y distensi¨®n pudo contrastar el esfuerzo que le costaba la presencia del marido. Los silencios habituales, las preguntas sin respuesta, formaban parte ya del contenido de las cosas comunes. Lo peor era que ¨¦l la arrastraba y que ella no ten¨ªa ninguna capacidad de maniobra, le faltaba aliento para enderezar las cosas y para empujar. a Jaime en otra direcci¨®n en esos m¨ªnimos instantes en que debiera contagiarle su entusiasmo para no caer en el pozo de siempre. La falta de ese aliento quiz¨¢ fuera la falta de amor, ese cansancio quiz¨¢ s¨®lo fuera esa reserva de energ¨ªas de que hacen acopio los supervivientes en previsi¨®n de un momento cr¨ªtico o simplemente en previsi¨®n de un in¨²til y desolador desgaste. Cuando regres¨® alsal¨®n, Jaime ya no estaba en ¨¦l. Ni en el resto de la casa. Hab¨ªa tomado el sendero de la alameda acuciado por la necesidad de alejarse y de desatar los nervios como prevenci¨®n a una mala jugada. En esos casos la realidad m¨¢s intensa siempre acababa por transformarse en una fantas¨ªa de la misma intensidad, y una vez que la fantas¨ªa tuviera implantadas sus reglas ya nadie ser¨ªa due?o de sus actos. Este ¨²ltimo pensamiento vino acompa?ado de una especie de v¨¦rtigo que se a?adi¨® a la n¨¢usea sofocada del despertar.
Traspasada la primera hilera de ¨¢lamos se volvi¨® para mirar la casa. No vio a Luc¨ªa. Hab¨ªa esperado que le buscara, que saliera de la casa y tal vez que se encaminara por el mismo sendero. Estuvo mucho tiempo mirando fijamente la casa en aquella inmov¨ªlidad silenciosa y aplastante del sol.
Luc¨ªa subi¨® al dormitorio, cogi¨® la cajetilla de cigarrillos y volvi¨® a bajar al sal¨®n. Se sent¨® en el suelo y empez¨® a fumar. Le fue apartando poco a poco de su pensamiento. Quer¨ªa concentrarse en el hecho de estar all¨ª sentada, fumando, concentrarse incluso en su propio aislamiento, del que parec¨ªa sacar fuerzas. Luego se levant¨® y anduvo hasta el ventanal. No hab¨ªa nadie en aquel campo sin l¨ªmite que rodeaba la casa. Se qued¨® mirando fijamente aquella soledad en la que nada iba a moverse nunca. Por una rara aunque frecuente prolongaci¨®n del sentimiento que produc¨ªa en ella el paisaje, empez¨® a sentirse sola, desnuda de lo que le pertenec¨ªa, abandonada en mitad de] yermo sin ning¨²n recurso y sin ninguna explicaci¨®n. Sigui¨® fumando delante del ventanal, hundi¨¦ndose cada vez m¨¢s en aquella sensaci¨®n que tiraba de sus pies hacia el centro de alguna profundidad temible. Al cabo de un rato la rigidez que hab¨ªa ido trepando por su cuerpo hizo que dejara caer el c¨ªgarrillo que sujetaba con los dedos. Se pregunt¨® si ser¨ªa capaz de darse media vuelta y dejar de mirar por el ventanal. En ese inomento se escuch¨® un portazo que la sacudi¨® como si el golpe lo hubiera recibido ella. Se volvi¨® lentamente para encontrar los ojos de Jaime que la atravesaron como un cuchillo. Sinti¨® que la punta del cuchillo llegaba hasta el fondo. Tuvo miedo, y la sorpresa de tenerlo, de aquella forma inespe-rada, de su propio maricio con la transfiguraci¨®n que la emoci¨®n produce en su propia causa, la sorpresa de tenerlo, m¨¢s que la convulsi¨®n misma, fue lo que estuvo a punto de hacerla huir como se huye de un peligro mortal. Pudo ser el efecto retardado del ruido de la puerta, que pareci¨® llegar de un mundo extra?o a aquel otro mundo del ventanal. O pudo ser la mirada de Jaime, aniquilando la in¨²til esperanza de empezar de nuevo como si nada hubiera pasado y nada hubiera dejado la se?al inconfundible del fracaso. 'Era como si, al quedarse solos, todas las m¨¢scaras y disuasiones cotidianas, todas las desviaciones que el peligro y la falta de amor hab¨ªan tomado para no manifestarse en toda su crudeza, se derrumbaran por completo y descubrieran toda la desnudez de dos miradas irreconciliables. Luc¨ªa lo supo gracias a la perspectiva exacta y panor¨¢mica del miedo. Desvi¨® la mirada y fue subiendo con una prisa contenida los escalones hacia el piso superior.
FURIA
Al comprobar que Luc¨ªa le evitaba de nuevo, por tercera o cuarta vez en aquella ma?ana, Jaime apret¨® los pu?os en un deseo mal refrenado de golpearla hasta obtener esa verdad oscura que imaginaba secretamente escondida en el coraz¨®n de su mujer. Volvi¨® a pegar un portazo y desapareci¨®. ?Para qu¨¦ hab¨ªa ido all¨ª? ?Por qu¨¦ le confund¨ªa? Anduvo por los alrededores sin encontrar nada en que descargar la furia mientras la violencia bombeaba con fuerza en las paredes de su cuerpo.
Ninguno de los dos apareci¨® por el sal¨®n a la hora de comer. Luc¨ªa se hab¨ªa encerrado en un cuarto trastero y aquel encierro provocado por ella misma se fue convirtiendo con el paso de las horas en tina c¨¢rcel real donde el prisionero, calculaba las posibilidades de evasi¨®n al tiempo que sufr¨ªa la intensa consciencia de los cerrojos y de los guardianes.
Jaime acab¨® por refugiarse en la alameda, merodeando entre las sombras corno una fiera depredadora que espera la oportunidad de saltar sobre una presa incierta que todav¨ªa no ha hecho su aparici¨®n.
La ausencia de ambos a la hora de la comida fue la renuncia a cualquier posibilidad de tregua, a la vez que se dejaba la puerta abierta a todas las posibilidades restantes. A lo largo de la tarde, el otro termin¨® por convertirse en el extra?o que hab¨ªa irrumpido en aquella esperanzada soledad y se hab¨ªa adue?ado de un espacio que no le correspond¨ªa, el espacio de la casa, el espacio del tiempo que ten¨ªa asignado para ultimar su proyecto. Ninguno ten¨ªa ya nada que ver con el que les hab¨ªa acompa?ado durante el viaje, c¨®mplice y compa?ero de aquella pretensi¨®n compartida. Era m¨¢s bien un tercero que hab¨ªa invadido la intimidad y el retiro de la pareja.
La tarde fue cayendo abruptamente, con prisa, como si acompa?ara a sus protagonistas en el deseo de concluir la encrucijada del d¨ªa. -
Jaime sali¨® de la alameda decidido y sin objeto, tomando la decisi¨®n por el prop¨®sito mismo, desconociendo la fuerza que le empujaba a salir y lanzarse por el camino de la casa. Al llegar a ella tuvo la, evidencia moment¨¢nea de no saberlo que estaba haciendo. La noche se despegaba con la humedad recelosa del suelo. No se atrevi¨® a entrar. Fue rodeando la casa como un gato ante una trampa tentadora. Luc¨ªa le vio desde la ventana del trastero, inquietada por aquella aparici¨®n imprevista merodeando calculadoramente en torno a ella. Sinti¨® la necesidad repentina de defenderse y de no conceder ninguna ventaja al acechante. Mir¨® alrededor suyo y busc¨® nerviosamente el contacto seguro de alg¨²n objeto, sin entender qu¨¦ buscaba ni para qu¨¦, pero con la impresi¨®n de que sus manos necesitaban palpar, moverse. Un momento despu¨¦s se hab¨ªa detenido para comprobar que la angustia trepaba como una enredadera hasta la garganta, dejando abierto un m¨ªnimo paso de aire estrangulado por la precipitaci¨®n. El cuarto estaba a oscuras, pero no cruz¨® por su cabeza la idea de salir al pasillo y hacer girar la llave de la luz. Se sent¨ªa bien en su encierro, a cubierto de todo, con el manto protector de la oscuridad.
Al apoyarse, las manos tropezaron con algo y se quedaron aferradas a ello con cierta congoja en el que se mezclaba el gozo de haberlo encontrado y la angustia de su eficacia.
EL INTRUSO
Se escuch¨® el pestillo en la puerta del piso bajo. Luc¨ªa contuve, la respiraci¨®n y agrand¨® los ojos en un reflejo autom¨¢tico, como, si pudiera escuchar a sir trav¨¦s. Hubo un silencio espesor qui transcurri¨® lentamente. Luc¨ªa se ibe acercando a la puerta, con las dos manos atenazando el objeto con la fuerza que le prestaba aquella solidez helada y cortante. Luego sonaron los pelda?os de la escalera. ?tro silencio. Escuch¨® las bisagral de la puerta del dormiitorio y a continuaci¨®n el portaZO. El ruido de las pisadas iba de un lado a otro, sin direcci¨®n. De pronto, algo parecido a un taconazo, el silencio y unos pasos que se acercaban hasta la puerta del trastero. Antes de que todo hubiera pasado, de que se abriera la puerta a unos cent¨ªmetros apenas de su cara y ella se lanzara casi de bruces sobre la sombra que escudri?aba la oscuridad, con el objeto agarrado a la altura del vientre y se?alando con su punta la silueta del lado opuesto, antes de que decidiera que aquella era la ¨²nica nianera de salir del encierro con la dignidad de los hechos definitivos, Luc¨ªa escuch¨® la respiraci¨®n del intruso al otro lado de la puerta y sinti¨® que lo que iba a ocurrir formaba tambi¨¦n parte de sus vicias, como el silencio y la rabia.
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