Quien est¨¢ cansado de Londres
Dijo Samuel Johnson. Quien est¨¢ cansado de Londres —complet¨® el doctor Johnson— est¨¢, se?or, cansado de la vida. Johnson, el m¨¢s conocido ciudadano de Londres, no naci¨® en esta ciudad y vino ac¨¢ cuando ya ten¨ªa 30 a?os. El doctor Johnson hasta compuso un poema urbano titulado London. Ahora comparto su visi¨®n de Londres como una met¨¢fora de la vida.
Pero otro poeta ingl¨¦s, Shelley, escribi¨®: "El infierno es una ciudad muy parecida a Londres". Shelley no ten¨ªa raz¨®n, pero ten¨ªa razones. Su primera esposa se suicid¨® en Londres, ahog¨¢ndose en un estanque, La Serpentina, que queda en Hyde Park, ah¨ª en la esquina. La mezcla de tragedia y rid¨ªculo (nadie se ahoga en tan poca agua) afect¨® a Shelley. Pero cuando el poeta —vidas conc¨¦ntricas— se ahog¨® tambi¨¦n, su segunda esposa, Mary Shelley, que escribi¨® Frankestein no por accidente, ten¨ªa el coraz¨®n disecado del poeta encima de su escritorio, en una mezcla de rid¨ªculo y sublime obsesi¨®n.
?Cu¨¢l de los dos poetas tiene la raz¨®n? He vivido en el infierno y en el cielo de Londres y prefiero, por supuesto, recordar la gloria que fue Londres, por que nadie quiere acordarse de la desgracia en tiempo feliz. Toda la gente infeliz es igual de aburrida. S¨®lo los dichosos son distintos.
Para m¨ª, la d¨¦cada de Londres comenz¨® en 1963, cuando visitamos la ciudad Miriam G¨®mez y yo en noviembre de ese a?o. Ven¨ªa de Bruselas de vacaciones de un cargo diplom¨¢tico, y Londres era la luz. Caminando bajo la lluvia en pleno West End, donde sin saberlo vivir¨ªa, nos sorprendi¨® una griter¨ªa incoercible. A la vuelta de la esquina nos encontramos con una multitud de ni?as, literalmente chicas j¨®venes, que gritaban un nombre, y al mismo tiempo sal¨ªan de un teatro cuatro: unos muchachos con el pelo cortado como Lawrence Olivier en Enrique V, que era su versi¨®n de la edad media en el cine. Preguntamos qui¨¦nes eran y una o dos de las muchachas gritaron a d¨²o: beetles. ?Qui¨¦nes? " ?Beatles! Pero si tiene que preguntar no sabr¨¢ nunca qui¨¦nes son!". Cheeky girls! Estaban, adem¨¢s, equivocadas. Pero ¨¦sa fue la introducci¨®n al canto y al encanto, y, claro, a esa era y a ese Londres.
Londres ya exist¨ªa en tiempos de Julio C¨¦sar, pero apuesto que no era tan divertida como ahora. O, en todo caso, como lo fue en los a?os sesenta, cuando la ciudad acept¨® un sobrenombre que inmortaliz¨® la revista Time al llamarla Swinging London o "Londres que se menea", d¨¢ndole al meneo una intenci¨®n sexual. Recuerdo a Londres en esa d¨¦cada que dur¨® tres a?os, y no era sexo todo lo que se mov¨ªa. Aunque tengo que confesar que bastante era sexo, mucho era sexo y el resto era imagen.
Conversando con Roman Polanski en Barcelona en el verano, Polanski recordaba la ciudad perdida o prohibida para ¨¦l, que no puede visitarla a riesgo de ser deportado a Estados Unidos acusado de tener sexo ilegal con una menor. Hablaba de la libertad de Londres como si estuviera condenado a vivir en una Polonia eterna. Enseguida rememoraba a las muchachas del Londres de los sesenta: "Tan libres, tan lindas...". ?se es mi recuerdo tambi¨¦n, y estoy tan lejos de esas bellezas cotidianas como Polanski. S¨®lo puedo recordarlas porque ese tiempo se fue con el viento de la moda, que es tan avasallante como la historia.
Recuerdo, por ejemplo, a Genevieve Waite, la estrellita de Joanna, que nadie vio, excepto los de entonces, que ya no somos los mismos. Genevieve, con su minifalda de rigor pero sin nada debajo, hizo su entrada en el restaurante ?lvaro, que ya no existe, pero existi¨® en King's Road, cuando King's Road era el centro de Chelsea y Chelsea era el centro universal de la fama. Estaba almorzando tarde en ?lvaro y alguien le dijo a Genevieve que yo era escritor de cine. Vino enseguida a mi mesa. Con habilidad pasmosa se sent¨® en mis piernas, y con el pasmo de saber que esa carne era m¨¢s real que la que ten¨ªa en mi plato, conociendo que debajo de su falda no hab¨ªa nada y lo hab¨ªa todo, me dijo parodiando al Hollywood de Scott Fitzgerald (que describi¨® una escena casi id¨¦ntica 30 a?os antes): "?Cu¨¢ndo hacemos mi pr¨®xima pel¨ªcula?". Mi azoro fue igual que el de Fitzgerald y no pude responder literariamente a lo que era una proposici¨®n f¨ªsica. Genevieve se levant¨® y se fue a su mesa, al fondo. No la volv¨ª a ver ni siquiera en la pantalla. Pero no pude olvidar su cheek, que en ingl¨¦s quiere decir descaro y tambi¨¦n cachete, aunque no s¨®lo los de la cara. Cheers! Otra vez, en el restaurante The Spot, al otro lado de la calle, almorzando de nuevo, me atendi¨® una camarera alta, rubia, tan distante como desde?osa, que, sin embargo, me ofreci¨® algo que no estaba en el men¨². Llevaba una minifalda que era toda mini y casi no era falda. Despu¨¦s de tomar mi orden se inclin¨® a la mesa de enfrente, y al hacerlo comprob¨¦ que no llevaba nada debajo, como Genevieve, pero nada interesada en su carrera. Por un breve momento contempl¨¦ lo que ser¨ªan luego los predios peludos Playboy y de Penthouse, pero que eran entonces absolutamente pasmantes en la vida diaria. La camarera rubia era rubia natural. Esas visiones velludas eran King's Road, eran el Swinging London, eran la libertad que Polanski todav¨ªa a?ora.
Pero no todo era ardor en el Swinging London. Est¨¢ mi aleccionadora relaci¨®n con los creadores de la d¨¦cada, los Beatles. Conocer a los h¨¦roes de cerca, desde Homero, es siempre una decepci¨®n. En el caso de los Beatles la decepci¨®n fue por partida cu¨¢druple. El peor fue John Lennon; el menos malo, Paul McCartney. Ringo ni si quiera sab¨ªa su instrumento. En una grabaci¨®n en Abbey Road, despu¨¦s de un ensayo ca¨®tico, Ringo tuvo que ser sustituido al drum, a veces por Paul y otras por un drummer profesional. Aparentemente, Ringo era incapaz de sostener un comp¨¢s de tres por cuatro sin perderse. George Harrison fue el compositor de la m¨²sica para una pel¨ªcula que escrib¨ª, titulada Wonderwall, un desastre incalificable. No s¨¦ c¨®mo el director de la pel¨ªcula hizo relaci¨®n con George Harrison. Pero mi trabajo me obligaba a estar siempre en el estudio, la vieja nevera de Twickenham. Una noche temprano, viendo los rushes diarios, se apareci¨® George Harrison en el teatro. Estuvo viendo esos rushes y otros que el director hizo traer a toda prisa. George dijo que har¨ªa la m¨²sica, y la hizo, aunque no para esa pel¨ªcula, que era una historia de amores desgraciados entre una pareja del Swinging London y un viejo bi¨®logo de al lado que los expiaba, primero con curiosidad cient¨ªfica, luego con inter¨¦s sexual creciente (por la entonces muy joven y muy bella Jane Birkin), y finalmente la salvaba a ella de una suerte peor que la muerte: el suicidio por amor. George Harrison hizo una m¨²sica hind¨², con instrumentos hind¨²es y m¨²sicos de la India. Era como asociar a Rossini a Romeo y Julieta. Con todo, la m¨²sica fue lo mejor de la pel¨ªcula, que era todo menos india.
Mary Quant era la reina, o, mejor, la dictadora de la moda entonces, subiendo la falda hasta hacerla desaparecer. Ella declaraba que el sudor ol¨ªa bien. "Claro, el sudor fresco", aclaraba. "Es el sudor viejo el que huele a rancio". Y todo el mundo se puso a sudar fresco. Era el imperio de las mujeres j¨®venes: Jean Shrimpton, conocida como La Gamba, joven; Twiggy, la ramita, era todav¨ªa m¨¢s joven. Los flower people fueron, de pronto, las muchachas en flores, a la sombra de las que nos dormimos esperando caer los p¨¦talos. Deshojando a Margarita, desfoliando a Petunia, quit¨¢ndole las espinas a Rosa. ?D¨®nde est¨¢n esas flores de anta?o? Desaparecieron, y para disimular su huida, Twiggy se hizo gorda. Del tiempo y de la moda. Hasta Quant pas¨® de modas.
Pero en el mismo centro de la moda en flor los Beatles abrieron una tienda en los predios de Sherlock Holmes, que es Baker Street. Los Beatles vinieron y se fueron, pero Sherlock Holmes permanece. El mito es m¨¢s poderoso que cualquier fama, aun la que dura m¨¢s de 15 minutos. Pero puedo decir: "cu¨¦lgate, bravo Crillon, que Apple abri¨® una tienda en Londres y t¨² no estabas". Yo estaba, estuve inclusive la noche fr¨ªa de oto?o en que se inaugur¨®, con el viento de la moda soplando en esa esquina del Londres victoriano, con los reflectores sobre las fachadas en una versi¨®n inglesa del logo de la 20th Century Fox, con el enorme mural pintado por Simon y Marijke sobre la pared lisa de la tienda quedaba a Baker Street, con la multitud que abandonaba taxis y RolIs Royces (no hab¨ªa veh¨ªculo intermedio) para entrar en la tienda que dur¨® s¨®lo un invierno. ?D¨®nde est¨¢n las nieves de ayer? Dentro, en Apple, el calor americano, la calefacci¨®n, sofocaba, afocaba.
La noche de la apertura de Apple (tienda total con dise?os de Simon y Marijke, que hab¨ªan dise?ado parte de los decorados de Wonderwall) hicimos la entrada de la tienda por Baker Street, a trav¨¦s de una multitud de cabezas rubias que ni el Dr. Johnson ni el Dr. Watson pudieron imaginar. La tienda estaba abarrotada ya sin vender nada todav¨ªa, y bajamos al s¨®tano el director de cine, Miriam G¨®mez y yo. Enseguida descendieron, como en un ascensor, los cuatro que hac¨ªan ¨¦poca.
Paul McCartney fue, como parec¨ªa, atento y blando, y Ringo re¨ªa, liberado de la misi¨®n de llevar el comp¨¢s. De pronto, John Lennon advirti¨® la presencia del director y se volvi¨® a Paul: "?Que hace este tipo aqu¨ª? ?Amigo tuyo o qu¨¦?" Antes de que Paul dijera en broma, "o qu¨¦", George intervino, suave, bajo: acababa de hacer la m¨²sica para una pel¨ªcula suya que deb¨ªa ver. John se volvi¨® al director contrito (siempre sospech¨¦ que a Lennon le molestaba que el director de cine fuera m¨¢s alto) y dijo: "Raz¨®n de m¨¢s para no quererlo aqu¨ª, ?no te parece, George?". Con el mismo impulso, se volvi¨® a Marijke, que hab¨ªa decorado su ¨²ltimo Rolls, y le dijo algo que hizo saltar las l¨¢grimas a la dutchka, como la llamaban todos. Era un chiste, pero no bromeaba John Lennon, el de los juegos de palabra, de las melod¨ªas y los poemas dad¨¢. Beatles era su mala ortograf¨ªa por beetie, escaraba jo. John Lennon era, personalmente, tan atroz como Frank Sinatra. Su fin me sorprendi¨® menos que su principio.
Mis memorias del resto de la d¨¦cada no pertenecen a Londres, sino a Hollywood, donde fui para hacer mi pel¨ªcula Vanishing point. Hospedado en el hotel Chateau Marmont, donde hab¨ªa pasado su tr¨¢gica luna de miel Jean Harlow y morir¨ªa John Belushi, y sin que hubiera ninguna relaci¨®n entre los dos, alguien, tal vez el mismo director de Wonderwall, me dijo que los Beatles se hab¨ªan disuelto y cada uno se hab¨ªa ido con su m¨²sica a otra parte. ?Era el fin de una era?
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