El emperador est¨¢ desnudo
Durante los seis primeros a?os de su mandato el presidente Reagan recibi¨® un trato especial¨ªsimo de los medios de comunicaci¨®n, de los c¨ªrculos de poder, de la opini¨®n en general trabajada por esos mismos fabricantes del sentimiento generalizado. Los mejores comentaristas de la Prensa norteamericana no ocultaban que el presidente era un hombre de formaci¨®n precaria para recorrer los circuitos de una pol¨ªtica cada vez m¨¢s intrincada, que sus conocimientos sobre las materias de opini¨®n com¨²n proced¨ªan de la lectura del Reader?s Digest, que las chuletas que se preparaba para los debates pol¨ªticos de su Administraci¨®n eran unos sucintos tarjetones en los que con letra de miope se condensaba la sabidur¨ªa de mesa camilla que le llev¨® en su d¨ªa a anatematizar a la URSS como "el imperio del mal".Esa visi¨®n poco halagadora de Reagan equival¨ªa, sin embargo, m¨¢s que a una cr¨ªtica, a una actitud de ben¨¦volo compincheo con un presidente contagiosamente familiar; el propio Reagan era el primero en reconocer como buena esa versi¨®n de su persona p¨²blica y ¨¦sta, por a?adidura, no resultaba incompatible con la capacidad de asumir unos objetivos deseables para la opini¨®n como el recorte de la intervenci¨®n estatal en la vida ciudadana, la reforma tributaria, e incluso la negociaci¨®n con Mosc¨² a partir de una posici¨®n de rearme estrat¨¦gico. Todo ello permit¨ªa considerar grande su mandato sin necesidad de que Reagan se supiera las capitales del Tercer Mundo o citara de memoria a Shakespeare.
La presidencia de los Estados Unidos parece que ha de estar ocupada en el siglo XX por alguien confortablemente grato a la opini¨®n. Hombres capaces de ilusionar con su entusiasmo como Roosevelt, de entra?able proximidad como Truman, figuras paternales como Eisenhower, de un erotismo juvenil como Kennedy, asimilables a un san bernardo que hubiera jugado demasiado al rugby como Ford, encarnaciones de la expiaci¨®n evang¨¦lica despu¨¦s de Vietnam como Carter, o el amigo de toda la vida como el propio Reagan; ¨²nicamente Nixon fue un estrambote avieso en esa orla de fin de curso, pero su elecci¨®n se produjo s¨®lo despu¨¦s de que el gran presidente republicano se esforzara denodadamente en probar a la opini¨®n que ya no era lo que luego acab¨® demostrando que segu¨ªa siendo.
Pero algo ha cambiado en los ¨²ltimos meses o semanas. Todos esos creadores de opini¨®n no ignoraban que las inconsistencias de Reagan desbordaban los problemas de una retentiva exhausta por la edad; que su confusi¨®n de Vietnam por Viena, al referirse a la matanza terrorista en el aeropuerto de la capital austriaca, era un lapsus mucho m¨¢s esencial que una simple extrapolaci¨®n de fonemas; que una cosa es no tener que descender hasta la letra peque?a de un conocimiento especializado imposible de exigir a un presidente, y otra, apenas sobrevivir a la lectura de los grandes titulares.La reuni¨®n.de Reikiavik entre Ronald Reagan y el l¨ªder sovi¨¦tico Mijail Gorbachov puede considerarse el momento para la ruptura de esa, restricci¨®n mental.
A la llamada minicumbre de la capital islandesa la diplomacia norteamericana envi¨® a su presidente con una mano detr¨¢s y otra delante. Se trataba, seg¨²n el punto de vista de Washington, de tener un cambio de impresiones con Gorbachov, de dejar que fluyera aquella qu¨ªmica favorable de la que tanto se habl¨® con ocasi¨®n del anterior encuentro de Ginebra, y de ponerse tan s¨®lo de acuerdo en los temas a tratar en una futura reedici¨®n de la cumbre de la ciudad del Leman. Sus asesores no ignoraban que Reagan no pue de ir a una reuni¨®n en la que quepa poner todo sobre la mesa sin un arropamiento de posiciones decididas de antemano y de propuestas que arrojar en caso de duda al adversario. Todos ellos sab¨ªan que un encuentro Reagan-Gorbachov no puede ser un toma y daca como si se tratara de dos p¨²giles del mismo peso que en un match de exhibici¨®n se limiten a amagar golpes para la galer¨ªa. Desafiando todas esas previsiones a Reagan lo dejaron solo ante un hombre casi 25 a?os m¨¢s joven y una vida entera m¨¢s laborioso.
Como consecuencia de ello, la diplomacia norteamericana no ha explicado todav¨ªa suficientemente a qu¨¦ se comprometi¨® Reagan: ?a la eliminaci¨®n de todos los misiles bal¨ªsticos?; ?opci¨®n cero, casi cero o menos cero? Demasiados ceros para el presidente.
El hecho, sin embargo, de que alguien elegido sobre un programa de dureza con Mosc¨² estuviera a punto de pactar una sustancial reducci¨®n del armamento nuclear, era algo totalmente inesperado en el hombre que fue enviado en 1980 a la Casa Blanca con el apoyo de todos los que no desean tal desmantelamiento. La acumulaci¨®n de una visible artiller¨ªa contra el presidente comenz¨® a producirse a partir de Reikiavik. Desde entonces la imagen de Reagan empez¨® a sufrir y nunca con mayor motivo que con la crisis por el env¨ªo de armas a Ir¨¢n.
Se ha dicho que lo grave del nuevo watergate no era la idea de establecer puentes para el futuro con el r¨¦gimen integrista de Jomeini, sino la forma y el contenido de esas negociaciones; que lo grave era la ocultaci¨®n de lo que se estaba haciendo hasta el extremo de desmentirlo cinco minutos antes de que se supiera; el intento de comprar con armas la liberaci¨®n de los rehenes norteamericanos en L¨ªbano; el desv¨ªo de pagos iran¨ªes para beneficio de la contra nicaraguense; o la vulneraci¨®n de una pol¨ªtica repetidamente proclamada de considerar a Ir¨¢n Estado terrorista y de pedir a los aliados europeos que no apoyaran a Teher¨¢n, mientras se le suministraban armas para hacer la guerra. Es decir, los aspectos morales de la operaci¨®n. Y, sin embargo, parece mucho m¨¢s aterrador que, al explicar Reagan que se enviaban las armas para favorecer a una facci¨®n presuntamente moderada del tinglado integrista, y asegurar que lo que se barajaba era una jugada de alta pol¨ªtica que permitiera una eventual recuperaci¨®n de influencia en el golfo P¨¦rsico, el presidente s¨®lo estaba diciendo la verdad.
Lo estremecedor es que, efectivamente, tanto Reagan como los asesores que ampararon el rid¨ªculo no temieran que el r¨¦gimen iran¨ª, como ya hab¨ªa hecho con Carter en la crisis de ¨®tros rehenes, tirara de la manta poniendo en evidencia a Washington cuando le conviniera; que realmente se creyeran capaces de distinguir entre ayatolas fieros y mansos en el barullo de la sucesi¨®n de Jomeini; que pensaran que su sutileza negociadora triunfar¨ªa all¨ª donde los helic¨®pteros de Carter se estrellaron en un vano intento de rescate. La incompetencia es lo que verdaderamente asusta. La incompetencia de que sus motivos fueran realmente los que se proclamaban: que estaban sentando las bases para la reconquista del Ir¨¢n.
Alg¨²n tipo de consenso se ha creado en el tiempo reciente para levantar la veda de la caza a un presidente que se ha desestabilizado a s¨ª mismo. La situaci¨®n en la que se encuentra Reagan es relativamente equiparable a la de Nixon cuando sufri¨® Pasa a la p¨¢gina siguiente Viene de la p¨¢gina anterior el acoso y derribo de watergate, pero con importantes diferencias personales. En la operaci¨®n contra Nixon particip¨® con entusiasmo una parte importante del establishment y la prensa se deleit¨® acorralando a un hombre al que le encantaba odiar. Con Nixon no se trataba de destruir su mandato sino su persona; la pol¨ªtica de la apertura a China y el comienzo de pacificaci¨®n egipcio-israel¨ª ten¨ªan ya una din¨¢mica propia y nadie osaba ponerlas en duda; respetada su acci¨®n de Gobierno entre dem¨®cratas y republicanos lo que importaba era eliminar a su autor; contrariamente a ello, lo que los adversarios de Reagan parece que pretenden es la destrucci¨®n del fen¨®meno Reagan manteniendo, si es posible, el respeto a su persona. En ese objetivo se reune una vasta y cuidadosa alianza: de un lado, el partido dem¨®crata que no quiere correr el riesgo de aparecer como el enemigo de un presidente cuyo cr¨¦dito pol¨ªtico baja pero cuyo gancho personal persiste, y que aspira, por tanto, a destruir s¨®lo el reaganismo, la capacidad del presidente de ungir a un sucesor republicano, as¨ª como a inmovilizar pol¨ªticamente a Reagan durante el resto de su mandato; y de otro, aquella poderosa circunscripci¨®n pol¨ªtica que teme ver convertido a su presidente en un veh¨ªculo peligrosa y err¨¢ticamente autopropulsado, capaz de negociar demasiado cuando se le hab¨ªa elegido para que no negociara nada. Para unos y otros quiz¨¢ sea inevitable que el presidente se suicide, pero sin que nadie pueda acusarles de asesinato.
Como en el cuento de Andersen, una espl¨¦ndida tela que s¨®lo los verdaderamente capaces e ¨ªntegros pod¨ªan ver hab¨ªa servido para tejer un excepcional manto s¨®lo digno de un gran soberano. Reagan no era un presidente hacendoso ni pirrado del detalle, pero estaba supuestamente animado de una gran visi¨®n. A sus asesores y t¨¦cnicos correspond¨ªa hacerla realidad. Y, como en un coro universal, una amplia corte hab¨ªa propagado la convicci¨®n (le que el manto era realmente magn¨ªfico. Sin embargo, en los ¨²ltimos meses o semanas una nueva fuerza que est¨¢ prendiendo en la opini¨®n, ha dejado de pretender que ve la regia vestidura y comienza a proclamar que el emperador est¨¢ desnudo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.