Postal desde Berl¨ªn(es)
Hace poco m¨¢s de un a?o tambi¨¦n estaba aqu¨ª, pero del otro lado de la puerta de Brandenburgo, sentada en un banquito de Unter den Linden, limp¨ªsimo paseo de Berl¨ªn Este, leyendo tranquilamente a Christa Wolf Para leer-leer tranquilamente se deber¨ªa escoger una avenida como ¨¦sta, y observar adem¨¢s desde ella c¨®mo se trata la bibliofilia en la Rep¨²blica Democr¨¢tica Alemana, pa¨ªs en el que se publican anualmente 6.500 t¨ªtulos, cuya edici¨®n puede alcanzar, en cinco a?os, la estimulante cifra de 150 millones de ejemplares. Un espa?ol puede sorprenderse al hallar alojados en los hogares de esa naci¨®n 700 millones de libros, hasta el extremo de poder llegar a confundir la librer¨ªa con el supermercado, dada la carretera empleada por los compradores al transportar su dosis semanal de lectura. Por algo producen y usan nueve libros por habitante al a?o, un r¨¦cord nada desde?able.Es verdad que son los ciudadanos orientales quienes. tienen m¨¢s afici¨®n a la lectura (algunos malintencionados aseguran que esa es tambi¨¦n su ¨²nica distracci¨®n). Pero si yo tuviera que destacar su sentido por antonomasia, no pensar¨ªa en la facultad de ver, sino en el refinamiento de su o¨ªdo. Es posible que hayan sabido aprovechar la herencia de Schiller y de H?lderlin. Siempre he pensado, al escucharlos, en su capacidad para adecuar los ritmos a las intenciones y a las ideas, en su sensibilidad musical. Uno de sus mayores logros, la reconstrucci¨®n de Dresde, ciudad bombardeada por los aliados, obedece sin duda a una heroica y sinf¨®nica voluntad, como si hubiera de recuperarse en cada una de las aristas de la piedra la partitura escrita desde aquella ciudad por Schumann, o la interpretaci¨®n improvisada de Mozart o Beethoven ante las fuerzas vivas de un municipio llamado la Florencia del Elba. Lo cierto es que hablan a trav¨¦s de silencios muy expl¨ªcitos, convirtiendo su trompa de Eustaquio en un complejo archivo hist¨®rico. Y el extranjero est¨¢ seguro de su capacidad receptora, de su atenci¨®n y reverencia a la cultura -socialista o no- que les llega de los dos lados, incluida la otra parte de su frontera... En este caso, los o¨ªdos de los orientales dejan de hacer de ¨®rganos para erigirse en m¨²ltiples antenas que curiosean, juzgan o sue?an los sonidos del otro.
Lo que ocurre es que hoy estoy aqu¨ª, junto a la Columna de la Victoria occidental, intentando llegar (con la mirada, claro) hasta el banquito donde el a?o pasado leyera a Christa Wolf. Y me doy cuenta que miro como otra mucha gente -los berlineses occidentales y sus amigos-, al tiempo que se redescubren unos a otros viejos, pr¨®ximos y parad¨®jicamente imposibles puntos de referencia: all¨ª, de la otra parte, est¨¢ la isla de los museos, la estatua de Federico II, la torre del Ayuntamiento, la cl¨ªnica Charit¨¦, la universidad Humboldt... Los berlineses occidentales tienen la certeza de ser el mundo libre, pero siempre miran al Este con nostalgia. Los orientales, en un gesto que puede interpretarse como desd¨¦n o altaner¨ªa moral, no los miran, los oyen. El muro, o la frontera, hace del otro, aquel a quien se mira, aquel a quien se escucha solamente, parte de un deseo, de una propuesta irremediable.
Intento conocer lo que piensan de su ciudad los berlineses occidentales. Pregunto por el coraz¨®n de Berl¨ªn, y ellos me conducen al muro, el objetivo de su amor o su desesperanza. Berl¨ªn cumple 750 a?os de su primera menci¨®n documental como ciudad. Una grandiosa exposici¨®n (Berl¨ªn, Berl¨ªn) recupera gr¨¢ficamente su historia a trav¨¦s de arte, vida cotidiana, pol¨ªtica, etc¨¦tera. Parece como si el per¨ªodo que se corresponde con su tragedia mundial quedara algo difuminado. Sus razones habr¨¢.
Como si se celebrara con todos sus colores la visita del jefe del Estado Honecker, el Kurf¨¹rstendamn, uno de los lugares m¨¢s c¨¦ntricos y concurridos del Oeste, se llena de vendedores de camisetas con hoces y martillos y la imagen de Lenin en la pechera. Muchachos del barrio marginal de Kreuzberg ("Un marco, t¨ªa") pasean el letrerito "Abandona el sector americano" en sus espadas. Berl¨ªn Oeste es una fiesta llena de bicicletas y salchichas y refleja un alt¨ªsimo grado de mestizaje: parece mentira que este acotado bosque con casas d¨¦ para tantas emociones. Henry Moore preside la fachada de la Academia de Bellas Artes con la misma solemnidad que las subpinturas modernas de los techos palaciegos de Charlotenburg. El mir¨®n de Berl¨ªn Oeste integra con ellas la portada, a pique de derribo, de la c¨¢rcel de Spandau, y la belleza sin l¨ªmites de la isla de los Pavos Reales, paisaje que merece ya de por s¨ª otro Werther.
"El coraz¨®n de Berl¨ªn, el verdadero coraz¨®n de Berl¨ªn, est¨¢ en un bosquecillo negro y h¨²medo, el Tiergarten", escribe, en su Adi¨®s a Berl¨ªn, Christopher Isherwood en el invierno de 1932. Recuerdo su cita cuando camino, por indicaci¨®n de mi excepcional gu¨ªa berlin¨¦s, por los jardines del palacio Glienicke, antesala rom¨¢ntica de Potsdam.
Parece como si los ¨²ltimos 25 a?os transcurridos en el Berl¨ªn dividido fueran los responsables del desplazamiento del coraz¨®n de la ciudad. El coraz¨®n de Berl¨ªn est¨¢ definitivamente afuera, como brisa escapada a la otra parte, proporcionando con ello a los berlineses de ambas orillas -ciudadanos de tiempo y lugar l¨ªmites- el principal est¨ªmulo, identidad en lo escindido, sensaci¨®n de libertad en lo acotado. Quiz¨¢ se advierta a¨²n m¨¢s en los occidentales. Hijos de su pasado, despatriados del presente, son conscientes de que ayer sus mayores no pudieron hacer nada contra una ¨¦poca que tanta necesidad tuvo de culpables y h¨¦roes. Pero hoy miran el curso del r¨ªo Spree (miran tambi¨¦n los turcos de Kreuzberg, los guardias orientales, yo misma) mientras piensan en el tiempo que nuestro continente precisar¨ªa para librarse al fin de esa necesidad.
Los berlineses son de ninguna parte, pero a su lado se sit¨²a el mundo.
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