FERNANDO SAVATER Afanes funerarios
Temo que va siendo hora de plantear otra vez la, vieja y siempre viva cuesti¨®n de la tolerancia. Quiz¨¢ en pol¨ªtica, sobre todo en la pol¨ªtica que se hace en democracia, no pueda nunca darse del todo por obviado este tema, o quiz¨¢ estemos irremediablemente condenados a que por cada amable Voltaire que ganemos surjan tres torvos inquisidores... incluso dentro de cada uno de nosotros.Pero ?qu¨¦ m¨¢s tolerancia quiere usted que haya?, van a decirme. Aqu¨ª cada cual dice lo que quiere y, lo que es peor, hace m¨¢s o menos lo que quiere, sin mayores consecuencias. Lo que sobra es manga ancha: v¨¦anse las m¨²ltiples huelgas, la violencia como remate habitual de las manifestaciones, los entierros multitudinarios con apolog¨ªa del terrorismo incluida, un presunto etarra candidato a lendakari del Gobierno vasco, etc¨¦tera. A poco m¨¢s que se ampl¨ªe la tolerancia en este pa¨ªs habr¨¢ que canjear los ejemplares del C¨®digo Penal que a¨²n circulen por bolsas de caramelos.
Y, sin embargo, sigo pensando que sobra intolerancia. Porque la verdadera tolerancia no es una actitud puramente negativa -una abstenci¨®n-, sino positiva: una disposici¨®n. Lo expreso perfectamente en su d¨ªa el viejo Karl Jaspers: "La tolerancia no se confunde con el relativismo, actitud c¨®moda que se limita a dejar hablar sin dejarse interpelar, sino que estriba en aquella disposici¨®n de ¨¢nimo pronta a o¨ªr y a subordinar el propio punto de vista a un proceso constante de comunicaci¨®n". Esta ¨²ltima faceta es la que se echa en falta, la apertura eficaz a la opini¨®n ajena. El Gobierno resulta ser juntamente blando e impermeable, y sus adversarlos funcionan de un modo a la vez ret¨®rico e intransigente. Cada cual cultiva su parcela de incomunicaci¨®n como la dignidad misma de la raz¨®n que cree poseer, olvidando que nada es razonable en verdad salvo la disposici¨®n al intercambio justificado.
Un signo inquietante de este mal que se?alo: el larvado o expl¨ªcito af¨¢n funerario en que para muchos -y de filiaci¨®n ideol¨®gica opuesta- viene a desembocar la reivindicaci¨®n pol¨ªtica de firmeza. Se da por supuesto que nadie quiere nada de veras, salvo quien est¨¢ dispuesto a matar o morir por ello. Gustar de vivir es un mal s¨ªntoma, dejar vivir al adversario sin darle a toda costa su debido escarmiento resulta casi un vicio. Las reacciones ante los sucesos de Reinosa -que alguien calific¨® nada menos que de ensayo para otro Casas Viejas- han resultado definitonas a este respecto. Se ha clamado contra la verg¨¹enza de ver a guardias civiles desarmados por los manifestantes y hasta se ha preguntado para qu¨¦ se les costean annas si no van a ser contundentemente utilizadas. Por lo visto, se echa de menos el muerto o los muertos, esos cad¨¢veres imprescindibles que reavivan el santo horror sobre el que se funda el principio de autondad y la grarideza de los pueblos. La culpa de esta aberraci¨®n tan poco viril la tienen -la tenemos- aquellos que todo lo damos por bueno con tal de que no se dispare un tiro.Por mi parte acepto en este caso el reproche. Nada me ha parecido ¨²ltimamente m¨¢s abnegado y digno de estima que la actitud de esos guardias civiles a los que el hostigamiento sufrido no les empuj¨® a cometer ninguna barbaridad irremediable. Demostraron el verdadero valor civilizado, el de la fuerza legal que en plena exaltaci¨®n prefiere aguantar a matar. Se portaron como sabiendo que tambi¨¦n est¨¢n al servicio de quienes entonces les agred¨ªan y protegi¨¦ndoles aun a su propia costa, aunque no por ello dejaron de cumplir la misi¨®n de rescate que se les hab¨ªa encomendado. Es mucho mas digno perder el tricornio que liarse a tiros contra personas que ma?ana habr¨¢n despertado del moment¨¢neo arrebato a que les llevaron las circunstancias. Nunca es la polic¨ªa m¨¢s respetable que cuando soporta no ser respetada con tal de seguir respetando a los ciudadanos incluso m¨¢s de lo que ¨¦stos pueden respetarse a s¨ª mismos.
No se trata, por supuesto, de justificar las actividades violentas. como v¨ªa reivindicativa, pero tampoco parece inoportuno distinguir entre los tipos de violencia. No es lo mismo la violencia declaradamente militar del terrorista en guerra contra el Estado o incluso el desahogo gimn¨¢stico-paranoico del estudiante que quiere hacer m¨²sculos coritra el sistema mientras espera plaza en ¨¦l, que la violencia civil -aunque sea censurable y punible- de trabajadores a costa de cuyo esfuerzo y sacrificio se est¨¢ modernizando (seamos por una vez optimistas) la estructura productiva del pa¨ªs. Reconozco sin rubor que la sirena de esa empresa saritanderina clamando pat¨¦ticamente en el momento de la carga policial despierta en m¨ª otros ecos que la simple indignaci¨®n por la legalidad conculcada. Ning¨²n esbozo de justicia colectiva, por imprescindible que sea, puede olvidar las injusticias parciales con las que va siendo fraguada: deben ser replanteadas tina y otra vez, sin tregua ni autocomplacencia. ?Qui¨¦n est¨¢ induciendo a trabajadores de la ciudad y del campo a revueltas que pueden acabar siendo violentas sino los que no escuchan nada de tono m¨¢s mesurado que el grito y el petardo? El Gobierno todo lo resuelve tronando que nunca consentir¨¢ que se cuestione su legitimidad conseguida en las urnas: pero resulta que lo cuestionado no es su legitimidad, sino su competencia a la hora de resolver tal o cual conflicto laboral. No siempre han de tener raz¨®n qu¨ªenes protestan, pero seguro que tampoco los que conducen el coche con tan paterna determinaci¨®n que nunca atienden al ni?o que les dice que paren hasta que la criatura se les rnea encima.El otro espect¨¢culo de entusiasmo funerario reciente -las exequias de Txornin Iturbe en Mondrag¨®n- no aumentan tampoco precisamente las esperanzas de tolerancia activa en el cotarro ib¨¦rico. A mi juicio, lo m¨¢s grave del acontecimiento no ha sido el n¨²mero de asistentes ni su fervor, que ya eran cosa previamente sabida: a quienes hemos visto todos los primeros de octubre medio mill¨®n de personas en la plaza de Oriente vitoreando a Franco, estas concentraciones fan¨¢ticas no deben perturbarnos demasiado ni son argumento a favor de nada salvo cierta melancol¨ªa respecto a la condici¨®n humana. Puede admitirse que para muchas personas Txomin fuese un abnegado luchador por la libertad de Euskadi y que como a tal le hayan querido despedir: hasta hace poco abundaban los entusiastas de Franco en tanto salvador de la patria. Pero lo m¨¢s chocante es la diferencia entre estos funerales y los de Yoyes: a fin de cuentas, Yoyes hizo lo mismo que Txomin, salvo que al final contrari¨® a la organizaci¨®n militar a la que, por lo visto, todo le es debido. Pero este fallo final le priv¨® definitivamente no s¨®lo de la vida, sino tambi¨¦n del fervor popular p¨®stumo: 50.000 personas en los funerales de Txomin, 500 en los de Yoyes. unca se ha visto tan claro el baremo castrense que mide el servicio al pueblo en Euskadi, as¨ª como la cala?a de lo que suele llamarse pueblo. Y menos mal que ahora Herri Batasuna ha decidido llamar desobediencia civil a su sempiterna obediencia militar : as¨ª, por lo menos, suena mejor.
?C¨®mo hablar de tolerancia mientras la imposici¨®n mort¨ªfera siga gozando de tan arraigado prejuicio a su favor? Pues precisamente por eso y como resistencia contra eso. Cada vez es m¨¢s corriente el malhumorado que, con los peores modales, reclama: "Sea usted dem¨®crata y no me lleve la contraria". Desde siempre dan ¨¦stos por seguro que s¨®lo convencen los que vencen; insistamos frente a ellos en que s¨®lo vencen los que convencen y s¨®lo convencen los que primero envainan y luego escuchan.
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