Materias del vivir
Creo que si el tiempo tiene alguna capacidad de convicci¨®n, la emplea en demostrarnos que la vida es transe¨²nte. O, mejor dicho, que lo que obtenemos de ella lo es cada d¨ªa m¨¢s. No estamos hechos al poco durar y, sin embargo, cada vez duramos menos en las cosas. El Ser anda atravesando una de sus ¨¦pocas m¨¢s dificultosas. Excepci¨®n hecha de los funcionarios, los lapas y los ricos de familia, que nunca se bajan del autob¨²s que, por necesidad, indecencia u otras determinaciones, tomaron una vez, el resto se ha convertido en aut¨¦ntico especialista del transbordo. Sin que quiera ello decir que se viaja a alg¨²n destino. No duramos en el mismo tren, ni en la misma cosa, ni en la misma nada. Es un tr¨¢fago esta vida.El prototipo de hombre de la sociedad posindustrial (que no ha llegado todav¨ªa, y que acaso no llegue nunca, m¨¢s que nada por lo mal que la han definido los doctores) ser¨¢, sin lugar a dudas, el ceseante. He escrito cesante, y no el parado. El parado, de cierto, es un tipo poco afecto a su estado, pero observe, aquel que disponga de material emp¨ªrico a su alcance, que al final llega a disfrutar de una visi¨®n propia del mundo o, por lo menos, de una mentalidad, que dice y hace cosas desde su posici¨®n de parado en la vida y que, con el tiempo, llega a, extraer de su condici¨®n una perspectiva m¨¢s o menos general con la que medir la experiencia. Es un tipo del pasado. El parado vive intensamente su desgracia y echa ra¨ªces en ella, lo mismo que cualquier elemento integrado de la sociedad. Despu¨¦s de todo, lo que pide es trabajo, y no un fuego purificador que arrase esas oficinas de empleo que, como el confesonario, dan por convertirse en el ¨²nico mediador autorizado con el prop¨®sito.
Adem¨¢s, el parado ha superado hist¨®ricamente la prueba ontol¨®gica. Hasta hace muy poco dec¨ªa: "Estoy en paro". Lo que equival¨ªa a afirmar, de un lado, la transitoriedad y desnaturalizaci¨®n que interesaban a su estado y, de otro, la falta de proyecci¨®n en un lugar social e inequ¨ªvoco que aceptaran los otros. Pero desde que se ha cerrado institucionalmente su pertenencia a la sociedad y ha exigido su raci¨®n de derechos y deberes en la pitanza de esta merienda de negros, el parado ya puede decir de s¨ª mismo, con la, satisfacci¨®n del que ensaya en el espejo gestos de hosca dignidad: "Soy un parado". En el momento en que acot¨® su territorio social, sustituy¨® la marginalidad por la existencia de derecho, se comprometi¨® con el mundo y, mediante esta inteligente maniobra de postular su ser, comprometi¨® al mundo con ¨¦l. En la frontera parad¨®jica de esta actitud, necesitar¨ªa perpetuar su especie, su estado, contra toda inversi¨®n de las posibilidades vigentes. O, lo que viene a ser lo mismo, siempre habr¨ªa que esperar de su parte una ¨ªntima resistencia a cambiar de condici¨®n y, por tanto, de estrategia -pongamos- vital. (Y la estrategia, como es bien sabido, goza de mayor pertinacia que las disformes circunstancias que la provocaron.)
De aqu¨ª que se haya escrito cesante y no parado. Verdad es que los dos tipos tienden a encontrarse y hasta a confundirse en algunos trayectos, como esos arroyos paralelos y de cauce inestable que se arremolinan y separan para nunca m¨¢s verse. Pero tienen su curso y su nombre diferente. No son lo mismo. Me atrever¨ªa a decir, si no fuera un poco enf¨¢tico, que son hasta contradictorios. El cesante carece de todo lo que el parado ha ido adquiriendo en el transcurso del tiempo; se?aladamente: situaci¨®n y perspectiva. (No se olvide que un parado puede serlo durante toda la vida, y un cesante, como se ver¨¢, desconoce la longitud en el tiempo). Y dispone de lo que otro no conocer¨¢ nunca: un abanico infinito de posibilidades constituidas sobre la base de la m¨¢s absoluta deriva. Es el transe¨²nte por antonomasia, el hijo de la ¨¦poca. ?Y c¨®mo referirse a esta ¨¦poca sin sugerir las proteicas cualiades de la palabra crisis, sin aludir al m¨¢s s¨®lido y generoso objeto de conocimiento de que nos ha provisto esta ¨¦poca deslavazada?
La crisis econ¨®mica -entendiendo por econom¨ªa toda especie de intercambio-, el m¨¢s abstracto de los reinos que ha constituido un imperio, el reino donde las cosas nunca tienen asiento y nunca parecen lo que son, y donde todo presente proyecta la sombra pu?iforme de una amenaza, ha hecho de la precariedad y de lo transitorio la materia del vivir. Ya no podr¨¢ ser una circunstancia, un accidente (?c¨®mo podr¨ªa serlo despu¨¦s de tanta insistencia, de tanta resignaci¨®n?), o una -ah¨ª va- reestructuraci¨®n del sistema que se autopreserva mediante holocaustos peri¨®dicos: es una fuerza que ordena el universo seg¨²n un plan impenetrable. Es el nomos contempor¨¢neo, la ¨²ltima de las grandes estructuras que han sostenido la unidad del mundo desde los presocr¨¢ticos hasta nuestros d¨ªas. Su origen bien pudiera ser un fatum, un dios que se oculta bajo un nombre falso, o una potencia de la naturaleza jugando al bacarr¨¢. Pero eso da igual. Lo que importa es que el universo sigue dotado de orden y que los soci¨®logos, los punkies y las abuelas octogenarias se equivocan. No digamos los fil¨®sofos de la posmodernidad, as¨ª sean italianos o as¨ª los vista Adolfo Dom¨ªnguez. Se equivocan todos. Por crisis econ¨®mica hay que entender una forma de orden, m¨¢s o menos sigilosa, a la que remite toda significaci¨®n.
Ning¨²n ser humano ignora en estas postrimer¨ªas del siglo que vive bajo crisis. La gran crisis, la del ¨¢lgebra de los intercambios comerciales, ha alumbrado la peque?a, la de los desajustes en el orden m¨¢s restricto de la esfera individual. Y, embriagados por el empe?o, podr¨ªamos llegar a definir esta crisis privada como el desequilibrio permanente entre lo que se ofrece al mundo y lo que el mundo devuelve. Quiz¨¢ no sea una caracter¨ªstica exclusiva de la ¨¦poca en que vivimos. Puede incluso admitirse que no sea real. Pero es la forma, intensa e imaginaria, en la que el hombre actual se relaciona con la peripecia constante de buscar un sitio, una zona de acci¨®n. (Ser¨ªa interesante estudiar c¨®mo a toda crisis le sucede un prestigio desproporcionado de la acci¨®n.) El hombre se relaciona con su h¨¢bitat mediante el desequilibrio, y llega a depender menos del h¨¢bitat que de su forma de relacionarse con ¨¦l. El desequilibrio conforma la identidad.
En el mundo del trabajo donde, por razones archiconocidas, la movilidad se ha convertido en norma, el asunto se presenta con extraordinaria claridad. La entraga, la fidelidad, el m¨¦rito, la eficacia en el desempe?o de la tarea, no implican una permanencia compensatoria. Siempre se est¨¢ de paso, siempre hay que empezar otra vez. Rigen leyes que est¨¢n por encima del profesional, de la empresa e incluso de la econom¨ªa dom¨¦stica de una naci¨®n. Factores universales determinan que un administrativo deje su empleo en un pueblo de Badajoz. El trabajador ya no se relaciona con su trabajo o con su patr¨®n, o con los elementos tradicionales de esa esfera sino con esas leyes extr¨ªnsecas de la macroeconom¨ªa -y de la arbitrariedad-por lo que a su propia zona de acci¨®n se refiere. Tampoco es necesario que tales leyes se enuncien con exactitud. Basta con que el fatum que se les atribuye empiece a operar en el ¨¢mbito personal, en las relaciones humanas, en las relaciones con el entorno. La figura del transe¨²nte, del cesante, se adapta perfectamente a las condiciones de arbitrariedad y desequilibrio que imperan en el universo ordenado por la crisis.
La otra gran crisis, llamada -con vaguedad- ideol¨®gica, depende directamente de esas condiciones. La ideolog¨ªa o las convicciones de cualquier ¨ªndole se obtienen a partir de un punto de vista que se proyecta sobre un mundo, si no est¨¢tico, por lo menos ralentizado. Lo mismo que la fotograf¨ªa, precisa de un tiempo m¨ªnimo de exposici¨®n. Es ese tiempo el que falta. El tr¨¢fico constante ha vulnerado ese requisito. Pocas posiciones son tan s¨®lidas, pocas veces se dura tanto como para amoldar una ideolog¨ªa a un modo de vida, y aun si la permanencia se produce, la amenaza es demasiado dura como para no temer que el edificio que acaba de levantarse tenga que ser demolido apresuradamente. La cultura de la imagen, la sociedad de la apariencia, el juego incansable de los disfraces, son el resultado de la transitoriedad y de la amenaza. Un exorcismo contra la tragedia del perecer en las cosas. Contra la mezquindad con que maltrata la vida todo esfuerzo. El hombre de esta ¨¦poca ha de aprender a vivir cesando.
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