La noche del avi¨®n
No se sabe mucho de la vida de Christian Lebot, protagonista del relato que hoy se publica, antes de su absorbente dedicaci¨®n a la pintura. Tampoco se sabe, y aqu¨ª se cuenta, c¨®mo fue la noche de un 29 de junio en Par¨ªs de la que tanto se ha hablado, aunque nadie haya descrito. Se desconoce as¨ª que esa noche fue excepcional a causa de un avi¨®n fuera de ruta, probablemente extraviado por una tormenta caprichosa que hab¨ªa estado jugando al escondite con Lebot durante toda la tarde. Pedro Sorela (Bogot¨¢, 1951) es redactor de EL PA?S.
El cansancio le aplazaba el hambre, y el agua caliente del ba?o termin¨® por quit¨¢rsela, junto con el olor del metro y el del ajenjo, y la humedad pegajosa de la lluvia. Se meti¨® en la cama, ley¨® sin fijarse media p¨¢gina, los ojos se le cerraron, como siempre, cuando su mano a¨²n no hab¨ªa alcanzado la luz de la mesilla. Ser¨ªan las doce. Habr¨ªa despertado ocho horas m¨¢s tarde de no ser porque esa noche -ya clareaba, la lluvia hab¨ªa dejado un gran silencio tras de s¨ª- un avi¨®n vol¨® bajo por el cielo de su casa. Entonces Lebot despert¨®, escuch¨® el avi¨®n hasta que se perdi¨® de nuevo en el silencio, y algo debi¨® de tener esa m¨²sica de viaje porque nunca volvi¨® a ser el mismo.Ni siquiera imagin¨® recobrar el sue?o. Cruz¨® las manos bajo la nuca, la primera novedad en ese hombre sistem¨¢tico que desde hac¨ªa a?os s¨®lo usaba la cama para dormir, y esper¨®. No mucho. Al llegar m¨¢s tarde al caf¨¦ de Flore lo encontr¨® todav¨ªa cerrado y hubo de sentarse en el bordillo de la acera. Tampoco eso lo hab¨ªa hecho desde d¨¦cadas atr¨¢s, o quiz¨¢ no lo hab¨ªa hecho nunca. As¨ª descubri¨® Lebot esa ma?ana c¨®mo la calle se puebla en junio mucho despu¨¦s de la llegada de la luz, c¨®mo nace el ruido y en qu¨¦ instante del d¨ªa se apagan las farolas. Luego desayun¨® con apetito cinco cruasanes y tres caf¨¦s en el caf¨¦ de Flore, vaci¨® su cuenta del Barclays situado enfrente y, una vez en la Gare de l'Est, tom¨® el primer tren hacia el Norte.
Testimonios progresivamente borrosos hablan de Lebot, tres meses m¨¢s tarde, pintor callejero en un Berl¨ªn ya bastante fr¨ªo (de esa ¨¦poca viene el Retrato de ni?a con gafas de sol, que se exhibe en Amsterdam protegido por cristales blindados); con melena -la melena posible en un hombre calvo-, refugiado en Suiza durante la guerra; compa?ero de una joven en una caba?a de Cerde?a a la orilla del mar, y m¨¢s tarde, en los a?os ya demasiado descritos de su obsesi¨®n por la luz, colono en,un remoto altiplano de Bolivia. Finalmente, con barba blanca, en una tertulia de poetas en un cafet¨ªn del centro de Bogot¨¢, donde beb¨ªa ron en una botella de Coca-Cola para eludir los sermones de la matrona en que se hab¨ªa convertido la doncella de Cerde?a. Hay que desconfiar de este ¨²ltimo testimonio, sin embargo, pues aunque es el m¨¢s n¨ªtido -existen incluso fotograf¨ªas, entre vaho de humo y poses- de grupo para la historia del arte-, sus responsables son profesores, coleccionistas, bi¨®grafos, periodistas mit¨®manos y en general gentes agobiadas por la nostalgia.
BONAPARTE
Poco hay que a?adir a esta leyenda ¨¦pica, an¨¦cdotas al fin y al cabo, heroicidades cortadas a medida, etapas de cualquier itinerario aventurero. Quedan los cuadros. M¨¢s sugerente es quiz¨¢ que a las siete de la tarde de la noche del avi¨®n, Lebot cruz¨® delante del caf¨¦ Bonaparte y qued¨® prendido en el rel¨¢mpago de un abrazo apenas entrevisto. Un abrazo igual a todos, pero diferente: el beso delicado, una mano suave sobre un pecho, el muslo blanco de una pierna doblada para mantener el equili.brio sobre la silla.
No hay nada nuevo en un abrazo en Saint-Germain, y Lebot hab¨ªa visto docenas de ellos, probablemente cientos en sus diarios recorridos desde el metro hasta su casa, en la Rue Jacob. Pero nunca uno como ¨¦se, o quiz¨¢ muchos como ¨¦se, pero nunca en un instante como ¨¦se, con tantas cosas juntas: tarde de tormenta, luz inquieta, silencio o lo que ¨¦l crey¨® era sfiencio y la chica, que le record¨® a Sarah, hac¨ªa tantos a?os desde aquella Sarah. Era verano tambi¨¦n, en otra tarde de tormenta, y no quisieron refugiarse cuando rompi¨® a llover. De modo que continuaron sentados en la terraza, riendo, mientras se les aguaba el vino, crec¨ªa la salsa del lenguado y el helado se deshac¨ªa, y mientras los pechos de Sarah iban apareciendo por primera vez, levant¨¢ndose poco a poco bajo la blusa h¨²meda.
Le desvi¨® de su camino, el abrazo. Se dio media vuelta y regres¨® al metro, y tard¨® media hora en llegar a la estaci¨®n de Vincennes, apenas circulaba ya nadie por esas calles de funcionarios y se?oras con perro. Camin¨® manzana y media, y al llegar a un portal de hierro vacil¨® dos segundos. S¨®lo dijo "C'est moi, Christian" despu¨¦s de llamar al tercero, y subi¨® en un ascensor lento, de madera. Odiaba ese ascensor. Hab¨ªa sido uno de los principales atractivos para elegir el piso.
La visita dur¨® s¨®lo veinte minutos. Sarah habl¨¦ por tel¨¦fono la mayor parte del tiempo -de cuando en cuando le hac¨ªa se?as para que se sentara o se sirviera una copa- y eso le permiti¨® mirarla furtivamente, como se mira a una mujer desde el otro extremo de un caf¨¦. Cuando Sarah colg¨®, llam¨® Marie para avisar que se quedar¨ªa esa noche a cenar en casa de una amiga. Le mand¨® un beso a su padre, deb¨ªa tener prisa porque no pidi¨® hablar con ¨¦l.
Ser¨ªan las siete y parec¨ªan las tres de una tarde de oto?o. Aunque tardar¨ªa en anochecer, nubes oscuras circularon con rapidez sobre Par¨ªs mientras Lebot caminaba; no se hab¨ªa resignado a coger otro metro en esa tarde h¨²meda, y tampoco sab¨ªa ya muy bien ad¨®nde ir. Se meti¨® en la esplanada de los Inv¨¢lidos y se sinti¨® perdido con tanto horizonte. Camin¨® hacia el Museo del Ej¨¦rcito, quiz¨¢ para achicar el paisaje, pero ante la garita del soldado de guardia comprendi¨® que tampoco entonces quer¨ªa conocer el edificio, en el que nunca hab¨ªa entrado. Para qu¨¦. Una primera gota le golpe¨® en la frente al dar media vuelta.
JEAN
Fue s¨®lo un amago de tormenta, algo as¨ª como un aviso. Baj¨® el cielo y el calor aument¨®; m¨¢s que el calor, la opresi¨®n. As¨ª, arrinconado por la lluvia, entristecido por no sab¨ªa bien qu¨¦, enfrentado al jard¨ªn gigantesco de un rey con vocaci¨®n de ge¨®metra, fue como Lebot record¨® otra tarde de calor en la guardia de un fuerte argelino y a?or¨® el aire sin techo del desierto. Como entonces, busc¨® en el cielo el avi¨®n del compa?ero al que deber¨ªa sustituir para llevar el correo un poco m¨¢s lejos. No lo encontr¨®. Encontr¨® tan s¨®lo nubes que parec¨ªan al alcance de la mano y que comenzaban a resquebrajarse.
Ya sab¨ªa d¨®nde ir. Aunque a¨²n llov¨ªa un poco, le gust¨® mojarse mientras cruzaba otra vez la esplanada hacia el Sena y comenzaba a bordearlo. Pronto quiso bajar a los muelles y seguir por all¨ª, tampoco hac¨ªa eso desde, ?desde cu¨¢ndo?, quiz¨¢ fuera desde un d¨ªa de invierno en que quiso pintar las barcazas llegando de frente. A¨²n pintaba entonces. Nevaba, y Sarah vino a buscarle con un paraguas.
Tard¨® en comprender qu¨¦ era lo que hab¨ªa cambiado en los muelles: estaban desiertos, ya no hab¨ªa una pareja en cada sombra, ni vagabundos en la orilla mirando pasar el tiempo. Pronto supo que no estaban desiertos, sino que seres de otro tipo aguardaban emboscados. Cruz¨® un primer hombre con traje y corbata que le sonri¨® con codicia, cruz¨® un joven disfrazado de apache, cruz¨® una puta vieja por la que sinti¨® cierta ternura -"Viens mon gros, il fait tellement froid..."-, no aguant¨® la invitaci¨®n de un macho en camiseta y subi¨® a la calle. Quiso negar la evidencia y convencerse de que el r¨ªo segu¨ªa siendo el mismo. Inclinado sobre el agua en el primer puente, crey¨® tranquilizarse al ver que se suced¨ªan las gabarras y los bateaux-mouche, y que los pasajeros saluda-
ban, como siempre, a los paseantes de la orilla. Mas algo distinto hab¨ªa en estos barcos de turistas, se dijo, cada vez m¨¢s grandes; ya casi no se pod¨ªan di stinguir las caras.Llov¨ªa de nuevo, quiz¨¢ no hubiese escampado. La tormenta parec¨ªa de encargo para una postal de septiembre. Un sol limpio, al Oeste, lanzaba rayos sobre una ci adad condenada al gris para s¨ªempre. ?sa era la luz, pens¨® Lebot al levantar los ojos del agua, que le indicaba la frontera cuarido reiresaba a casa con el correo desde Argel. M¨¢s que los Pirineos, m¨¢s que el comp¨¢s sobre el mapa, m¨¢s que el verde de las landis y la pizarra negra de los castillos, esas nubes enredadas en el sol le aliviaban la vista herida por la luz de Or¨¢n, de Gibraltar y de C¨®rdoba corno unas gafas de ciego, y los remolinos que hac¨ªan bailar el avi¨®n le alegraban la piel como los primeros compases de una fiesta. Pero entonces, pens¨® con melancol¨ªa, se merec¨ªa la fiesta y Par¨ªs a¨²n no era tan grande.
Subi¨® por la Rue de I'Universit¨¦ hacia Saint-Germain y sigui¨® hasta Raspail, que camin¨® hasta el fin. Se meti¨® entonces en un cul-de-sac m¨¢s grande que un patio y menor que un callej¨®n, silencioso y blanco, y sin vacilar entr¨® en uno de los cuatro portales.
No encontr¨® a Jean leyendo la prensa de la tarde como siempre a esa hora. En la porter¨ªa se sentaba una mujer seca.
-Jean ne travaille plus ici, monsieur.
-Savez-vous o¨´ est-il parti?
-Non, monsieur.
-A-t-il laiss¨¦ une adresse?
-Non, monsieur.
Jean. Jean montaba a caballo casi tan bien como los moros, y era un gusto verle correr junto a los aviones cuando no estaba bajo ellos pintado de aceite, parec¨ªa un Pegaso a punto de despegar. Una misma bala en una revuelta le hizo estallar la rodilla y mat¨® a su yegua gris, y ¨¦l busc¨® refugio en una porter¨ªa, el m¨¢s peque?o de los escondites posibles. Nunca se quej¨®, s¨®lo se hizo m¨¢s silencioso, comenz¨® a fumar en pipa. Hu¨ªa tal vez del desierto, y Lebot, que a su regreso a Par¨ªs le encontr¨® por casualidad, no le cont¨® nunca que los dem¨¢s hab¨ªan muerto. No hay como los muertos para excitar la memoria.
DANTON
Era al fin de noche, no llov¨ªa y tampoco se pod¨ªa ver el cielo, tapado por las luces. Lebot estaba cansado y h¨²medo, y no pensaba en ello. Sin planearlo, adiestrado por la rutina de a?os, tom¨® la direcci¨®n del centro aunque no ten¨ªa intenci¨®n de volver a¨²n a casa. De nuevo en Saint-Germain, entre las luces, se hart¨® pronto de los fantasmas que le sal¨ªan al encuentro desde Lipp, desde el caf¨¦ de Flore, desde el Bonaparte y el Danton, y sinti¨® la asfixia. Como tantas otras veces, par¨® en el multicine sin nombre, vecino del Danton, eligi¨® una pel¨ªcula, cualquier pel¨ªcula, la de la cola m¨¢s corta, entr¨®, compr¨® un helado para enga?ar la espera y con el primer anuncio se arrellan¨®, dispuesto a morir durante hora y media.
Mas esa noche la qu¨ªmica no funcion¨®, qui¨¦n sabe por qu¨¦. Tal vez los anuncios le irritaron m¨¢s que otras veces, tal vez una mujer retorciese un caramelo en el asiento de al lado, tal vez la pel¨ªcula, una pel¨ªcula de miedo, no le bastase ya. A los veinte minutos sali¨® del cine con el paso de quien sabe lo que quiere, cu¨¢ndo y de qu¨¦ color. Entr¨® en el Danton, fue hasta la barra y pidi¨® ajenjo. Luego se sent¨® al lado de la calle y esper¨® a que se lo trajeran.
Quiz¨¢ naciera esa noche su Bebedor, pintado no mucho despu¨¦s; es la silueta de un hombre sentado frente a una ventana tras la cual se adivina una ciudad mojada. y lejanos juerguistas, y frente a ¨¦l una copa. El cuadro se conserva en la Glyptotek de Copenhague. Es m¨¢s triste que el de Lautrec y m¨¢s misterioso que el de Manet.
Lebot bebi¨® esa noche con determinaci¨®n y constancia, y es extra?o que eligiese ese licor ladino. Se bebi¨® dos copas de golpe, y las dem¨¢s sin pausa, y sus ojos de bret¨®n se fueron ennegreciendo como octubre en Normand¨ªa.
No era un hombre fuerte, al contrario, y hasta entonces nada hecho al alcohol, y a muchos hubiese acostado, si no doblado, la cantidad de ajenjo traidor que Lebot bebi¨® esa noche. Si se mare¨® no se supo. A las once y media quebr¨® al fin su inmovilidad de aut¨®mata -s¨®lo hab¨ªa doblado el brazo y abierto los labios- y pag¨® su cuenta y la de una joven que hab¨ªa intentado llamar su atenci¨®n sin que ¨¦l le hiciera caso, por un instante pareci¨® que se conoc¨ªan; se levant¨®, vacil¨® muy suavemente hacia delante y sali¨® con paso lento y recto.
Lo dem¨¢s ya se sabe. Lleg¨® a su casa cansado y sin hambre, y se dio un ba?o para quitarse de encima los olores del metro y del ajenjo, y la humedad de la lluvia. Luego se meti¨® en la cama, ley¨® media p¨¢gina de cualquier p¨¢gina y se durmi¨® antes de que sus dedos apagaran la Iuz de la mesilla... Hasta que escuch¨® el avi¨®n.
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