Comamos y bebamos
En Espa?a hay mucha gente que vive muy bien: desproporcionadamente bien en relaci¨®n con la media de la riqueza nacional. Existen propietarios de empresas arruinadas que derrochan opulencia, profesionales de tres al cuarto que adquieren una casa cada a?o, funcionarios que ahorran varias veces el importe de su sueldo, terratenientes de fincas est¨¦riles que mantienen el rumbo de sus antepasados y sobre todo individuos de actividades ambiguas que, sin pagar apenas impuestos e incluso sin oficina instalada, dilapidan una fortuna cada d¨ªa.Para ser un pa¨ªs pobre, como al parecer somos, el lujo es ostentoso y el nivel de consumo elevad¨ªsimo. Los restaurantes caros, que florecen en cada esquina, son inaccesibles para quien no ha reservado su mesa con antelaci¨®n. Tampoco hay entradas para los espect¨¢culos, masivos o selectos, sin que nadie se preocupe de su precio: cuanto m¨¢s caros, m¨¢s llenos. Las tiendas rebosan de mercanc¨ªas exquisitas tra¨ªdas de lugares lejanos. Los anuncios ofrecen el escaparate de bienes y servicios propios de una sociedad refinada: coches, joyas, lugares de veraneo, objetos sofisticados. En Espa?a se gasta a partir de las nueve de la noche m¨¢s que en otros pa¨ªses de Europa durante las 24 horas del d¨ªa. Esto parece el reino de Jauja, donde el ocio es dilatado y no hay otra ocupaci¨®n que la de gastar y consumir.
Los observadores superficiales y los economistas aficionados se preguntan c¨®mo es posible que en un pa¨ªs pobre de solemnidad se pueda vivir tan bien (a juzgar por el consumo visible) trabajando tan poco (a juzgar por la vida nocturna y los calendarios laborales).
La respuesta es muy sencilla: no se trata de un milagro ind¨ªgena, sino de una f¨®rmula elemental, conocida desde que el mundo es mundo: para que haya muchos ricos en un pa¨ªs pobre basta con hacer simult¨¢neamente muchos pobres, que compensen con sus ayunos las comilonas de aqu¨¦llos. Esto ya lo sab¨ªan y practicaban a su manera nuestros abuelos, y las cosas no han cambiado en este punto. Lo ¨²nico que ahora sucede es que la opulencia se ha hecho agresiva. Antes, los pobres -mendigos, obreros y cesantes- ocupaban las calles, y la buena sociedad viv¨ªa retirada en sus fincas. Ahora, los pobres ocupan las provincias y los barrios metropolitanos, mientras que los ricos exhiben sin pudor su consumo desenfrenado.
Si la f¨®rmula del desigual reparto de la riqueza sigue siendo la misma, ya es otra, en cambio, la actitud ¨¦tica valoradora del fen¨®meno: la hartura en un mundo de hambre ha dejado de ser pecado, y ya no hay nada que ocultar ni que hacerse perdonar. En esta sociedad hedonista nadie habla de los pobres; son los ricos los protagonistas de los medios de comunicaci¨®n de masas. Espa?a es un min¨²sculo archipi¨¦lago, incesantemente aireado, de lugares de incre¨ªble densidad de consumo, rodeado de un inmenso desierto, absolutamente silenciado, donde vive la pobreza. Los focos de la atenci¨®n p¨²blica se concentran en la gastronom¨ªa refinada que alimenta a los nuevos ricos, en los antros de la jet society donde se hace almoneda de artistas decadentes y arist¨®cratas deca¨ªdos, en los cazaderos de los yuppies y en las tabernas de la posmodernidad autocomplaciente y fantasmag¨®rica. Nada queda para la inmensa, para la abrumadora mayor¨ªa de quienes, trabajando o no trabajando, penan a fin de mes, amanecen sin ilusiones y se acuestan sin saber lo que les espera ma?ana o angustiados cabalmente porque lo saben.
Lo m¨¢s importante, con todo, es que la conciencia social se tranquiliza deliberadamente con soluciones rituales en las que nadie cree: una referencia t¨®pica al paro y a la droga, admitidos como males irremediables, que ¨²nicamente cabe aliviar con promesas sin plazo y limosnas p¨²blicas.
La consigna suprema es el consumo. Hay que consumir para que la econom¨ªa pueda seguir funcionando, y_porque, si no lo hacemos, los ahorros se los llevar¨¢ Hacienda. Y como el consumo es intr¨ªnsecamente bueno, no importa si el n¨²mero de los ricos ha de compensarse con el n¨²mero de los pobres.
La astucia de la sociedad de consumo brinda una soluci¨®n a los problemas individuales de nuestro tiempo. Por eso el consumo es tan desasosegado y aun fren¨¦tico: en ¨¦l se ahoga el recuerdo de las ilusiones de hace unos a?os y se olvidan los remordimientos del pasado inmediato y las angustias del presente incierto y del futuro amenazante. Hay que vivir en el estr¨¦pito para acallar las voces de la conciencia y de la raz¨®n.
Espa?a -si se me permite lo descomedido de la imagen- es el fest¨ªn de Baltasar, en el que nadie quiere leer el fat¨ªdico "Mane, tecel, fares", que ya se ha inscrito en las paredes por la mano de quienes no han conseguido entrar en la sala del banquete. Ni la econom¨ªa puede aguantar este ritmo ni los excluidos est¨¢n dispuestos a aceptarlo durante mucho tiempo. Esto lo sabemos todos, pero tenemos demasiado miedo para poder pensar en ello y preferimos refugiarnos en el ruido y en el aturdimiento. Hay momentos hist¨®ricos en los que los vivos trabajan para su futuro y el de sus hijos, y momentos -como el actual- en que se vive bajo el lema de "comamos y bebamos, que ma?ana moriremos", hoy reformulado en la expresi¨®n de "consumamos, que si no se lo llevar¨¢ Hacienda o nos lo quitar¨¢n los parados, los drogadictos, los delincuentes y, en una palabra m¨¢s cruda que ni siquiera es l¨ªcito utilizar, los pobres".
Ahora bien, como cada sistema social crea sus propios mecanismos de defensa, que le permiten sobrevivir mucho m¨¢s all¨¢ de lo tolerable, la aludida astucia de la sociedad de consumo ha encontrado f¨®rmulas de estabilizaci¨®n singularmente eficaces, que pueden prologar durante bastante tiempo una situaci¨®n aparentemente insostenible. Concretamente, el potencial de resistencia de los excluidos del privilegio ha sido minado por los mismos virus de la avidez del consumo y del ocio, de tal manera que los pobres ya no aspiran tanto a recuperar revolucionariamente el reino de la justicia como a participar de las ventajas de la injusticia. As¨ª es como se ha establecido un pacto social autodestructivo que, basado en la insolidaridad y en la corrupci¨®n, cierra los caminos de la esperanza.
Los oprimidos ya no aspiran a remediar las aberraciones del sistema, sino a resolver su situaci¨®n individual: se contentan con las migajas que se les ofrecen (panem et circenses, con droga por a?adidura) y, cuando no les bastan, se toman por su mano unos simples mendrugos del fest¨ªn. Es la desordenada guerrilla urbana de los p¨ªcaros del siglo XX. Y es el caso que el club de los opresores est¨¢ dispuesto a pagar sin excesiva protesta la contribuci¨®n que, a punta de navaja, exigen los delincuentes cotidianos para creerse durante unas horas que se han igualado con los de arriba. En l¨ªneas generales, el coste de los atracos espor¨¢dicos es m¨¢s llevadero que la renuncia definitiva a los privilegios. De modo que, mientras los marginados se contentan con tan poco, no hay raz¨®n para variar las actitudes sociales.
Lo verdaderamente peligroso ser¨ªa la formaci¨®n de un frente solidario de rebeld¨ªa, que convirtiese, a los atracadores, en revolucionarios de vanguardia; a los obreros, en sindicalistas activos, y a los individualistas desesperanzados, en pol¨ªticos conscientes. Pero, de momento, ese peligro parece lejano, pues no hay indicios de solidaridad y la irritaci¨®n social apenas si aflora en explosiones masivas temperamentales, que s¨®lo sirven como testimonios ocasionales de un malestar adulterado y adormecido, aunque tremendamente real.
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