El esclavo liberto
Bueno, ya lo sab¨ªamos. Somos rehenes desde hace unas cuantas d¨¦cadas y hasta hemos aceptado esa condici¨®n con cierta complacencia a cambio de algunas ventajas. Entre ellas, y no desde luego la menor, la de que resulta bastante m¨¢s c¨®modo y, sobre todo, mucho m¨¢s barato entregar nuestra seguridad a protectores lejanos a costa de sacrificar un poco de orgullo y un mucho de siglos de historia. Cuando hablo de nosotros me refiero, naturalmente, a los pobres europeos de esta segunda mitad del siglo.Ocurre, sin embargo, que empezamos a inquietarnos cuando alguien o algo -l¨¦ase crisis con Libia, cumbre de Reikiavik- nos recuerda nuestro papel de subalternos de lujo en un mundo donde somos llamados a compartir decisiones y casi nunca a tomarlas. Somos as¨ª como el esclavo liberto de un antiguo patricio romano a quien incluso se le ha reservado un puesto en la mesa de los se?ores, cuya magnanimidad le ha ido convirtiendo en consejero y hasta en amigo indispensble, pero a quien, de vez en cuando, conviene recordar cual es su puesto real. El escritor italiano Luigi Barzini, en una frase que ya he visto reproducida en los ¨²ltimos meses en m¨¢s de una ocasi¨®n, lo describ¨ªa as¨ª: "Los europeos hemos sido reducidos al papel de los griegos en el Imperio Romano. La funci¨®n m¨¢s ¨²til que pueden realizar hoy en d¨ªa un italiano o un franc¨¦s es ense?ar a un norteamericano o a un japon¨¦s cu¨¢l es la temperatura a la que se debe servir el vino tinto".
Pero, ?hemos sido reducidos o nos hemos reducido nosotros mismos? El sistema de dos superpotencias repartiendose el mundo tiene apenas cuarenta a?os de existencia y los europeos no somos en absoluto ajenos a su aparici¨®n primero y, m¨¢s tarde, a su consolidaci¨®n ?Ser¨ªa enojoso recordar que Europa fue el imperio central hasta 1914 y que su primera gran guerra propici¨® la emergencia de un nuevo imperio perif¨¦rico y el fin del aislamiento de otro; que la segunda gran guerra iniciada en Europa se extendi¨® a otras tierras y a otros mares y contribuy¨® a consolidar ambos imperios perif¨¦ricos; y, finalmente, que el miedo a un rearme alem¨¢n -sobre todo por parte de brit¨¢nicos y franceses- fue una de las causas por las que se frustr¨® alg¨²n que otro intento de posguerra de crear un sistema de defensa en Europa Occidental mientras el imperio sovi¨¦tico establec¨ªa sus posiciones m¨¢s adelantadas apenas a 200 kil¨®metros del Rin? Lamentarse a estas alturas de la falta de un sistema defensivo genuinamente europeo es, cuanto menos, un ejercicio de retromasoquismo; invocar la oportunidad de recrearlo cuarenta a?os despu¨¦s, cuando todo el sistema defensivo mundial se asienta sobre la capacidad que cada una de las superpotencias tiene para disuadir a la otra de que si es atacada se producir¨ªa el holocausto mundial (la denominada mutua destrucci¨®n asegurada), es una ingenuidad por no decir una sencilla estupidez.
As¨ª que entregamos nuestra seguridad, o gran parte de ella, a Estados Unidos -no desde luego sin criticar al mismo t¨ªempo su rearme- en un acto deliberado de renuncia a parte de nuestra soberan¨ªa y de un protagonismo hist¨®rico de dos milenios. Eso s¨ª, nos ahorramos un dinerito. Ahora hay quien lo lamenta, sobre todo los paneuropeos de nuevo cu?o. Pero hay razones para temer que, en unas cuantas d¨¦cadas, va a ser muy dificil arreglar las cosas por ese lado.
Dec¨ªa al principio que hab¨ªamos sacrificado un poco de orgullo. Nos queda todav¨ªa bastante y de eso vamos viviendo. Nuestra antigua cultura es el b¨¢lsamo con el que curamos las llagas que producen en nuestra dignidad de viejos sabios las descomposturas de unos nuevos ricos desma?ados y patanes. Somos los depositarios de una herencia sin parang¨®n en la historia de la humanidad y con ello consideramos que tenemos garantizado un puesto al sol por los siglos de los siglos. Y, aunque nuestra cultura es ya bastante vieja y las telara?as y el polvo van cubriendo poco a poco lo que queda de los c¨®ices y pergaminos donde se contaban las haza?as de nuestros antepasados, nos sentimos a gusto en este oscuro rinc¨®n de la biblioteca familiar. S¨®lo que ese ¨²ltimo reducto est¨¢ a punto de ser invadido. Al paso que vamos la cultura europea dejar¨¢ de serlo tal como hasta hoy la concebimos antes de que pasen unas generaciones m¨¢s. O bien se convertir¨¢ en la cultura de resistencia de una poblaci¨®n reducida a minor¨ªa en lo que fue su propio suelo, o bien tendr¨¢ que desle¨ªrse en los nuevos caldos de quienes no dejan de acampar en nuestro continente huyendo del hambre y de la Edad Media. Hace 25 a?os la poblaci¨®n europea era aproximadamente un 15% de la poblaci¨®n mundial. Un c¨¢lculo de la dem¨®grafa francesa Evelyne Sullerot, citado por la revista Newsweek hace dos a?os, establec¨ªa que s¨®lo uno de cada 20 habitantes del planeta ser¨ªa europeo para mediados del pr¨®ximo siglo. Seg¨²n estudios del Banco Mundial y del Consejo de Europa citados por el semanario The Economist, s¨®lo uno de los grandes pa¨ªses de Europa Occidental, Espa?a, ten¨ªa una tasa de sustituci¨®n de la poblaci¨®n (se estima que se mantiene la poblaci¨®n cuando nacen 2,1 ni?os por mujer) igual a cero, mientran que en el resto esa tasa es negativa. De acuerdo con la misma publicaci¨®n, hoy en d¨ªa seis pa¨ªses europeos (de las dos Europas, en este caso) se encuentra entre los 20 m¨¢s poblados del mundo; para el a?o 2020, s¨®lo ser¨¢n dos y ninguno de ellos europeo a parte entera: la URSS y Turqu¨ªa. Una marea humana hambrienta se agolpa ante nuestra frontera en busca de qu¨¦ comer. Son muchos m¨¢s y les cuesta perder sus costumbres. La identidad cultural europea, tal como ha sido entendida hasta ahora, pasar¨¢ a ser dentro de no mucho una p¨¢gina m¨¢s de nuestra gloriosa historia. M¨¢s aun, ser¨¢n otros los europeos y nosotros, los de ahora, tal vez s¨®lo una reliquia antropol¨®gica. Por ese otro lado, pues, la cosa tampoco parece tener un f¨¢cil arreglo.
Tenemos perdida sin remedio la batalla de la demograf¨ªa y amenazada, consecuentemente, nuestra reserva cultural, pero hasta hace pocos a?os pod¨ªamos todav¨ªa aspirar a mantener nuestra situaci¨®n de privilegio en el mundo gracias a nuestra relativa posici¨®n de potencia econ¨®mica. No somos los m¨¢s ricos, pero somos mucho m¨¢s ricos que aquellos que se ven obligados a malvender sus riquezas naturales por un plato de lentejas. Sin contar con que el desequilibrio demogr¨¢fico y, por consiguiente, la progresi¨®n geom¨¦trica de la geografia del hambre pueden acabar tr¨¢gicamente con el precario sistema econ¨®mico actual, la verdad es que Europa est¨¢ cada vez m¨¢s lejos de los centros reales de poder econ¨®mico y financiero. La renta per c¨¢pita de Jap¨®n acaba de sobrepasar a la de Estados Unidos, que a su vez es bastante m¨¢s alta que la media europea. A una tasa de crecimiento anual pr¨®ximo al 6%, los peque?os pa¨ªses asi¨¢ticos que siguen la estela del monstruo nip¨®n -Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong- pueden pasar a los pa¨ªses europeos y alcanzar a los Estados Unidos para la segunda d¨¦cada del pr¨®ximo siglo. Toda una corriente de opi-
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ni¨®n p¨²blica norteamericana tiende a situar cada vez m¨¢s a la cuenca del Pac¨ªfico como el futuro centro del desarrollo mundial, siguiendo en el terreno econ¨®mico las previsiones estrat¨¦gicas de los generales de la Guerra del Pac¨ªfico. La ¨²ltima etapa de prosperidad europea, la que corresponde a estos ¨²ltimos a?os de recuperaci¨®n, se debe en gran medida, seg¨²n los expertos, a la capidad de arrastre de la econom¨ªa norteamericana, de tal forma que en cuanto ¨¦sta ha comenzado a estornudar como consecuencia de sus pecados originales -elevad¨ªsimo d¨¦ficit y desastroso balance del comercio exterior- en las capitales europeas ya estamos todos bastante resfriados.
Para hacer frente a toda esta marea que nos va relegando poco a poco, pero inexorablemente, a un papel de segundones, los pa¨ªses de la Europa Occidental no han podido alumbrar en estas ¨²ltimas cuatro d¨¦cadas m¨¢s que una bien modesta instancia unitaria, la Comunidad Europea. Meritoria labor, sin duda, la de haber podido dar a luz un centro com¨²n de decisiones -por imperfecto que sea- en un continente agarrotado por orgullosos nacionalismos centenarios; pero peligrosamente insuficiente para recoger el guante de los desaf¨ªos que se nos vienen encima. S¨®lo desde dentro de Europa no se ve a Europa como un todo. Habitualmente, cuando un americano, un africano o un japon¨¦s viajan a cualquiera de nuestros pa¨ªses no dicen que van a Francia, Espa?a o Alemania, sino que van a Europa. En ocasiones resulta in¨²til pedir m¨¢s concreciones: Europa es un lugar tan perfectamente caracterizado que mayores precisiones tal vez les inducir¨ªa a confusi¨®n. Desde aqu¨ª, desde dentro, las diferencias parecen sin embargo insalvables. Despu¨¦s de aplazar una decisi¨®n en varias ocasiones, la cumbre de la CEE aprob¨® el pasado diciembre unas t¨ªmidas reformas en el Tratado de Roma para reforzar las instituciones comunitarias. Y aunque las medidas aprobadas est¨¢n muy lejos de las propuestas en el informe Dooge (nombre del irland¨¦s presidente del comit¨¦ que lo redact¨®), su aprobaci¨®n ahora por los 12 parlamentos nacionales suscita la descomunal oposici¨®n de quienes piensan -y son muchos- que se trata de una cesi¨®n intolerable de soberan¨ªa. Mientras los consejos de ministros de la Comunidad invierten la mayor parte de sus discusiones en repartir la caja de ese a?o y decidir cu¨¢nto dinero debe tener la del a?o siguiente, el mundo avanza a su alrededor. Mar¨ªa Antonietta Macciochi se lamentaba hace unos meses en este mismo peri¨®dico de que una reuni¨®n de ministros de Asuntos Exteriores de la CE sobre una gran crisis mundial dura mucho menos que una de ministros de Agricultura destinada a repartir las gravosas subvenciones a los car¨ªsimos productos del exhausto campo europeo. Una idea que resume, con toda precisi¨®n, la desafortunada trampa en la que parece que hemos ca¨ªdo.
No somos due?os de nuestra seguridad, apenas de nuestra econom¨ªa y, dentro de unas generaciones, puede que no lo seamos de nuestra cultura. Pero tampoco de nuestras fronteras, aunque de esto ¨²ltimo s¨®lo hemos empezado a darnos cuenta despu¨¦s del accidente de Chernobyl. Al final, ?qu¨¦ nos pertenece?; que es tanto como preguntarse ?qu¨¦ somos?. Pues, por ahora y si esto no cambia mucho, somos algo as¨ª como el escenario de guerra m¨¢s caro de la historia de la humanidad.
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