Arte nuevo de escribir novelas
Sorprende la facilidad con que arraiga la mala hierba de los lugares comunes en el medio ambiente literario, tan habitualmente est¨¦ril a toda novedad que no le venga exagerada por los calificativos de la moda. Se dir¨ªa, leyendo las p¨¢ginas culturales de los peri¨®dicos y las revistas literarias, que existe una docta cofrad¨ªa de aduaneros del lugar com¨²n, especializados en no admitir sino lo que se ajuste a lo ya dicho y a lo ya sabido, ejercicio de pereza muy leg¨ªtimo en quienes viven como sombras del resplandor ajeno, pero no, supongo, en los portadores ¨²nicos de ese don para las palabras y las f¨¢bulas que son o debieran ser los escritores. Sin ellos no es posible la fiesta, sin su trabajo no existir¨ªa el de los cr¨ªticos ni el de los editores, sin su arisca soledad -pues hace falta mucha y muy disciplinada para escribir un libro- carecer¨ªa de coartada la muchedumbre de coloquios que justifican las n¨®minas de esos intermediarios finos que pululan por las oficinas culturales de las autonom¨ªas, de los municipios, de los ministerios.Parece, sin embargo, que ha sucedido una extra?a mutaci¨®n en las jerarqu¨ªas de la literatura, y que los escritores mansamente la acatan. Cada vez con mayor frecuencia, los intermediarios, cuya tarea fue en otro tiempo atender y juzgar, optan por constituirse en legisladores de lo que debe ser escrito y del modo en que ha de hacerse, con tan notoria fortuna que los libros de los escritores y sus opiniones p¨²blicas sobre la literatura guardan un persistente parecido con los dict¨¢menes previos de la cr¨ªtica, con los lugares comunes que se han ido extendiendo sin que nadie sepa su origen ni se atreva a disentir de su legitimidad. En lugar de guiarse por la doble incitaci¨®n oscura de un impulso en gran medida inconsciente y de un lector tan imperioso como desconocido, parece que el escritor que aspire a algo en nuestros d¨ªas ha de ilustrar con su trabajo las conjeturas del cr¨ªtico: eso sin duda ser¨¢ un beneficio para la claridad de los manuales literarios del porvenir, pero por lo pronto ya es un obst¨¢culo para que se cumpla la ¨²nica justificaci¨®n de la literatura: el placer de escribir y de leer libros.
En los manuales, las verdades literarias se suceden con una majestuosa lentitud que facilita mucho las clasificaciones, pero en la realidad esas mismas verdades ocurren con la velocidad de los antojos de la moda. Se recordar¨¢ que en los setenta era grand¨ªsimo pecado escribir novelas con argumento, y que bruscamente lo fue m¨¢s grave a¨²n no escribir novelas policiacas o fulminantes relatos de aventuras. Al cabo de 20 a?os de prescribir el tedio y las extravagancias en la puntuaci¨®n como se?ales ¨²nicas de la maestr¨ªa, se descubri¨® la transparencia y el placer del texto, y no hubo novelista experimental ni superviviente del socialrealismo o del casticismo que no urdiera tramas policiales con la misma torpeza que emple¨® en el pasado para copiar aplicadamente el mon¨®logo de Molly Bloom. En tan apasionantes peripecias, los ¨²nicos que no parecieron interesarse mucho fueron los lectores, que hu¨ªan de las novelas espa?olas como del cine espa?ol, otro producto cuya existencia no acaba de explicarse uno, a menos que: sospeche una secreta complicidad entre los subvencionadores y los cr¨ªticos, forjada para siempre en los duros tiempos de los cineclubes eclesi¨¢sticos.
La moda de la novela policiaca espa?ola, como la de los trajes con arrugas, ha remitido un poco: apresuradamente se nos viene tras ella la de la nueva narrativa, que obedece al hecho verdadero, pero del todo casual, de que en los ¨²ltimos cuatro o cinco a?os se han publicado algunas novelas aceptables firmadas por escritores a quienes nadie conoc¨ªa antes y que suelen ostentar una discreta juventud. Nada de eso es nuevo: Thomas Mann ten¨ªa 24 a?os cundo public¨® Los Buddenbrook, y a Scott Fitzgerald le sorprendi¨® a los 23 el ¨¦xito de This side of Paradise, por no citar otros ejemplos de semejante precocidad en la m¨¢s pr¨®xima literatura espa?ola. Se dir¨ªa m¨¢s bien, y alguien lo ha se?alado ya, que: los j¨®venes novelistas espa?oles son algo tard¨ªos... Nada de esto impide que los perpetradores de manuales avant la lettre vaticinen ya la existencia de una generaci¨®n y se apresuren a definirla con la alegr¨ªa del entom¨®logo miope que cree haber descubierto una nueva variedad de mariposas ex¨®ticas. Hasta aqu¨ª no hay nada de sorprendente. S¨ª lo es que los propios escritores empiecen a examinarse con cuidado las manchas de las alas, temiendo acaso que su dibujo no coincida con el que viene en las estampas.
La nueva generaci¨®n, dicen, es cosmopolita, tal vez convirtiendo en ley la causalidad de que una excelente novela de los ¨²ltimos tiempos tiene lugar en la China que nos han dado a conocer las pel¨ªculas de Fu Manch¨² y ciertos relatos de Borges. En consecuencia, se reprueba, o parece algo sospechoso, que un escritor escriba sobre la ciudad donde vive, a menos que ¨¦sta sea tan demoledoramente urbana como el Bronx. La nueva generaci¨®n es o ha de ser tambi¨¦n un cat¨¢logo de hu¨¦rfanos literarios: criados en el desierto del realismo, los escritores j¨®venes han reconocido a sus verdaderos padres en maestros de otros idiomas, a ser posible alemanes, y desde luego traducidos, siguiendo as¨ª la tradici¨®n de esos estilistas que hace algunos a?os afirmaban, con un leve gesto de asco, que ellos s¨®lo le¨ªan en ingl¨¦s. La nueva generaci¨®n, por ¨²ltimo -ya se sabe que en los buenos manuales las caracter¨ªsticas vienen de tres en tres-, ha de ignorar la historia de Espa?a con la misma elegancia con que ignora su literatura, y no escribir nunca sobre la guerra civil. ?Ser¨¢ preciso que a?ada que s¨®lo deben escribirse novelas urbanas?
A inadie importar¨ªa esta sarta de lugares comunes si no fuera porque quienes los manejan llevan camino de convertirlos en dec¨¢logo. Y todos los dec¨¢logos, en la literatura o en el arte, coinciden en la rara superstici¨®n de la supremac¨ªa de lo que antiguamente se llamaba el fondo, como si no supi¨¦ramos desde hace m¨¢s de un siglo que lo que importa no es lo que se dice, sino el modo en que uno sabe o puede decirlo, como si no hubi¨¦ramos aprendido lo que significa aquella met¨¢fora de Proust: en la literatura lo que cuenta no son las cosas que refleja un espejo, sino la intensidad con que su reflejo se produce. Por supuesto que toda gran literatura es cosmopolita, pero no porque su autor haya viajado en el Orient Express y escrito ¨²nicamente sobre Madrid o sobre Nueva York, sino porque sus palabras tienen el fulgor de las cosas universales y el privilegio de aludir a cualquier hombre en cualquier parte. Se puede ser provinciano contando un viaje alrededor del mundo -Blasco Ib¨¢?ez- y cosmopolita contando el minucioso aislamiento del condado de Yocknapatawpha o de la aldea de Macondo. Se puede ser universal a la manera de Hemingway o a la manera de Kafka o de Lezaina Lima, y eso s¨®lo dependede la intensidad y de la verdad de la escritura.
Y ¨¦sa es una lecci¨®n que puede aprenderse incluso en los escritores espa?oles, si la petulancia no nos eximiera a veces de su lectura, con visible quebranto de la calidad de nuestra literatura reciente, en la que a veces se nota esa falta de olor y sabor que denuncia en seguida los alimentos congelados y los modelos traducidos. Hace varios siglos que el provincianismo es una desgracia espa?ola, agravada en los ¨²ltimos a?os por el prestigio de las esencias regionales, pero no es menos cierto que desde el Arcipreste de Hita hasta Rafael S¨¢nchez Ferlosio, por poner dos ejemplos, hay una tradici¨®n sostenida y rebelde de escritores espa?oles que han apurado hasta el l¨ªmite la plasticidad de nuestro idioma y a quienes no estamos en condicione! de desde?ar. No se trata de hacer ahora una vana vindicaci¨®n del casticismo, pero s¨ª de saber que lo que hemos aprendido en Borges, en Poe, en Proust, en Joyce, en cualquier escritor no espa?ol verdaderamente grande, no es nada si no aprendemos al mismo tiempo la infinita lecci¨®n que nos aguarda en Cervantes- en P¨¦rez Gald¨®s, en ?lvaro Cunqueiro, en Valle-Incl¨¢n...
No es casual que se repruebe tan severamente la literatura espa?ola. Leerla es un ejercicio de memoria que cuadra mal con esa especie de anmesia posmoderna que nos vienen prescribiendo los poderes pol¨ªticos y culturales desde que se dio por terminado eso que llaman ahora el r¨¦gimen anterior. Igual que los insistentes prop¨®sitos de modernizaci¨®n de quienes nos gobiernan parecen resumirse en ciertas extravagancias de peinado y en un tenaz cerco de silencio sobre el oprobio de la tiran¨ªa y el coraje de quienes la combatieron, as¨ª la nueva literatura espa?ola debe prescindir de toda referencia al pasado, a menos que prefiera incurrir en delito de lesa posmodernidad. Se olvida as¨ª, aunque no parece que importe, una doble evidencia que ya estaba en el Quijote y no ha faltado en ninguna gran novela escrita desde entonces: que toda novela perdurable es una cristalizaci¨®n de la memoria y de la conciencia colectiva; que todo escritor, incluso Flaubert en Salamb¨® y H. G. Wells en La m¨¢quina del tiempo, manifiesta en su escritura la m¨¢s exacta realidad y el presente m¨¢s puro de un modo m¨¢s certero, porque durar¨¢ m¨¢s, que las p¨¢ginas de un diario.
Un siglo antes de que se extendiera en Espa?a la moda de la nueva narrativa, Arthur Rimbaud hab¨ªa escrito que es preciso ser absolutamente modernos. En torno a 1600, en una s¨®rdida prisi¨®n espa?ola, Miguel de Cervantes probablemente intuy¨® que comenzaba a escribir una novela tan cosmopolita que hoy no hay un solo idioma que la ignore. Pero el cosmopolitismo y la modernidad no son prop¨®sitos, sino resultados, y no dependen de la aplicaci¨®n de un recetario ni del benepl¨¢cito de un cr¨ªtico, y ni siquiera de la voluntad. Est¨¢n o no est¨¢n en la escritura igual que la crueldad, seg¨²n Borges, est¨¢ en las espadas. Y todo lo dem¨¢s no es literatura, aunque se ajuste tan d¨®cilmente a las prescripciones de ese manual que tal vez alguien ya est¨¢ escribiendo.
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