La Cruz de Hierro / 1
Gonzalo Torrente Ballester, gallego de 76 a?os, es uno de los autores espa?oles con mayor vitalidad. Su ¨²ltima obra, Yo no soy yo, evidentemente, publicada recientemente por Plaza y Jan¨¦s, es por el momento la culminaci¨®n de una incesante carrera literaria. En este relato, con el que concluimos la presente serie de narraciones de entretiempo, vuelve el Torrente genial contador de historias.
Esta historia la cont¨¦ de una manera r¨¢pida y razonablemente breve en las p¨¢ginas de un libro ya bastante olvidado, una de esas ediciones que no se agotan jam¨¢s, ni se recuerdan. Si la reitero aqu¨ª se debe a que los a?os pasados desde entonces la han precisado en la memoria (que funciona mejor cuanto m¨¢s viejo); han hecho resurgir nimiedades que la completan, matices que la perfeccionan, no como invenci¨®n ficticia, sino como recuerdo de un acontecimiento que, como tantos otros de mi infancia, agranda su sentido y retorna, insistente, en la conciencia. ?Si al menos fuese importante! Pero enseguida se ver¨¢n sus dimensiones balad¨ªes: uno de esos episodios que quiz¨¢ no valga la pena contar, sobre todo si se le considera como acontecimiento m¨ªnimo, como imprevista bagatela que cuesta trabajo creer que forma parte de un hecho de tanta magnitud como la guerra que se peleaba entonces: en cuyo decurso no influy¨®, en cuya inmensidad de dolor no fue m¨¢s que un soplo de aire fresco, y, si puede decirse, inocente. En todo caso, forma parte de esa cadena de sucesos igualmente m¨ªnimos, muchos de ellos olvidados, en cuya mara?a hunde sus ra¨ªces mi persona. Es, por otra parte, un relato que a veces cuento, en esas reuniones no excesivamente numerosas en que apetece contar o en que se espera que alguien cuente. En una de esas ocasiones me pidi¨® Miguel Viqueira que lo escribiese; me lo pidi¨® con insistencia amable, y por e.so se lo dedico. Escrito ya, no lo contar¨¦ m¨¢s.Lo primero que se me viene a las mientes, de aquella noche de agosto, es la claridad de la Luna, eso que los gallegos llamamos el lugar, envolviendo y colmando el espacio entre las frondas fronteras y mi ventana. En medio de aquel resplandor suave, casi fant¨¢stica y, sin embargo, concreta, hab¨ªa una figura alargada, la de un hombre vestido de blanco con una prenda oscura por encima, que quiz¨¢ fuese impermeable, que lo era, como despu¨¦s comprob¨¦ tocando su superficie resbaladiza, acharolada y fresca. Pero lo primero que aconteci¨® no fue aquella visi¨®n, sino el estruendo de unos golpes dados en el portal, unos aldabonazos que a aquellas horas de la noche sonaban, o a inveros¨ªmiles, o temerosos. Lo mismo pod¨ªan formar parte de un sue?o que ser el comienzo de una aventura, a menos eso pens¨¦ y dese¨¦; un asalto de ladrones en gavilla, por ejemplo, de los que entonces andaban sueltos y trashumando de un monte a otro, de este a aquel valle. En aquel tiempo, si no eran frecuentes, se tem¨ªan al me nos, aunque no tanto en noche veraniegas, como aquella, sino m¨¢s bien en el noch¨¦brego invierno, cuando cada ruido e una duda que presagia sorpresas, o que acaso las anuncia. En cualquier caso, fueron aldabonazos que retumbaron largamente, que o¨ªmos todos, como si conmovieran la casa y pusieran los gatos en alerta. S¨®lo mi abuela no los habr¨ªa escuchado porque, aunque siempre despierta, gozaba de la maravillosa propiedad de incorporar a su enso?aciones, de formar parte de ellas, cualquier hecho real. No nos lo dijo nunca, pero muchas veces pens¨¦ que aquellos aIdabonazos los habr¨¢ escuchado como viniendo del misterio, o¨ªdos a lo mejor como llamadas celestes o anuncio de una visita ang¨¦lica. De lo que pas¨® aquella noche no se enter¨® hasta el d¨ªa siguiente.
Acudimos a las ventanas, yo la peque?a de mi cuarto, y vimos al hombre del impermeable negro. No todos los de la casa, pues, sino las ni?as, Isolina y Pura, que eran mis t¨ªas, y mi prima Obdulia, 13 a?os mayor que yo, m¨¢s cerca de ellas que de m¨ª, que actuaba ya como t¨ªa y le dejaban re?irme. Abrieron las maderas del comedor sin encender a luz, a la sola claridad de la mariposa que alumbraba por las noches el cruce de los pasillos. ?Es un hombre, un hombre joven!". Abrieron las vidrieras, quiz¨¢ las dos, y preguntaron a la vez: "?Qu¨¦ se le ofrece?". El hombre del impermeable respondi¨®, en una lengua dificil: ?Hay alguien en esta casa que hable franc¨¦s?". Era una voz juvenil y angustiada, una voz acuciante. Cuchichearon. "Parece un ni?o. No vamos a dejarlo ah¨ª. ?Qui¨¦n sabe qu¨¦ le pasa?". El franc¨¦s lo hablaba mi abuelo, o, al menos, lo hab¨ªa hablado, y a lo mejor lo recordaba a¨²n. "?Espere!". No cerraron, sino que ina de ellas, probablemente Pura, sali¨® del comedor y fue al dormitorio de mi abuelo. Tard¨® poco en volver. "?Espere!", repiti¨®. Nos juntamos. Ellas se hab¨ªan puesto las batas por encima de los camisones, y a m¨ª me ordenaron que, o volv¨ªa a la cama, o me vest¨ªa. Me vest¨ª. ?Eran tan livianas las ropas del verano! La puerta del dormitorio de mi abuelo, aquella habitaci¨®n que encerraba para m¨ª la mayor parte de los tesoros del mundo -el reloj de cuco, el pu?al, la cornamenta del ciervo-, tard¨® en abrirse. Mi abuelo se hab¨ªa echado un guardapolvo oscuro por encima del camis¨®n, tan largo que le llegaba a los pies, y tra¨ªa el bast¨®n peque?o, el que le serv¨ªa para andar por la casa tanteando las paredes. "?Bajamos?". Lo hicimos en procesi¨®n, hasta el zagu¨¢n: yo con mi peque?a palmatoria; ellos, con candelabros y un quinqu¨¦. ?Qu¨¦ zarabanda de sombras en las paredes! Yo iba delante, y esper¨¦ a que abriesen el postigo. Pura lo hizo. Los dem¨¢s hab¨ªan quedado rezagados, mi abuelo un paso adelante, los ojos ciegos mirando hacia el vac¨ªo. "?Quiere venir?", dijo Pura. La voz no le tembl¨®. El hombre del impermeable era muy alto y llevaba puesta una gorra de marino. Al llegar frente a mi t¨ªa le hizo un saludo militar y dijo algo en un idioma que no entendimos. "Pase, pase". Cuando ¨¦l entr¨®, ella cerr¨® el postigo y pas¨® los cerrojos. Alguien abri¨® la puerta del cuarto de abajo, aquella que chirriaba largamente. Hacia all¨ª fuimos. Al llegar a la puerta y ver a mi abuelo, de pie, todo serio y con la ciega mirada perdida, el marino volvi¨® a saludar y dijo algo, a lo que mi abuelo respondi¨®. Se entend¨ªan, y todos quedamos satisfechos, a juzgar por las miradas. Mi abuelo se sent¨®, y el oficial tambi¨¦n: juzgu¨¦ que ira oficial por la carrillera dorada de la gorra, una gorra un poco alta por la parte delantera, una gorra de mucho empaque.
Empezaron a hablar. Mi abuelo, serio; el muchacho, ya la gorra en el regazo, intentando explicar o convencer. La conversaci¨®n dur¨® unos cuantos minutos. Al final, el abuelo nos dijo: "Es alem¨¢n, y va a quedarse aqu¨ª esta noche. Ir y preparar la habitaci¨®n del fondo. Que nadie sepa que est¨¢ aqu¨ª, ?entend¨¦is?, que nadie lo sepa. Esto es muy importante", y se volvi¨® hacia el lugar en que yo respiraba: "?Muy importante! ?Entiendes, t¨²?". Lo entend¨ª r¨¢pidamente: se me hac¨ªa depositario de un secreto, y saberlo, darme cuenta de repente, me hac¨ªa sentirme mayor de pronto, sentirme como ellos. "?No pases cuidado, abuelo!". Y le apret¨¦ la mano.
?Era alem¨¢n el muchacho! Los alemanes estaban en guerra con los franceses, y nosotros pertenec¨ªamos al bando de los aliados. ?Qu¨¦ cosas malas se dec¨ªan del Kaiser, y cu¨¢nto bueno del mariscal P¨¦tain! Mi abuelo ten¨ªa, clavado en la pared, un mapa del frente del Oeste, y todos los d¨ªas, seg¨²n lo que dijera el parte, yo me sub¨ªa a una silla y cambiaba de lugar las banderitas, o las dejaba. Un cord¨®n rojo iba de una a la otra, y as¨ª mi abuelo, tanteando, pod¨ªa palpar las alteraciones del frente, o su quietud. De los nombres, recuerdo el de Ypr¨¦s, por ejemplo, y tambi¨¦n el de Gante. ?Por qu¨¦ s¨®lo ¨¦stos, de los muchos que ven¨ªan en el mapa? Las banderitas eran, de una parte, alemanas, y de la otra, inglesas y francesas; llegaban hasta arr¨ªba, hasta la orilla del mar, y quedaba en medio de ellas un corredorcito estrecho donde a m¨ª se me antojaba que no hab¨ªa guerra: un pasillo de fango y agujeros por donde mi imaginaci¨®n gustaba de pasear, repitiendo lo visto en las revistas ilustradas, aquellos dibujos tan bonitos de hombres en las trincheras.
Le prepararon la habitaci¨®n del fondo, lejana, casi remota, m¨¢s all¨¢ de la sala y de los cuartos vac¨ªos. Las tres hicieron la faena, contentas, con mucha diligencia, y yo presente, ¨¦chame esa s¨¢bana, ay¨²dame a estirar la colcha. Sacaron del fondo de un ba¨²l un camis¨®n antiguo de mi abuelo, un camis¨®n con bordados de realce, y un gorro de dormir, que Obdulia rechaz¨®. "?Quita eso de ah¨ª, mujer, que ya nadie lo lleva." El gorro de larga borla desapareci¨® sin que yo puliera ver ad¨®nde lo escond¨ªan, porque nada m¨¢s verlo lo hab¨ªa trasmudado en casco de general. ?Pues, claro! Con unos cartones por dentro y ¨²n poco de papel de chocolate, bueno, bastante papel de chocolate, quedar¨ªa imponente y sin duda muy marcial. El marino alem¨¢n hab¨ªa esperado ron mi abuelo en la sala, hablando su franc¨¦s. Fuera ya el impermeable, yo pod¨ªa verle y contar con la mirada los botones dorados de la guerrera. Calcul¨¦, por las charreteras, que era todav¨ªa alf¨¦rez, alf¨¦rez de nav¨ªo. Muy joven, sin embargo, para tal graduaci¨®n. Hab¨ªa o¨ªdo a las ni?as calcularle 19 a?os, aunque Obdulia se empe?ase en rebajarle la edad. "?Pero est¨¢s loca, mujer! ?C¨®mo con 18 a?os van a dejarle andar solo por el mundo?". No s¨¦ qu¨¦ abismo inventaba Isolina entre los 18 y los 19 a?os. Cuando fueron a decirle que ya ten¨ªa la habitaci¨®n preparada se levant¨®, y muy derecho los salud¨® a todos, primero al abuelo, luego a cada una de ellas, las salud¨® con taconazos e inclinaciones de cabeza. Ellas, juntas las tres, le respondieron que buenas noches, y que usted descanse. Despu¨¦s se inclin¨® para besarme y darme un cachete, y, al hacerlo, una cruz negra que llevaba al cuello me roz¨® la barbilla. Mi abuelo le dio las ¨²ltimas instrucciones, porque, al salir y dirigirse al dormitorio, o¨ªmos c¨®mo cerraban las puertas intermedias y pasaban los cerrojos. Las mujeres se miraron, no dijeron nada, sino a m¨ª: "?Vamos, mocoso, a la cama, y a ver si callas la boca!". Tard¨¦ en dormirme. Imaginaba barcos de guerra, batallas navales. El alf¨¦rez de nav¨ªo, que hab¨ªa dicho llamarse Peter (¨¦l pronunciaba Piter, o casi), con la espada en la mano, ordenaba desde el puente las andanadas de babor y estribor, pero no ganaba la batalla porque los eneniigos eran ingleses, eran los nuestros, y yo, en medio de mi satisfacci¨®n, quedaba un poco triste de que Peter hubiera naufragado. Creo haberme dormido con aquel sentimiento por la derrota de un oficial tan simp¨¢tico, que se hab¨ªa perdido en los caminos de una tierra tan lejos de la suya, unos caminos torcidos y llenos de fantasmas. No dej¨¦ de preguntarme qu¨¦ pensar¨ªa de ¨¦l su madre a aquellas horas.
A la ma?ana siguiente me despertaron pronto y me ordenaron vestirme con el traje de marinero blanco, el que ten¨ªa preparado para estrenar al d¨ªa siguiente, que lo era del patr¨®n, 6 de agosto, San Salvador de Serantes. ?Ah, esto del d¨ªa lo recuerdo muy bien, y ya se ver¨¢ por qu¨¦! Tambi¨¦n mi abuelo se hab¨ªa vestido de tiros largos, los ?patos blancos de lona, blanco tambi¨¦n el pantal¨®n y una chaqueta negra de alpaca que s¨®lo pon¨ªa de ramos en pascuas, una chaqueta muy elegante, de Liando ¨¦l lo era all¨¢ de joven, cuando a¨²n ten¨ªa vista y conquistaba mujeres, seg¨²n hab¨ªa o¨ªdo, con su gran facha y su facha. "?Pues bueno fue tu abuelo, aya por Dios, a ver si vas por su camino, y pronto empiezas!", me hab¨ªa dicho una mujer al verme hablar con Lina, el uno junto al otro, sentados en el mismo poyete. Encima de una mesa le esperaban, a mi abuelo quiero decir, el sombrero jipijapa, de fina paja de Panam¨¢, regalo de alguno de los que estaban en Am¨¦rica, y aquel bast¨®n de ¨¦bano, el del pu?o de plata, un pu?o que representaba una pierna de mujer, por cuya presencia all¨ª le hab¨ªa interrogado varias veces, una pierna de mujer en un bast¨®n, habiendo cabezas de perro y melenas de le¨®n, y ¨¦l me hab¨ªa respondido que era un regalo antiguo, de cuando ¨¦l era joven, que la gente de antes era as¨ª. Los cogi¨® cuando salimos, el sombrero y el bast¨®n. No me explicaron ad¨®nde ¨ªbamos, aunque, al ver los atuendos, sab¨ªa ya que a la ciudad. Yo le llevaba de la mano, y le empujaba o tiraba le ¨¦l, suavemente, para evitar los baches. Est¨¢bamos acostumbrados el uno al otro, y ¨¦l segu¨ªa la direcci¨®n de mis tirones sin decir nada, porque confiaba en m¨ª. Me habl¨® durante todo el camino, me habl¨® de la guerra naval y de la guerra submarina, e insisti¨® sobre todo en ¨¦sta y en sus peligros y audacias. Uno de sus hijos mayores, el marino mercante, viajaba a Am¨¦rica a buscar armas por caminos escasamente transitados de la mar, aunque ya le hubieran torpedeado dos veces. "?Y no habr¨¢ sido Peter?", se me ocurri¨® preguntar. "?Y qui¨¦n te dijo que tripula un submarino?". "No me lo dijo nadie. No lo sab¨ªa". Parti¨® de mis palabras para insistir en su recomendaci¨®n de silencio. "No se lo dir¨¦ a nadie, abuelo; se lo dir¨ªa s¨®lo a pap¨¢ y a mam¨¢ si estuvieran aqu¨ª". "Si estuviera tu padre, es a ¨¦l a quien m¨¢s tendr¨ªas que ocult¨¢rselo, porque tu padre, de saberlo, estar¨ªa obligado a detenerlo y a encerrarlo en el arsenal". No lo entend¨ª muy bien, pero call¨¦ la boca. ?l, sin embargo, insisti¨® en hablar de las leyes de la guerra, y de la raz¨®n por la que tanto los barcos rusos fondeados frente a La Gra?a como tos submarinos detenidos en el Puerto Chico tendr¨ªan que esperar, para marcharse, a que la guerra terminase. Yo, a veces, los ve¨ªa por la calle, a los marinos rusos y a los marinos alemanes. Aqu¨¦llos eran m¨¢s rubios y vest¨ªan de paisano.
Nos ¨ªbamos acercando a la ciudad, y al mediod¨ªa. Hac¨ªa calor. Al subir la ¨²ltima cuesta, mi abuelo se quit¨® la chaqueta y, con ella al brazo, seguimos hacia arriba. Nunca lo hab¨ªa visto as¨ª, en mangas de camisa y con los tirantes al aire. Empezaba a caerle el sudor de la frente sobre la barba, y, al darles el sol, las gotas irisaban. Cuando llegamos a la Puerta de Canido volvi¨® a ponerse la chaqueta. "Ahora, afortunadamente, todo viene cuesta abajo, y hay sombra". Cuesta abajo seguimos hablando de la guerra en la mar: yo ha b¨ªa visto en las revistas ilustradas dibujos de las batallas, y se las describ¨ª seg¨²n las im¨¢genes de mi recuerdo. Lo que m¨¢s me llamaba la atenci¨®n de aquellas ilustraciones era c¨®mo representaban el estallido de las granadas, y la agon¨ªa de los barcos al hundirse, ardiendo.
Fuimos a una casa que des. pu¨¦s vi muchas veces a lo largo de mi vida: la vi c¨®mo iba envejeciendo, mucho m¨¢s que mis recuerdos; la vi incluso derribar y en su lugar construir otra distinta y fea. Entramos, alguien recibi¨® a mi abuelo, y lo hicieron pasar a alguna parte interior. A mi me dejaron en un despacho sin gente, donde hab¨ªa uno de esos tresillos de cuero que llaman morris, unos grandes butacones en uno de los cuales me sent¨¦, primero, muy comedido y puesto; pero despu¨¦s me dej¨¦ resbalar, y hundirse en sus blanduras mi cuerpo. Estaba fresco el cuero, daba gusto. No s¨¦ si me dorm¨ª. Y, si dorm¨ª, so?¨¦ con los barcos que aparec¨ªan en los cuadros de aquellas paredes, de vapor y de vela, con el trapo tendido o con los m¨¢stiles desnudos. Hab¨ªa tambi¨¦n una maqueta de transatl¨¢ntico metida en un fanal, una maqueta grande, que se ve¨ªa todo lo de cubierta, y la hilera doble o triple de los ojos de buey, y un gobernalle grande con su rueda. Yo creo que cont¨¦ los botes salvavidas, y que dese¨¦ hallarme a bordo de alguno de ellos, n¨¢ufrago de una gran cat¨¢strofe, como la del Titanic, de la que a¨²n se hablaba.
Me vino a recoger el mismo hombre que me hab¨ªa llevado all¨ª. Mi abuelo ya estaba en el zagu¨¢n, con el sombrero puesto, despidi¨¦ndose de otro caballero, tan alto como ¨¦l, de cara muy agradable, que me acarici¨® la cabeza y mand¨® a otro que me trajera unos caramelos refrescantes para ir chup¨¢ndolos en el camino de vuelta. Cuando estuvimos lejos, le di unos cuantos al abuelo, que no los rechaz¨®.
Al llegar ya estaba la comida preparada, pero no dej¨¦ de advertir algunos movimientos sospechosos, algo que hac¨ªan las ni?as a hurtadillas de la criada. Como yo estaba en el secreto no me rechazaron: hab¨ªan ordenado con toda clase de cautelas la comida de Peter, y la ten¨ªan acomodada en un cestillo tapado con un mantel. Fue Isolina la encargada de llevarlo, y yo con ella: le puso el mantel a Peter en un velador, y, encima, las viandas, y una botella de vino con un vaso. Peter sonre¨ªa y dec¨ªa palabras que no entend¨ªamos, pero a las que Isolina respond¨ªa con asentimiento alegre. Isolina era guapa, pero llevaba gafas y era mayor que Peter. Se me ocurri¨® ir en busca de mis libros y de mis estampas de barcos. Le dije a Peter cuando acab¨® de comer: "Toma, para que te entretengas", y ¨¦l los recibi¨® riendo. "Despu¨¦s de la comida vendr¨¦ un rato junto a ti". Lo hice. Peter se hab¨ªa sentado junto a la ventana, lejos del rayo de sol, y miraba los libros. Yo me acerqu¨¦. Entonces cogi¨® uno de ellos y me fue diciendo en su lengua las palabras de los m¨¢stiles, de las velas, de la roda y del comb¨¦s, de todo lo de a bordo que all¨ª ven¨ªa pintado. Dec¨ªa las palabras y yo las repet¨ªa. Si me sal¨ªa mal, nos re¨ªamos los dos, y as¨ª se pas¨® aquella tarde.
Le trajeron la merienda, pero esta vez fue Obdulia, muy ducha en preparar el t¨¦. Peter me invit¨®, pero yo prefer¨ª mi pan con chocolate.
Mis barcos eran todos de vela, y mis batallas, antiguas. Peter me dibuj¨® acorazados modernos y, finalmente, un submarino por dentro y por fuera, con todos los detalles, y me explic¨® con dibujos c¨®mo se disparaban los torpedos, y c¨®mo hac¨ªan blanco en los cargueros.
Cuando a¨²n est¨¢bamos en ¨¦sas, empezaron fuera los martillazos y las voces. Aquella noche era v¨ªspera del patr¨®n de mi aldea, y delante de mi casa hab¨ªa baile nocturno. Clavaban unos postes y, en lo alto, instalaban las luces de carburo, bien aferradas, no fuera que alguien tropezase con el poste y derribase la l¨¢mpara. Tambi¨¦n pon¨ªan unas maderas atravesadas con la bandera espa?ola, detr¨¢s de las cuales se instalaba la charanga, cinco m¨²sicos de viento y un tambor, que ejecutaba sin descanso los bailes a la moda. No pude explicar a Peter con suficiente claridad lo que era aquello, pero logr¨® entenderlo cuando, despu¨¦s de la cena, le llevaron a la sala, cuyas puertas y ventanas estaban bien cerradas, los asientos dispuestos en forma de c¨ªrculo alrededor de nada, como si fuera a celebrarse un espect¨¢culo con la escena en el espacio del medio. Tambi¨¦n hab¨ªan encendido las velas de la ara?a, y los mejores quinqu¨¦s dispuestos por aqu¨ª y por all¨¢.
?Qu¨¦ clara estaba la sala, como nunca la hab¨ªa visto, y qu¨¦ vivas las caras de los retratos! Hab¨ªan arrimado dos sillones delante del entred¨®s, ventana a un lado, ventana al otro, y en ellos se sentaron mis abuelos, ¨¦l con la misma ropa de aquella ma?ana, ella con un traje de moar¨¦ negro anticuado con el que no la hab¨ªa visto nunca, pero que, seg¨²n supe despu¨¦s, era el mismo de su boda. ?Parec¨ªa una reina vieja, mi abuela, aquella noche! Quedaron muy serios y silenciosos, como dos faraones, de piedra, marido y mujer, despu¨¦s de haber hecho Peter una gran reverencia delante de la abuela y de besarle la mano. Hac¨ªa 20 a?o que no se hablaban mis abuelos; las causas, yo las ignoraba todav¨ªa. La abuela me mand¨® que me sentase a su lado, en una silla baja, y que no me moviera salvo si ella me lo ordenaba o me lo permit¨ªa. Peter hab¨ªa que dado de pie, arrimado a la con sola. Le ve¨ªa de frente y de espaldas, por el espejo. No sab¨ªa qu¨¦ hacer, pienso yo, aunque quiz¨¢ lo imaginaba, cuando fuera empezaron las m¨²sicas. Entonces entraron. Las ni?as y mi prima. Tra¨ªan pastas y anisete en unas bandejas antiguas, regalo de no s¨¦ qui¨¦n de Filipinas un no s¨¦ quien antiguo, a lo mejor uno de los de aquellos retratos. Unas bandejas que no si utilizaban nunca, porque, dec¨ªan, ten¨ªan mucho m¨¦rito y eran muy delicadas. Ofrecieron primero a los abuelos; despu¨¦s a Peter, y finalmente ellas y yo comimos, aunque bebiendo s¨®lo ellas, porque a m¨ª los anisete, me estaban todav¨ªa prohibidos La verdad es que no me importaba mucho, porque, no habi¨¦ndolos a¨²n catado, no, se me apetec¨ªan, aunque s¨ª lo dem¨¢s, todo lo que en una tarde ajetreada de cocina hab¨ªan preparado entre las tres mujeres. Despu¨¦s del refrigerio se hizo un silencio como una interrogaci¨®n: "Y ahora, ?qu¨¦?". Peter se adelant¨® a Pura, le hizo una reverencia y comenzaron a bailar. Cuando termin¨® la pieza, la devolvi¨® a su asiento, y, a la siguiente, invit¨® a Isolina con la misma ceremonia, y as¨ª toda la noche, salvo aquel intervalo en que el calor aconsej¨® traer de la cocina los refrescos que estaban preparados. Creo que tard¨ªamente me di cuenta de que las tres se hab¨ªan puesto los trajes de fiesta, los que hab¨ªan de llevar al d¨ªa siguiente a la misa mayor, y que se hab¨ªan empolvado las caras, con algo, adem¨¢s, de colorete. No podr¨ªa describirlo bien porque fue la primera vez que las vi as¨ª, las mejillas rosadas encima de lo blanco y los labios tan rojos. ?Cu¨¢l de las tres se hab¨ªa prendido una flor en el pelo? Tampoco lo recuerdo, aunque quiz¨¢ haya sido Obdulia, a quien su juventud permit¨ªa algunas travesuras. ?Si ser¨ªa atrevida que una de las veces en que Peter bailaba con Isolina me sac¨® a bailar a m¨ª, tan peque?o como era! Se inclin¨® para agarrarme bien y me hizo dar dos vueltas, lo menos, a la sala. Despu¨¦s me dej¨®, riendo, en mi lugar, al lado de la abuela. ?sta alarg¨® la mano y acarici¨® mi cabeza sin mirarme.
A m¨ª, la verdad, el baile no me importaba gran cosa, ni me preguntaba por qu¨¦ ellas pon¨ªan en ¨¦l tanto cuidado. ?Qu¨¦ m¨¢s daban los pasos as¨ª o as¨¢? Lo que me ten¨ªa deslumbrado era el reflejo de las velas en los espejos, el de la consola y el del entred¨®s, m¨¢s aquel peque?ito que hab¨ªamos heredado de la t¨ªa Flora y que hab¨ªan colgado bajo el retrato del Viejo Malvado. Las luces se reflejaban y se cruzaban hasta el infinito, y yo intentaba seguirlas, trazar en mente sus viajes y sus. cruces. Eso, el pr¨®ximo paso de las pastas y los bu?uelos, con su buen olor, era lo que me interesaba. Creo que en cierto momento me atrev¨ª a preguntar a la abuela si me dejaba salir al baile de fuera, pero ella me lo prohibi¨®. Ahora comprendo que tem¨ªa que yo, con la alegr¨ªa, me fuese de la lengua y contase a alguien que tambi¨¦n en mi casa hab¨ªa baile, con un solo caballero para tres damas, un oficial de un submarino que se llamaba Peter y que bailaba muy bien. Permanec¨ª en mi asiento, y no recuerdo si, en cierto momento, me dorm¨ª. Es lo probable. Ten¨ªa cerca a mi abuela y me tentaba arrimar a ella mi cabeza y dejarme ir. Si lo hice, no recuerdo qu¨¦ so?¨¦.
Me dorm¨ª, s¨ª, indudablemente, porque cuando abr¨ª los ojos ya la casa estaba envuelta en el silencio, y, de pie, hablando en franc¨¦s, mi abuelo y Peter. Obdulia y las ni?as se hab¨ªan apartado y escuchaban sin entender el di¨¢logo. Mi abuela permanec¨ªa en su gran sill¨®n, casi inm¨®vil, pero con las pupilas bien avispadas, yendo del grupo de los varones al de las muchachas: sus miradas no me inclu¨ªan en su ida y vuelta. La conversaci¨®n de los dos caballeros se desarrollaba bajo la l¨¢mpara, justo dentro del cono de tenue sombra; la luz, en cambio, ca¨ªa de lleno encima de las muchachas, que parec¨ªan, as¨ª agrupadas, la m¨¢s alta en el medio, una de aquellas tarjetas postales que empezaban a verse y que ten¨ªan una especie de arenillas brillantes marcando las curvas de los sombreros o las cuentas de los collares.
"El caballero va a despedirse", dijo, de pronto, mi abuelo; yo me puse de pie, no s¨¦ por qu¨¦, y mi abuela volvi¨® a mirar a las muchachas. Peter, entonces, se acerc¨® a ella y le bes¨® otra vez la mano. Dijo algo. Mi abuela le respondi¨® que gracias. Despu¨¦s se volvi¨® hacia las tres muchachas, que no se hab¨ªan movido, pero que esperaban anhelantes algo, no s¨¦ qu¨¦. Peter adelant¨® un paso, se detuvo, se llev¨® la mano al cuello y descolg¨® aquella cruz oscura cuya significaci¨®n yo ignoraba todav¨ªa. Con las manos abiertas y la cruz en ellas, se aproxim¨® primero a Obdulia y se la ofreci¨®. "?No, no!", pudo decir riendo, y repiti¨® la oferta a Isolina, pero s¨®lo se la entreg¨® a Pura. Lo que entonces dijo fue en la lengua que hablaba con mi abuelo, porque ¨¦ste lo tradujo: "Dice que es su condecoraci¨®n y que os la deja a las tres como recuerdo". Entonces Peter se volvi¨® y le dijo algo en la misma lengua: "Dice que, antes de marcharse, querr¨ªa daros un beso en la frente".
Ellas se ruborizaron, con alg¨²n arrumaco de a?adidura y alguna risa, pero se decidieron. Isolina la primera. Pura despu¨¦s. Obdulia, m¨¢s osada, le ofreci¨® la mejilla y recibi¨® el beso gui?¨¢ndole un ojo a Peter. Despu¨¦s se ech¨® a re¨ªr y sali¨® corriendo. "?Esta chiquilla!", dijo la abuela.
Peter tard¨® en despedirse de m¨ª, pero, aunque no lo hubiera hecho, yo no me habr¨ªa dado cuenta, al menos de momento, porque, desde unos minutos antes, lo que me preocupaba era saber, o averiguar, c¨®mo y por d¨®nde iba a marcharse, sobre todo cuando vi, despu¨¦s de los ¨²ltimos saludos, que se retiraba a la habitaci¨®n del fondo, si bien esta vez sin ruido de cerrojos: previamente mi abuelo le hab¨ªa hablado como quien da instrucciones, apuntando a la puerta de salida de la sala y trazando en el aire rectas y ¨¢ngulos. Poco despu¨¦s comprend¨ª que le estaba explicando el modo de abandonarnos sin necesidad de que le guiase nadie: como que Peter sali¨® solo, estuvo ausente unos minutos y regres¨® contento. Lo que le dijo a mi abuelo lo entend¨ª, aunque no sab¨ªa franc¨¦s, porque lo hab¨ªa o¨ªdo muchas veces: "Tr¨ºs bien, monsieur. Tr¨ºs bien". Lo que le habl¨® despu¨¦s ya no lo entend¨ª.
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