Los signos de la historia
De golpe, en el espacio de un par de a?os, la fiesta ha recuperado sus m¨¢s abruptas se?as de identidad. En la adversidad de un su puesto decadentismo, criticada por puristas irredentos, zaherida por puristas zool¨®gicos y vilipendiada por los b¨¢rbaros de la Europa tecnol¨®gica y avanzada, la fiesta se yergue, de pronto con el precario orgullo de una virilidad cuestionada. Y llega la apoteosis: Paquirri y Pozoblanco, Yiyo y Colmenar Viejo, Pepe Luis Vargas y la Maestranza. Ah¨ª est¨¢n las claves, los signos de la historia. La pasi¨®n no es controlable, y una corriente subterr¨¢nea y densa envuelve a toreros y aficionados. Hay aromas de cloroformo y brillos de hule en el aire de esta temporada. Y, por si algo faltara, una francesa de rompe y rasga ha venido a echar una mano con la escabrosa narraci¨®n de sus andanzas, m¨¢s bien tumbanzas con nuestros toreros machos. Mal le va a ir por estos predios a la francesa como contin¨²e sus insidias en torno al dogma por excelencia de la mitolog¨ªa popular taurina: la insuperable condici¨®n del torero de s¨ªmbolo sexual. El mundo de los toros, a salvo el momento supremo de la lidia, es un mundo turbio y mercantilista en el que abundan los p¨ªcaros toscos y desalmados. No tiene siquiera la grandeza ambigua de una marginalidad fronteriza y hay que echarle mucha literatura para verle un ¨¢pice de esplendor. Pero no hay que enga?arse. La fiesta se llama nacional por algo. No porque resuma, defina o represente . a todo un colectivo, sino porque sintetiza y filtra alguna de nuestras constantes hist¨®ricas.?Qu¨¦ consideraci¨®n moral merece aquel que, desde ese humanitarismo zool¨®gico ya aludido antes, grita "queremos m¨¢s Avispaos" y alza al toro que mat¨® a Paquirri como ense?a de su cruzada humanitaria?En ¨¦pocas de desasosiego, de inciertas crisis o de abatimiento sublimado, el arte de lidiar toros toma relieve y pujanza. As¨ª las cosas, estamos en el inicio de una temporada taurina dial¨¦ctica -en el sentido cient¨ªfico y vulgar de la palabra-. y apasionada. S¨®lo le falta una figura cumbre que trasvase a¨®tros escenarios el aura ¨¦pica y mercurial de las gestas en los ruedos. Una figura con suficiente capacidad intelectual o social que nos impregne a todos de sus emanaciones divinas. Alguien con la inquieta pasi¨®n por la cultura de Belmonte, con el dispendioso se?or¨ªo -de S¨¢nchez Mej¨ªas, la inteligencia c¨ªnica y mundana de Luis Miguel Domingu¨ªn, el glamour -misterioso y tosco- de Ord¨®fiez o el populismo arbitrista de El Cordob¨¦s. En los ¨²ltimos cuatro o cinco a?os, pintores, escritores, pol¨ªticos y artistas en general han pretendido atribuir a Anto?ete, un soberano torero, alguila de estas cualidades. En vano, Chenel ha demostrado que, fuera de los ruedos, cualquier sobredimensi¨®n que se le asigne es pura fabulaci¨®n literaria. Para Anto?ete, el mejor torero de las ¨²ltimas temporadas, la m¨¢xima categor¨ªa intelectual se encarna en El Fari, que le ha hecho una canci¨®n a contraest¨ªlo.
Orson Welles nunca descansar¨¢ en su finca. Ni este tiempo hist¨®rico ni el poder que lo controla han encontrado todav¨ªa su torero emblem¨¢tico. Podr¨ªa ser Espartaco, pero sus haza?as amorosas, que, si hacemos caso a la francesa Denisse, no son precisamente las de un atleta del sexo, lo descartan. Ser¨ªa una mala imagen o, cuando menos, insuficiente. As¨ª estamos, pues, en estos sanisidros; entre el fulgor de la muerte y el fluir de la sangre, sin mentiras piadosas ni ret¨®ricas exculpatorias. Al desnudo, sin trampa ni cart¨®n. En este despojamiento, nos basta con la pulsi¨®n freudiana de la tragedia y el ¨¦xtasis insurgente de una fatalidad sin misericordia.
Babelia
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