El caso de la televisi¨®n
No hay una televisi¨®n posmoderna por la sencilla raz¨®n de que, por el momento, no existe una teor¨ªa o una cr¨ªtica posmoderna de la televisi¨®n. Porque la posmodernidad puede ser muchas posas, especialmente si son cosas simult¨¢neas, contradictorias y algo insumables, pero en el origen de la epidemia siempre fue la teor¨ªa, la cr¨ªtica, la especulaci¨®n, la etiqueta, el nombre, la palabra. Sobre todo, la palabrer¨ªa lujosa de los intermediarios.Fue necesario el c¨¦lebre ensayo bautismal de Charles Jencks, en 1977, para que aquella arquitectura barata que Venturi, Moore, Stirling o Farrel hab¨ªan desparramado a?os antes por los suburbios empezara a ser admirada o vilipendiada como producto posmoderno. Hojeando la revista October, de Nueva York, Sherrie Levine y sus colegas de pastiche se enteraron de que aquellos juguetones saqueos que practicaban en lo s grandes almacenes del pasado eran el colmo posmoderno del arte.
Por culpa de aquella ca¨®tica Arca de No¨¦ que Paolo Portoghesi organiz¨® en la Bienal de Venecia a principios de los ochenta, gran parte de los j¨®venes dise?adores italianos de descabellados taburetes, l¨¢mparas, mesas y tresillos quedaron fatalmente inscritos en el circuito de la f¨®rmula pos, sin que sirvieran de mucho las protestas, las pol¨¦micas y las abjuraciones. En fin, desde que Umberto Eco, para curarse en salud, apostill¨® que la literatura posmoderna es el guiso de siempre espolvoreado de iron¨ªa, lo mismo con un toque de distinci¨®n entre c¨ªnico y par¨®dico, hasta nuestro se?or Don Quijote cabalga La Mancha con el sambenito a cuestas.
La posmodernidad es un tigre de papel. Pero de papel cuch¨¦, ilustrado a cuatricrom¨ªa, garabateado por los l¨ªderes de opini¨®n y de audiencia millonaria. El objeto posmoderno, animado o inanimado, es una fiel versi¨®n de la vieja f¨¢bula del Golem. El nombre es la clave, y s¨®lo despu¨¦s del conjuro del discurso legitimador, de la ingeniosa permutaci¨®n de consonantes y vocales hecha por los rabinos de la moda, el payaso posmoderno que asola este fin de siglo pudo esbozar algunos movimientos graciosos. Faltaba esa teor¨ªa que proclamara sin demasiado patetismo el fin de las teor¨ªas. O, de manera m¨¢s precisa, faltaba esa coartada que nombrara y etiquetara- no el vac¨ªo te¨®rico, como por ah¨ª insisten est¨²pidamente, sino la profunda vaciedad de unas teor¨ªas simples con impresentable respuesta para todo que no resistieron la primera marejadilla de la complejidad. Que es asunto bien distinto. No hay m¨¢s posmodernidad que la que arde en la boca de los buhoneros, los intermediarios, los envasadores y los amplificadores. Por eso mismo no se conocen obras posmodernas propiamente dichas. Quiero decir, producciones o creaciones que de entrada admitan sin rubor el prefijo, que se proclamen posmodernas a pecho descubierto. El artista posmoderno siempre es el otro. Pero resulta que el otro siempre est¨¢ luchando contra la etiqueta que le han colgado los dem¨¢s, como si de una marca infamante se tratara. En cambio, conocemos a cientos de cr¨ªticos, te¨®ricos, fil¨®sofos, escribas y rabinos que no s¨®lo asumen sin el menor problema de conciencia esa letan¨ªa en pos mayor o menor, sino que se dedican con celo misionero a bautizar infieles posmodernos contra su voluntad. El virus no existe, o, por el momento, nadie se ha puesto de acuerdo en aislar y describir los elementos que lo componen; pero existen los portadores del virus.
H¨¦roes de la epidemia
El olimpo de posmodernidad dise?ado, por los intermediarios consiste en combinar ingeniosamente un pu?ado de ¨ªdolos del m¨¢s variado pelaje cultural. Nombres que suelen repetirse machaconamente en las listas: Venturi y Farrel, Lyotard y Baudrillard, Mendini y Sottsass, Schnabel y Baselitz, Amis y Ballart, Vattimo y Lipovetsky, Bell y Maldonado. La prueba consiste en preguntar a estos o parecidos h¨¦roes de la epidemia, uno por uno, no ya si se consideran creadores posmodernos; preguntarles simplemente si sus obras podr¨ªan ser portadoras inconscientes del contagioso calificativo. Todos negar¨¢n (lo negaron ya docenas de veces) cualquier trato directo, indirecto o circunstancial con la posmodernidad.
Hubo otras ¨¦pocas y otros movimientos art¨ªsticos en los que, en terminolog¨ªa de Tom Wolfe, los celadores de la palabra, el beau monde de Culturburgo, hicieron m¨¢s o menos lo mismo: usurparon el puesto a los creadores. Aquellos cr¨ªticos y te¨®ricos llamados Greenberg, Rosenberg o Steinberg fueron los grandes protagonistas del expresionismo abstracto, el pop, el op y otras oleadas modernistas, de mediados de siglo. Pero ni Pollock, ni Kooning, ni Johns, ni Lichtenstein, ni Warhol se negaban a s¨ª mismos como expresionistas abstractos, poperos, conceptuales o minimalistas. Incluso exhib¨ªan orgullosamente la pegatina que los celadores de la palabra pintada les hab¨ªan colocado en el pecho. Esa puede ser una buena, diferencia.
No existe posibilidad de hablar de una televisi¨®n posmoderna porque, al menos aqu¨ª, todav¨ªa se practica, a prop¨®sito de la pantalla del cuarto de estar, un discurso francamente premoderno. Para renegar del pasado modernista parece necesario, en principio, la existencia de un cierto pasado modernista. Y la televisi¨®n no s¨®lo es un invento demasiado reciente e incompleto (sobre todo en este pa¨ªs de necio y contumaz monopolio estatal), sino que esas fobias y filias que el chisme suscita en el mundillo de la cr¨ªtica y de las teor¨ªas acad¨¦micas suenan a cualquier cosa menos a posmodernidad. M¨¢s todav¨ªa. Precisamente a la televisi¨®n, pero s¨®lo a la televisi¨®n, le exigimos aqu¨ª ciertas virtudes ¨¦ticas y est¨¦ticas que ya pocos le exigen a la literatura, el arte, el cine, el urbanismo, el dise?o o la filosof¨ªa desde la presunta crisis de la modernidad: trascendencia, buen gusto, seriedad, compostura, objetividad, pedagog¨ªa, lenguaje espec¨ªfico, anticonsumismo, incluso depuraci¨®n comercial.
Descreo por varios motivos de la posmodernidad, sobre todo cuando es posmodernidad a la espa?ola. Apuntar¨¦ s¨®lo tres. En primer lugar, porque la mayor parte de esos fen¨®menos m¨¢s o menos culturales, y siempre urbanos, que en este pa¨ªs llamamos alegremente posmodernos, merecen en rigor el nombre de tardomodernismos. En segundo lugar, porque no tengo muy claro que hayan entrado en crisis los conceptos de raz¨®n y progreso, los dos grandes fundamentos de la modernidad, cuyo derrumbe anunciado ha generado ese dichoso vac¨ªo sobre el que se ha instalado la moda. Lo m¨¢s probable es que hayan surgido nuevos modelos de raz¨®n y de progreso muy distintos de los que acu?¨® el viejo proyecto ilustrado; en cualquier caso, bastante m¨¢s complejos. Pero eso no significa la apresurada y simplista jubilaci¨®n de los mismos, sino todo lo contrario, su necesaria y urgente revisi¨®n. En tercer lugar, porque en ese caj¨®n de sastre caben demasiadas cosas.
Ahora bien, dispuestos a seguir utilizando por comodidad, flojera o turismo municipal esa etiqueta de la que reniega todo etiquetado, parece claro que existen en la cultura contempor¨¢nea una serie de dispersos tics, man¨ªas o rasgos que, como aquellos nombres citados, se repiten insistentemente en la mayor parte de esas prosas portadoras del virus.
Fragmentaci¨®n
Cualquier programa elemental de tratamiento de textos ser¨ªa capaz de detectarlas y agruparlas alfab¨¦ticamente en pocos minutos. Fragmentaci¨®n, pastiche, parodia, discontinuidad, ambig¨¹edad, eclecticismo, reutilizaci¨®n, publicidad, audiencias amplias, saqueos hist¨®ricos, bastard¨ªa est¨¦tica, fundamento comercial y toda esa lista nada excitante que ya sabemos de memoria. Pues bien, afirmo que la televisi¨®n es el ¨²nico objeto contempor¨¢neo que desde su nacimiento re¨²ne esos o parecidos rasgos que dicen propios del llamado discurso posmoderno.
Cuando los nuevos celadores de la palabra pos enumeran su ca¨®tica (y nada original) sintomatolog¨ªa a prop¨®sito de la arquitectura, la pl¨¢stica o la literatura, tengo la viva sensaci¨®n de que est¨¢n describiendo los vicios y virtudes de la pantalla casera. Pero cuando los cr¨ªticos y te¨®ricos de este medio ajustan cuentas con la televisi¨®n, enumeran todos y cada uno de aquellos elementos que eran el fundamento de la cultura moderna; le exigen al tubo, ya digo, lo que desde hace mucho tiempo no le exigen al resto de las artes y las letras contempor¨¢neas. En definitiva, el discurso (dominante, dec¨ªamos entonces) sobre la televisi¨®n es una permanente lucha contra la propia naturaleza de la televisi¨®n. Les desespera justamente lo que postulan en otros territorios: la fragmentaci¨®n, el pastiche, la bastard¨ªa, la comercialidad, la enorme audiencia, el primado de la popularidad, el popurr¨ª, el cinismo, el vac¨ªo, la pacotilla, la provisionalidad y lo discontinuo. Incluso los ateos de la raz¨®n y el progreso lo cuentan con patetismo, sin el menor gramo de iron¨ªa, como si estuvieran suplicando al chisme (a esa mezcla de circo y de telediarios) dosis muy ilustradas de raz¨®n y progreso.
Resumen de la paradoja. Si la posmodernidad s¨®lo es esa palabra te¨®rica que justifica la evaporaci¨®n de las teor¨ªas simples para no mirar de frente hacia la complejidad, resulta que el ¨²nico objeto que por su intrincada naturaleza merece el apellido posmoderno, o que podr¨ªa simbolizar sin m¨¢s pre¨¢mbulos tantas horas de palabrer¨ªa y tantos kilos de papel cuch¨¦, no s¨®lo carece por completo del discurso legitimador de los prosadores del virus, sino que, encima, la pantalla del cableado cuarto de estar es el ¨²nico producto del hipermercado contempor¨¢neo que utilizan para practicar impunemente aquellos viejos discursos de la modernidad que, seg¨²n afirman, carecen de sentido en los tiempos actuales.
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