El discurso de vivir
JAVIER GARC?A S?NCHEZ
Si, como dec¨ªa Andr¨¦ Malraux, la muerte de un hombre da vida a su destino, en el caso de Ra¨²l Ruiz, escritor y amigo fallecido recientemente, esa inquietante reflexi¨®n se torna n¨ªtida como los cielos y las aguas del litoral que ¨¦l am¨® tanto y tan sabiamente. Esa fue siempre su aut¨¦ntica patria, adem¨¢s de la escritura. Golconda se llama. Entre Cambrils y Mont-roig. Donde todo es mejor si uno se lo propone.Ahora, m¨¢s all¨¢ de sus textos, sobre los que el tiempo dir¨¢ con toda certeza la ¨²ltima palabra, nos queda la hermosa ¨²ltima parte del pol¨ªptico que fue su vida. Pero esto no es, no debe ser una ex¨¦gesis de su profusa obra. No debe ser siquiera una glosa acerca de su enorme humanidad, dimensi¨®n ¨¦sta que tanto impresion¨® a quienes tuvimos la suerte de conocerle en vida. No. Esto es, esto debe ser una reflexi¨®n lo m¨¢s objetiva posible en torno a la muerte de un artista y a la inmortalidad de su arte. Porque el hombre se va, pero sus palabras quedan. Ese es el misterio. Esa la rutilante paradoja de la creaci¨®n.
Lecci¨®n basta el final
Aquejado de lo que com¨²nmente suele denominarse "una larga y penosa enfermedad", Ra¨²l Ruiz dio una lecci¨®n, no de simple apego, sino de amor a la vida hasta el ¨²ltimo momento. De hecho, quiz¨¢ su enfermedad no fuese en exceso larga. Una criatura diab¨®lica consumi¨® su cerebro en nueve meses escasos. Precisamente en nueve meses. Uno tiene la impresi¨®n, no obstante, de que ese calvario result¨® m¨¢s penoso para los dem¨¢s, para quienes le rodeamos, que para ¨¦l mismo. Y quiz¨¢ ah¨ª residan las claves de la bella lecci¨®n de vida que ofreci¨® a todos. Algo que, como las cacer¨ªas organizadas de topos, la sinfon¨ªa sin sin fin de ranas en el estanque o la fragancia de las rosas de su Golconda so?ada, transpira en todas y cada una de las p¨¢ginas de sus libros. Tal sentimiento se eleva como escarcha sobre la hierba, al amanecer, para desvanecerse luego en un ambiente henchido de tiernos enigmas. Y es que Ra¨²l Ruiz ten¨ªa la rara virtud de dar lecciones magistrales sobre cualquier tema que abordase. Lo hac¨ªa con una modestia y sutileza que pod¨ªa sorprender a quienes no le conoc¨ªan mucho. Todo en ¨¦l era limpio, como su mirada y su risa breve pero franca. Ir¨®nico y locuaz, adorado por sus amigos y devoto ¨¦l mismo del concepto de amistad, ten¨ªa ese convencimiento, que s¨®lo poseen los iluminados, de que las cosas deben ser hermosas por fuerza. Por lo menos hasta que se demuestre lo contrario. Y lo contrario nunca se demostraba. No era dial¨¦ctico para la belleza. Ah¨ª estaban siempre las flores, los versos, los ni?os, el mar, las cosas amables. El resto carec¨ªa de valor. La oscuridad y lo lamentable, pensaba el, pertenec¨ªan al ¨¢mbito de aquellos que se afanan en la b¨²squeda. E incluso la melancol¨ªa, cuando se permit¨ªa hablar respetuosamente de ella aludiendo a Georges Sand, era gozosa.
En los umbrales
Nunca pregunt¨® por el car¨¢cter de su enfermedad. Ni siquiera al final. Pienso que no se trat¨® de cobard¨ªa ni de temor, sino de una actitud tremendamente pr¨¢ctica ante la vida. Repito: ante la vida que representaba ese ¨²ltimo lapsus de nueve meses antes de pisar, sereno y como ausente de todo, el umbral de la muerte. El milagro, el triunfo de la vida, pues, tuvo en ¨¦l un fiel aliado hasta el postrer suspiro, ya perdida casi la consciencia y lastimosamente mermada su capacidad de habla. Hasta en esos ¨²ltimos instantes de lucidez ¨¦l se empe?aba en hablar de la pintura de Andrea del Sarto y de Lorenzo Lotto, en hacer c¨¢balas sobre los muchos libros que a¨²n deb¨ªa escribir. Postrado por lo que se conoce como una incurable enfermedad, la enfermedad acaso anidara en su cuerpo, pero no en sus ojos ni en sus palabras. Epicuro y el Manierismo, dos de sus m¨¢s s¨®lidas pasiones, estuvieron en sus labios hasta el final, como si la vida y la muerte perteneciesen a otra ¨®rbita. Como si su penosa enfermedad fuese una an¨¦cdota desagradable a olvidar con premura. Parec¨ªa querer convencer a todos de que esa enfermedad sin retorno pod¨ªa ser curada pr los amigos con un poco de paciencia y buena voluntad. Y, en cierto sentido, ahora entiendo que ten¨ªa raz¨®n. ?l se cur¨® a s¨ª mismo a trav¨¦s del trato c¨¢lido de quienes le rodeaban. ?l se cur¨® a s¨ª mismo a trav¨¦s del trato c¨¢lido de quienes le rodeaban. ?l se cur¨® a s¨ª mismo a trav¨¦s del trato c¨¢lido de quienens le rodeaban. ?l, en parte, nos cur¨® del instintivo temor ante la idea de la muerte, d¨¢ndonos una lecci¨®n magistral, la pen¨²ltima, de c¨®mo se muere con dignidad: mirando sin pesta?ear las pupilas de la vida, impregn¨¢ndose de ella hasta que, esa misma vida se le escapase de pronto, memoria arriba, por la noche de los tiempos. La ¨²ltima lecci¨®n, y de nuevo la paradoja de aquello que y¨¦ndose, permanece, de lo invisible que perdura, est¨¢ y estar¨¢ en sus libros.
Recuerdo que le conoc¨ª una ma?ana soleada del invierno de 1981. Una ma?ana particular, extra?amente soleada. Apareci¨® de s¨²bito en la redacci¨®n de la revista en la que por aquel entonces yo trabajaba. Tra¨ªa un art¨ªculo bajo el brazo. Escrito en un tono inusual. Aquellas p¨¢ginas llenas de luz, como la ma?ana. La sorinsa le iba de oreja a oreja. En pocos minutos Ra¨²l Ruiz ya me hab¨ªa convencido de la faceta ineludiblemente maravillosa que encierra el acto de escribir, a menudo tan poco gratificante para quienes lo practican de un modo sistem¨¢tico. Luego vendr¨ªan m¨¢s art¨ªculos, nuevas ma?anas soleadas, otras lecciones magistrales respecto a c¨®mo aprehender lo hermoso que est¨¢ ah¨ª, frente a nosotros, aunque a veces no sepamos verlo porque nuestra sensibilidad, a diferencia de la del artista que lo es de verdad, no est¨¢ educada en ese noble ejercicio. Voraz de belleza y de conocimiento, as¨ª era. En una ocasi¨®n charlamos sobre cierto texto de Marsilio Ficino que nos apasionaba a ambos, la Teolog¨ªa plat¨®nica de la inmortalidad del alma. Me empe?¨¦ en llevarle hacia las pendientes m¨¢s oscuras del citado libro, que las tiene, y ¨¦l, una y otra vez, me remit¨ªa a la frase "Siquidem esse; vivere, cognoscere bona expedentaque sunt" (Ser, vivir, conocer, son los bienes que ha menester buscar). Tal era su filosof¨ªa.
Paseos
En otro de aquellos paseos entre los pinos y el mar, una tarde me confes¨® que estaba absolutamente decidido a vivir hasta los 103 a?os de edad. Ni uno m¨¢s ni uno menos, dijo. Fue el verano pasado. Hoy tengo el convencimiento de que en eso se equivoc¨® por completo, pues vivir¨¢ bastante m¨¢s, sin duda alguna. De cualquier forma ahora, s¨®lo ahora, ya al final del viaje, m¨¢s all¨¢ de la pesadilla que supuso la ¨²ltima estaci¨®n de ese trayecto, he logrado entender por qu¨¦, en pleno invierno, era aquella en que le conoc¨ª una ma?ana tan soleada. He tenido que asistir a su pen¨²ltima y magistral lecci¨®n, la que versa sobre la muerte del artista se cobra conciencia de lo permanenete de su obra, para resolver el misterio: hay seres que arrastran consigo la luz. Hay seres copernicanos en torno a los cuales rota la gente en pos del nada f¨¢cil aprendizaje de la ternura. Acaso tales seres no lo sepan, pro pasan por la vida iluminando la mustia sombra de quienes les contemplan y aprenden de ellos. As¨ª ¨¦l, hacedor de sue?os.
Queda su obra, queda su recuerdo y el viento limpio de sus versos. Queda el olor del jzm¨ªn y el color de las cerezas. Nos queda el tiempo, el anhelo del reencuentro.
Golconda siempre en el coraz¨®n.
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