Tras la larga noche
La ley aprobada recientemente por ambas C¨¢maras del Parlamento uruguayo por la que libera de responsabilidad penal a los militares y polic¨ªas que cometieron cr¨ªmenes de lesa humanidad en los pasados a?os de la d¨¦cada del setenta y principios del ochenta, marca momento decisivo, no precisamente brillante, en la historia de la joven y fr¨¢gil democracia instaurada en el peque?o pa¨ªs suramericano hace algo menos de dos a?os.
El desencanto progresivo que ha ido erosionando las esperanzas de todo un pueblo t¨¦rmino de una larga noche de m¨¢s de una d¨¦cada de terror ha dado paso progresivamente un sentimiento colectivo de frustraci¨®n y de incertidumbre sobre el futuro de esa democracia.
Las posibilidades para que se llegue a una anhelada pacificaci¨®n nacional basada no s¨®lo en la vigencia de las libertades ciudadanas, efectivamente recuperadas desde la asunci¨®n del presidente Julio Maria Sanguinetti, sino tambi¨¦n en la justicia que implica en primer t¨¦rmino una distribuci¨®n m¨¢s equitativa de los sacrificios que impone la recuperaci¨®n econ¨®mica de un pa¨ªs saqueado por la acci¨®n combinada de la dictadura militar y el capital financiero internacional, enfrentado adem¨¢s a una muy desfavorable situaci¨®n internacional, han quedado seriamente hipotecadas.
Si es de justicia reconocer al nuevo gobierno civil la fiel observancia del respeto a los derechos y libertades populares y, tan importante como esto, la recuperaci¨®n de la dignidad nacional en materia de pol¨ªtica exterior, especialmente en lo que ata?e a los problemas latino americanos, tambi¨¦n es cierto que su gesti¨®n econ¨®mica, juzgada, no solamente por la oposici¨®n, como una suerte de continuismo con la implantada a sangre y fuego por los militares, ha sido el aspecto m¨¢s criticado la causa principal de la desesperanza que ha ido ganando al pa¨ªs.
Un manto de olvido
En ese marco la aprobaci¨®n de una ley que pretende poner un manto de olvido sobre cr¨ªmenes tan recientes, que han dejado heridas tan profundas, no en un n¨²mero determinado de individuos o familias, sino en sociedad entera, es sentida por ¨¦sta como una nueva afrenta, como el germen de futuras discordias, y deja la sensaci¨®n de que la fragilidad de las instituciones es mayor a¨²n de lo que se cre¨ªa y de que el poder real no reside precisamente en ellas.
La pacificaci¨®n, que se ha esgrimido como finalidad ¨²ltima de la ley, entendida como el funcionamiento arm¨®nico de los distintos sectores sociales y no como la paz de los cementerios, no se logra por decreto. Tampoco el olvido. M¨¢xime si la ley que pretende establecer esa pacificaci¨®n choca con el sentir de la mayor¨ªa de la poblaci¨®n, como ocurre con ¨¦sta si se da cr¨¦dito a las encuestas de opini¨®n efectuadas en Uruguay.
Dos tipos de argumentos contrapuestos se han esgrimido en el pa¨ªs en torno a este problema. Por un lado, el favorable a la amnist¨ªa, que ha tenido un consecuente defensor en el presidente Julio Mar¨ªa Sanguinetti, sostiene que si se otorg¨® una medida similar a los guerrilleros, incluidos aquellos que hab¨ªan cometido delitos de sangre, por qu¨¦ no ha de otorgarse igual tratamiento a los militares.
En segundo t¨¦rmino se apela a la tradici¨®n hist¨®rica del pa¨ªs, que desde su iniciaci¨®n como Estado independiente en 1830 vivi¨® durante casi un siglo en situaci¨®n de confrontaci¨®n armada interna casi permanente, y que siempre esas luchas se saldaron con una amnist¨ªa, pese a que tanto blancos como colorados hab¨ªan cometido excesos que quedaban como cuentas pendientes
Argumentos falaces
Sin entrar en consideraciones sobre el tema de la violencia dentro la lucha pol¨ªtica, sobre el que tanta confusi¨®n e hipocres¨ªa se derrama cada d¨ªa, primer argumento parece olvidar que los guerrilleros, hombres y mujeres, y muchos otros que no lo eran pero que no tu vieron ninguna posibilidad de probarlo, hab¨ªan cumplido ocho, 10 y hasta 14 a?os de prisi¨®n en condiciones destinadas a su destrucci¨®n f¨ªsica y ps¨ªquica.
Hubo otras v¨ªctimas, no contabilizadas entre los que padecieron c¨¢rcel, a las que se conden¨® a la callada, lacerante condena del exilio, que no se acaba con el fin de la dictadura que los extra?¨® de su tierra. Hubo, por ¨²ltimo, una innegable presi¨®n social para que se pusiera en libertad a los presos pol¨ªticos.
Por lo que se refiere a la invocaci¨®n de la tradici¨®n hist¨®rica, es cierto que hubo por ambos bandos algunos episodios de violencia condenable en los que se atent¨® contra la vida de prisioneros indefensos, pero que no impidieron la sanci¨®n de una amnist¨ªa.
Pero tambi¨¦n es cierto que no fueron muchos en proporci¨®n al n¨²mero de enfrentamientos armados y que eran parte de un contexto donde la violencia era un componente casi constante en un medio naturalmente violento. Y en ning¨²n caso comparable con lo ocurrido en el pa¨ªs en los ¨²ltimos a?os.
La tortura sistem¨¢tica, a priori, la violaci¨®n de las mujeres detenidas, la planificaci¨®n fr¨ªa de la destrucci¨®n de seres humanos indefensos cuando ya no constitu¨ªan ning¨²n tipo de peligro, el saqueo de los bienes de los presuntos culpables, fueron hechos que marcaron profundamente a la sociedad uruguaya.
La Suiza de Am¨¦rica
Una sociedad que no es de masas, no s¨®lo por la exig¨¹idad de sus escasos tres millones de habitantes, sino por una tejida red de contactos sociales que hace que cuando uno de sus miembros es golpeado los golpes repercuten mucho m¨¢s all¨¢ de su cuerpo o del ¨¢mbito familiar.
Una sociedad que hab¨ªa vivido en paz casi ininterrumpida por m¨¢s de medio siglo y donde era impensable la persecuci¨®n por motivos pol¨ªticos.
Especiales circunstancias internas y externas hab¨ªan permitido a comienzos de siglo que Jos¨¦ Batlle y Ord¨®?ez, un estadista, dotado de una visceral solidaridad con los d¨¦biles y perseguidos, pusiera los Cimientos de la llamada, con evidente exageraci¨®n, la Suiza de Am¨¦rica, un Estado de bienestar a escala subdesarrollada con inusitada estabilidad institucional.
De la experiencia batllista sobrevivi¨® d¨¦cadas despu¨¦s de su muerte, en 1929 —adem¨¢s del mito, utilizado por los herederos pol¨ªticos para ganar elecciones—, una cierta forma del ser nacional, un "estilo batllista", —barrido definitivamente por el vendaval de sus ¨²ltimos a?os, a fines de los sesenta— por el cual todos los problemas terminaban resolvi¨¦ndose por la v¨ªa de las negociaciones.
La crisis econ¨®mica hab¨ªa hecho inviable el modelo, pero el esp¨ªritu que hab¨ªa impregnado la sociedad perdur¨®, bastante tiempo despu¨¦s
Caf¨¦ y pol¨ªtica
Todav¨ªa por esos a?os Esteban Kikich, un emigrante yugoslavo afincado en Uruguay, ejemplar dirigente sindical, despu¨¦s de haber estado unas semanas en la c¨¢rcel central de Montevideo en raz¨®n de sus actividades sindicales y en aplicaci¨®n de medidas especiales ante una huelga general, concurr¨ªa una vez por semana a la sede policial a tomar caf¨¦ y discutir de pol¨ªtica invitado por el jefe, un abogado batllista de viejo cu?o, una especie en v¨ªas de extinci¨®n ya por entonces.
Sobre esa conciencia colectiva que todav¨ªa hoy periodistas de origen y caracter¨ªsticas tan dis¨ªmiles como Jos¨¦ Luis Mart¨ªn Prieto, de EL PA?S, o Leif Norrman, del Dagens Nyheter, de Estocolmo, han podido detectar se abati¨® el terror de Estado que ahora ha quedado impune.
Contra esa impunidad parece estar, seg¨²n todos los indicios, la mayor¨ªa de la poblaci¨®n uruguaya.
No, seguramente, por deseos de venganza, sino de justicia y de ¨¦tica. Ninguna sociedad puede deso¨ªr los leg¨ªtimos reclamos de justicia de sus miembros, argumenta el Servicio de Paz y Justicia, instituci¨®n .de inspiraci¨®n cristiana, que agrega que "no s¨®lo es in justo, sino humanamente imposible que una sociedad democr¨¢tica albergue al torturado y al torturador cuando este ¨²ltimo permanece impune por su delito".
Adem¨¢s de los argumentos basados en la legislaci¨®n internacional, en imperativos ¨¦ticos y de justicia que respaldan las cr¨ªticas a la ley aprobada, quiz¨¢s lo m¨¢s esencial sea la hipoteca que la ley supone para el futuro de la democracia uruguaya.
Esta ley ha sido aprobada bajo la presi¨®n y la amenaza de los militares, apenas unas horas antes de que el primer acusado deb¨ªa comparecer ante la justicia civil. Tambi¨¦n unas horas antes el comandante en jefe de las fuerzas armadas hab¨ªa exhortado a todos sus subordinados a no presentarse a la convocatoria judicial y a resistir cualquier intento de hacerlos comparecer por la fuerza p¨²blica como es de rigor cuando un acusado desatiende una estimaci¨®n de la justicia.
La aprobaci¨®n de la ley durante un fin de semana procur¨® evitar que el desacato a .la justicia se consumara. Se salvaron las formas, pero la realidad no cambi¨® por ello.
La claudicaci¨®n
No es la primera vez que el Parlamento uruguayo claudica. En 1972 vot¨® una ley declarando el estado de guerra interno bajo la presi¨®n de circunstancias dram¨¢ticas, pensando que los militares, despu¨¦s de poner la casa en orden, retornar¨ªan tranquilamente a los cuarteles.
Esa claudicaci¨®n le cost¨® al pa¨ªs sangre y l¨¢grimas y a los pol¨ªticos su marginaci¨®n durante 12 a?os. La experiencia no ha servido de mucho.
Los militares uruguayos, hay que reconocerlo, se retiraron del Gobierno bajo un repudio un¨¢nime, pero no derrotados. Han seguido conservando una cuota importante de poder, se han autoadjudicado un papel tutelar y no han ocultado la posibilidad de un retorno. Diversos episodios en estos casi dos a?os de gobierno civil lo comprueban.
En esta situaci¨®n reside, sumado a los otros factores conocidos —deuda externa, desigual relaci¨®n en los t¨¦rminos de intercambio, cierre de mercados y varios etc¨¦teras—, el drama de la democracia uruguaya, que no es exclusivo de ¨¦sta, sino que puede hacerse extensivo a todas las nuevas democracias m¨¢s o menos restauradas en el Cono Sur latinoamericano.
Ricardo Moreno es periodista uruguayo.
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