La inspiraci¨®n ca¨®tica
(A Mandelbrot, pero tambi¨¦n a Italo Calvino.)Para escribir un relato necesitamos un buen escenario. Podemos elegir lugares remotos o quim¨¦ricos, pero soy partidario de instalarme en aquellos que, habitados desde siempre por la literatura, nos resultan tan cercanos y tan terribles como la mirada de un extra?o. Para los que no queremos buscar otros mundos hay m¨²ltiples decorados cargados de referencias, en los que se hace posible hasta lo m¨¢s improbable. A esto se a?ade el que un castillo en la niebla, una joya extraviada o un barco sin timonel acomodan al lector en la mejor butaca del pensamiento, pues cree saber lo que puede ocurrir. En nuestras manos reposa el placer de mostrarle que estaba equivocado.
Nos alojamos, pues, en un escenario saturado en el que el lector ver¨¢ todas las historias posibles. Anochece. Una planicie se extiende inabarcable ante nuestra mirada, bajo un cielo de nubes que agita un viento lejano. En el horizonte, la silueta de las monta?as nos habla de otras tierras. Pero nuestro pie reposa sobre una promesa m¨¢s pr¨®xima. Nos encontramos junto a una v¨ªa de ferrocarril. Sus ra¨ªles, que cruzan el paisaje, describen un arco tan abierto que parece acariciar el infinito. El polvo que cubre las traviesas, y las peque?as hierbas que brotan por entre sus grietas, se nos muestran como el resultado de un abandono definitivo. Pero no es as¨ª. El paso del tren es s¨®lo un instante en la vida inm¨®vil de los ra¨ªles, y la erosi¨®n su constante compa?¨ªa. Vemos la locomotora a lo lejos, tan a lo lejos que es s¨®lo un trazo negro que se desliza con extrema lentitud por la planicie. Ya tenemos el escenario: un tren se acerca desde el horizonte, y su avance le llevar¨¢ inevitablemente hasta nosotros.
Vamos ahora a por los personajes. Siempre me ha gustado que sean algo anodinos, y que bajo su apariencia mediocre escondan un gran secreto. Muchas de las mejores obras de la literatura est¨¢n habitadas por individuos de este tipo, y para todos sirve la misma norma: nunca te f¨ªes de su apariencia, pues los volubles caprichos del escritor son casi tan amplios como los deseos de sus lectores. El relato podr¨ªa entonces empezar de esta manera:
LOS PERSONAJES
Un tren se acerca desde el horizonte. En uno de sus vagones, con la mirada perdida en la ventanilla, viaja un hombre con traje de alpaca algo gastada y un malet¨ªn sobre las piernas. Sus zapatos brillan con la pulcritud esmerada del cuero viejo, y s¨®lo eso -el brillo falso del lustre, las irisaciones de la alpaca y los peque?os roces del malet¨ªn- delatan el paso del tiempo en una presencia por lo dem¨¢s impecable. Podr¨ªa ser un viajante de bisuter¨ªa, o el contable de una empresa de cristales esmerilados. En cualquier caso, parece sometido a un oficio que le mantiene en una relativa penuria, aunque le permite sostener su dignidad.
Hasta aqu¨ª, nada nos interesa de este hombre como no sea la esperanza que en ¨¦l depositamos. Sabemos que algo va a pasar, pero creemos que nada puede sucederle mientras permanezca solitario. Esta incapacidad nuestra suele convertir a los relatos en historias de amor, un defecto liviano si consideramos que no existen otras que puedan interesarnos. Lo dem¨¢s -las revoluciones, los cataclismos, y hasta el mismo sue?o de la muerte- girar¨¢ en torno a la ¨ªntima penumbra de ese encuentro que casi nunca se describe.
Frente a ¨¦l, con la mirada absorta tambi¨¦n en el paisaje, se encuentra una muchacha con vestido rojo de tafet¨¢n y largos guantes de puntilla. Parece una chica de provincias forzada a desplazarse por una rar¨ªsima circunstancia. Tan s¨®lo aquella mujer que sube a un tren con la sospecha de que va a emprender el ¨²nico viaje de su vida lo hace vestida con sus galas de fiesta. La muchacha parece seducida por la extensa planicie, aunque podr¨ªamos asegurar que los espacios abiertos no le son extra?os. Tiene los labios finos y nerviosos, pero sus pupilas revelan una voluntad templada como el acero. Algo en ella -quiz¨¢ algo tan tenue como la forma de respirar- da a su fr¨¢gil figura una fuerza desmesurada. Lleva una sombrerera sobre las piernas, y sus manos reposan sobre la caja con premeditada placidez. Casi con un exceso de dulzura.
Ya tenemos a nuestros personajes. Los hemos encarado con cierta groser¨ªa para que su encuentro se haga inevitable, pero en un relato las cosas deben suceder deprisa. A fin de cuentas, el relato es un breve episodio en el continuo de los sucesos posibles, y no tiene otra validez que esa permanencia ingr¨¢vida -casi milagrosa- entre un pasado y un futuro inabarcables en los que todo ha sucedido ya y en los que todo volver¨¢ a suceder.
EL ENCUENTRO
El hombre parece inquieto. Acaricia el malet¨ªn con aire distra¨ªdo, y sus pies no encuentran una postura de reposo. Al otro lado de la ventanilla, en el silencio que el traqueteo del tren perfora, el ocaso ti?e de p¨²rpura el horizonte. Pero el hombre ya no lo contempla. Su mirada se ha detenido sobre el rostro de la joven, y la observa con un descaro algo ausente. Ella esquiva sus pupilas, inc¨®moda, y se obstina en la contemplaci¨®n del paisaje. El hombre abre un peri¨®dico, pero lo aparta de su lado con un gesto de hast¨ªo, como si hubiera decidido que es m¨¢s grato contemplar a su compa?era de viaje. Entonces ella se siente agobiada por el vestido, se siente agredida por su mirada, y sus ojos le desaf¨ªan. El hombre elude el encuentro, pero su atenci¨®n se centra en los labios de la muchacha. De inmediato se aclara la garganta con un breve carraspero.
-?Le gusta el caf¨¦ -pregunta- Le suplico que acepte una taza.
Algo tan sencillo basta para que sus pupilas cesen de repelerse.
-Prefiero tila -responde la joven. Y su rostro se ilumina con una r¨¢pida sonrisa.
En este punto el escritor debe empezar a decidirse. Han acabado los proleg¨®menos, y nuestros personajes remueven sus infusiones y se contemplan algo azorados, como si esperasen a que alguien les pasara el gui¨®n. Pero alguno de ellos es siempre demasiado r¨¢pido para nosotros.
-Bonita cartera -comenta la joven- ?Es usted representante?
O bien:
-?Va usted a una fiesta? -pregunta el hombre, y se?ala la sombrerera-. Ser¨¢ un tocado precioso.
?R¨¢pido! Reaccionemos r¨¢pido antes de que los personajes, desprovistos de nuestras grandes intenciones, trivialicen el relato y lo entreguen al costumbrismo m¨¢s despiadado.
-Bonita cartera -comenta la joven- ?Es usted representante?
El hombre se sobresalta por la pregunta. Vierte algo de caf¨¦, que felizmente se derrama en el plato. De improviso se le hace insoportable la sonrisa con que la muchacha le contempla. Miente. Dice que ha tenido que emprender un viaje de negocios sin tiempo para prepararlo, y que no ha podido buscar una bolsa adecuada. Que ha tenido que guardar la muda en su malet¨ªn de trabajo. Entonces parece sobreponerse, y sus manos golpean cari?osamente la valija. Le acompa?a desde hace tanto tiempo que ya se ha acostumbrado a todo. Unas veces contiene documentos importantes, y
La inspiraci¨®n ca¨®tica
otras ropa interior de caballero. Con perd¨®n. La vida del hombre de negocios se parece en algo a la de los trapecistas del circo. Cambia de tema. ?Est¨¢ bien la tila? Lleva usted un vestido precioso. Parece que vaya a su puesta de largo. El hombre bebe un sorbo de caf¨¦ y se?ala con la cucharilla la sombrerera. Con eso en la cabeza parecer¨¢ usted una reina.EL GATO Y LA BOMBA
Entonces la joven se abraza a su caja de cart¨®n y suelta una risa nerviosa. En el interior de la sombrerera algo se mueve, pero s¨®lo ella puede notarlo. Nadie sabe que viaja con su gato, un angora lento como una tentaci¨®n sin el que no puede dormir. No lo sabe nadie, y adem¨¢s le han dicho que est¨¢ prohibido llevar animales en el tren. Decide mentir al hombre del traje de alpaca. Le dice que no es s¨®lo un sombrero, sino tambi¨¦n una reliquia del pasado. Que en otro tiempo coron¨® cabezas reales en bailes multitudinarios, y que lo forman plumas de marab¨², tiras de perlas y p¨¦talos de cristal de gasa sobre un fondo de raso natural. El hombre la contempla con cierto estupor, pero la joven ha sucumbido al hechizo de la fantas¨ªa. Le asegura que no puede ense?¨¢rselo porque ha jurado no abrir la caja hasta llegar ante un notario que la espera en la capital, pues se trata de la prueba que demuestra que es la leg¨ªtima heredera de un hombre que muri¨® sin conocerla. Los pensamientos de la muchacha, convencidos de la fabulaci¨®n, divagan por el acontecimiento insospechado que va a cambiar su vida. Y el hombre suspira, calmado ya del todo, pues sabe que ella no puede sospechar que en el malet¨ªn lleva en realidad una bomba.
-?Va usted a una fiesta? -pregunta el hombre, y se?ala la sombrerera- Ser¨¢ un tocado precioso.
La joven le observa de improviso con un terror descontrolado. Sus brazos se cierran en torno a la caja de cart¨®n. La brusquedad del movimiento hace peligrar el contenido de su taza, que reposa sobre la sombrerera en inestable equilibrio. Los ojos de la mujer parecen los de un animal acosado, pero s¨®lo durante un instante que se hace eterno. La muchacha entrega su mirada a la mirada inm¨®vil del hombre mientras busca una mentira apropiada. Entonces recupera su postura habitual, como si la caja hubiera perdido de s¨²bito toda importancia. Sus labios esbozan una sonrisa de complicidad. Me ha descubierto usted, le dice. Ahora debo confiarme a su benevolencia con la esperanza de que no me delate. Creo que estoy cometiendo un espantoso delito al llevar conmigo a mi gata, ?no le parece? El hombre contempla la sombrerera, y asiente como si pudiera ver a trav¨¦s del cart¨®n. Missia duerme siempre, contin¨²a la muchacha, pero no creo que el revisor me perdone por ello. La verdad es que no puedo imaginarme sin mi gata, y mucho menos en un lugar tan vac¨ªo de referencias. La joven intenta cambiar de tema. A?ade que a ¨¦l, seguramente porque no le conoce, tampoco puede imaginarlo sin su malet¨ªn. ?Contiene documentos importantes?
Y el hombre se siente de pronto inc¨®modo. Le molesta confesar que en el malet¨ªn lleva tan s¨®lo una muda. Se trata sin duda de algo impropio para una cartera tan seria, pero por eso mismo la lleva all¨ª. Su mejor traje se complementar¨ªa dif¨ªcilmente con una bolsa de viaje -que por otro lado no tiene-, y una maleta resultar¨ªa un espacio inmenso para unos calzoncillos solitarios, aunque ¨¦stos fueran de lana. No puede evitar una mueca de disgusto, y toma una doble decisi¨®n. No volver¨¢ a utilizar el malet¨ªn para esos menesteres, y mentir¨¢ a la joven del vestido de tafet¨¢n. Le dice, iluminado por una sombra de vanidad, que la cartera contiene en efecto documentos, y que su valor es tan grande que no podr¨ªan comprarse con dinero. Que de ellos depende el procesamiento de un potentado enriquecido a la sombra de neg ocios perversos, y que un juez anciano -y quiz¨¢ por ello incorruptible y arrojado- le espera en la capital para iniciar el que ser¨¢ sin duda el juicio del siglo. La joven le escucha con una sonrisa. atenta, y eso desata su imaginaci¨®n. Algo exaltado, el hombre le cuenta que ha logrado escapar a los pistoleros, que a uno lo dej¨® fuera de combate en los lavabos de la estaci¨®n., y que al otro tuvo que arrojarlo del tren en marcha. Que lamenta tener que hacer esas cosas, pero que su causa es la causade lajusticia. La muchacha entreabre los labios, en apariencia sorpreridida, aunque su pensamiento no se aparta del interior de la sombrerera, del mecanismo exacto de la bomba.
Y ambos consultan al un¨ªsono sus relojes.
A estas alturas el escritor ha recuperado el tim¨®n del relato, aunque su historia. ha perdido los rri¨¢stiles en la tormenta de sus dudas. No sabe a. qui¨¦n atribuir la propiedad de la bomba, pues se le ocurren m¨²ltiples motivos para cada uno desus personajes. Suele anotar entonces ideas sueltas en cuadernos inarginales, y si es propenso a la bebida aprovecha la pausa para servirse otra copa. El hombre del traje de alpaca y la joven del vestido de tafet¨¢n permanecen callados. A rrienudo, cuando uno de ellos cierra los ojos o se deja abstraer por la. noche que se desliza al otro lado de la ventana, el otro le contempla durante unos segundos. Ambos est¨¢n despiertos, y sin dada ambos piensan. En su pensamiento paralelo se encuentra el secreto del relato, pero el escritor sabe que afirmar eso es lo mismo qae decir que l¨¢ m¨²sica est¨¢ ya en el interior del piano, o que la escultura habitaba desde siempre en su bloque de m¨¢rmol. Y profiere una soterrada, lent¨ªsima rnaldici¨®n. Nada fiemos avanzado, pues ese pensamiento paralele, contiene todos los pensamientos del mundo.
Ocurre que el hombre del traje de, alpaca es miembro del servicio de contraespionaje, cosa que en apariencia no cuadra con el hecho de que lleve una bomba er, el malet¨ªn. Pero de todos son conocidos los s¨®rdidos avatares de las guerras que nunca se declaran. ?l tambi¨¦n lo sabe, y s¨®lo su ¨ªnquebrantable lealtad le ha permitido aceptar la misi¨®n. Hab¨ªa asumido la necesidad de provocar v¨ªctimas inocentes, pero no sospechaba que antes pudiera. conversar con ellas. Contempla a la joven que, pensativa, acaricia con manos l¨¢nguidas la sombrerera. El esp¨ªa intenta
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Viene de la p¨¢gina anteriorimaginar las perlas y las plumas del tocado que ella nunca llegar¨¢ a ponerse. Y en ese momento la muchacha, sorprendida por su mirada, le sonr¨ªe. Las grandes decisiones dependen a veces de gestos casi imperceptibles. El esp¨ªa decide que todo tiene un l¨ªmite, que hasta los juegos sin reglas deben acabar en alg¨²n momento -y que al acabar inician juegos mejores- Es un hombre acostumbrado a ser fiel a sus ideas, y le sobra valor para respetarlas. Se pone en pie, abre la ventanilla, y arroja el malet¨ªn a la noche. Ahora s¨ª: la joven se pondr¨¢ el sombrero cuando llegue a la capital, y el notario le entregar¨¢ la herencia. El esp¨ªa sabe que se juega la vida, pero un perseguidor que ha sido implacable ser¨¢ sin duda un perseguido esquivo. Sonr¨ªe al sentarse de nuevo, pues piensa que sabe muy bien lo que ¨¦l hubiera hecho para cazarse a s¨ª mismo. Pero al contemplar a la joven su rostro adquiere la palidez de los muertos. Las pupilas de la muchacha reflejan un intenso reproche. Y una de sus manos sostiene un peque?o rev¨®lver.
Pero tambi¨¦n ocurre que ella es una princesa desterrada por una revoluci¨®n rom¨¢ntica y sanguinaria. Ya en palacio era famoso su descaro, y se dec¨ªa que era el ¨²nico car¨¢cter fuerte en aquella corte adocenada. Vest¨ªa con una extravagancia que la hizo muy popular. Los fot¨®grafos de las revistas del coraz¨®n se peleaban por conseguir instant¨¢neas de la princesa, especialmente cuando estrenaba alguno de sus sombreros, en los que abundaban las perlas y las plumas de marab¨². Pero suele suceder que las cosas se transforman, y un mal d¨ªa la servidumbre de palacio, armada y vociferante, invadi¨® los salones vac¨ªos. Poca oposici¨®n iban a encontrar por parte de un emperador convencido de que el mundo estaba condenado a la entrop¨ªa. Tan s¨®lo la princesa, acompa?ada por algunos oficiales tan leales como suicidas, ofreci¨® una breve resistencia. Suerte tuvo de que los cabecillas de la insurrecci¨®n fueran hombres nobles. Colgaron a toda la corte de las vigas de palacio, pero a los valientes oficiales los fusilaron despu¨¦s de rendirles honores militares. Y a la princesa la condenaron al destierro. ?Qui¨¦n iba a decirle que el Gobierno que le concedi¨® asilo -y que hasta la hizo beneficiaria de una pensi¨®n vitalicia-, con el paso del tiempo, reconocer¨ªa al Gobierno revolucionario! La princesa est¨¢ sola en el mundo, pero no por ello va a tolerar que la embajada abra sus puertas. Su mirada acaricia la sombrerera en donde reposa la bomba. Es al alzarla de nuevo cuando se le hiela la sangre. El hombre del traje de alpaca tiene un rev¨®lver en la mano, y la contempla con una tristeza infinita. La princesa, enfurecida, le ordena en su lengua vern¨¢cula que le entregue el arma, y el hombre se pone a llorar. Cuando es capaz de hablar, el rev¨®lver ha cambiado de manos. "Yo limpiaba sus letrinas, majestad, pero todo el odio del mundo no me dar¨ªa valor para matar a una mujer tan bella".
CONFUSI?N
Esto si no sucede que el hombre del traje de alpaca es un pistolero sin escr¨²pulos. Pertenece a la banda de un acaudalado empresario que ha hecho una inmensa fortuna mediante el robo y la extorsi¨®n. Pero el imperio se tambalea por culpa de un joven abogado que ha reunido pruebas contra ¨¦l. En la capital se ha iniciado un juicio escandaloso contra el potentado que sufragaba escuelas y hospitales. Algo sorprendido, el infame empresario toma asiento en la sesi¨®n de apertura de su juicio. Algunos ven en su asombrosa placidez el reflejo de una conciencia limpia. Pero lo que tranquiliza al acusado es algo muy distinto y sin duda brutal: la bomba que viaja en un tren, y que al d¨ªa siguiente pondr¨¢ punto final al juicio. En este caso la joven del vestido de tafet¨¢n es, por supuesto, la novia del joven abogado, que ha desobedecido la orden de no inmiscuirse en tan peligroso asunto.
Aunque quiz¨¢ ella milita en un grupo radical que practica la violencia indiscriminada. Desde el primer momento ha reconocido en el hombre del traje de alpaca al contable de su empresa, y durante un buen rato ha temido que ¨¦l tambi¨¦n la reconociera. Pero no ha sido as¨ª. Son demasiados los obreros que pululan por la f¨¢brica, y poco interesantes sus rostros para alguien preocupado tan s¨®lo por los n¨²meros. La joven piensa que el contable se desplaza para visitar a su madre. Seguro que la tiene recluida en alg¨²n sanatorio para que los des¨®rdenes de la vejez no alteren su met¨®dica vida cotidiana. Le mira y sonr¨ªe. Piensa que la bomba va a despeinar para siempre su pulcro cabello. Y ¨¦l, que es el jefe de la organizaci¨®n terrorista, oculta sus pupilas y tamborilea con los dedos sobre el malet¨ªn.
El escritor est¨¢ bastante confuso. Su relato se le deshace entre las manos, y cuanto m¨¢s lo piensa m¨¢s lo fragmenta. Puede ser que la esp¨ªa mate a su compa?ero del contraespionaje, pero tambi¨¦n puede ser que se una a su enloquecida aventura. ?Llegar¨¢ el antiguo siervo de la princesa a ser el nuevo emperador, o morir¨¢n ambos en su intento por detener el tiempo? La novia del joven abogado debe enfrentarse a un hombre temible mientras en la capital se desarrolla el juicio. ?Cu¨¢l de los dos convencer¨¢ a su oponente? Y el jefe del grupo terrorista deber¨¢ vigilar sin pasi¨®n a su m¨¢s bella pros¨¦lita, que es tambi¨¦n su m¨¢s feroz enemiga. Dada esta situaci¨®n, nos parece razonable que el escritor se muestre aturdido. ?Cu¨¢l de estas historias le permitir¨¢ sorprender a sus lectores? De momento est¨¢ claro tan s¨®lo lo siguiente: un tren se acerca desde el horizonte. En uno de sus vagones, un hombre con traje de alpaca y una joven con vestido de tafet¨¢n remueven sus infusiones. Ambos consultan al un¨ªsono sus relojes, y se sonr¨ªen.
Y suele suceder que, llegados a este punto, el escritor se despierta. Acostumbrado a acompasar el sue?o al traqueteo del ferrocarril, le resulta molesta esa extra?a quietud. El tren se ha detenido en una estaci¨®n, y lajoven ha desaparecido. Sobre su asiento se halla, sin embargo, la sombrerera, y el escritor no puede vencer la tentaci¨®n de la curiosidad. Levanta con mucho cuidado la tapa, pero la caja est¨¢ vac¨ªa. Es entonces cuando descubre que le falta el malet¨ªn. Suelta un grito de furor mientras ve, a trav¨¦s de la ventanilla, una nube de tafet¨¢n rojo que se escabulle hacia el interior de la estaci¨®n. No podr¨ªa soportar que le sucediera otra vez. Recorre el pasillo del coche como una exhalaci¨®n, y salta al and¨¦n. El edificio est¨¢ vac¨ªo. Lo cruza a la carrera, y sale a una plaza inmersa en la oscuridad. Nada se ve, pero en alg¨²n lugar retumban los cascos de un caballo desbocado. Y una risa fugaz proclama su victoria m¨¢s siniestra. La muy p¨¦rfida lo ha vuelto a conseguir. La vida puede llegar a ser adversa, pero siempre hay algo peor a todas las otras cosas: que la joven del vestido de tafet¨¢n le robe de nuevo los papeles que a¨²n no ha sido capaz de escribir. El autor suelta una blasfemia indigna de su talento.
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