El mal de altura
Desde que los fil¨®sofos se interrogaron sobre las virtudes que explican la capacidad de algunos seres humanos para influir sobre los destinos de la colectividad, las respuestas se han alineado en una escala bipolar. Las concepciones heroicas defensoras del caudillismo providencialista, y los reduccionismos sociologistas, convencidos de que cualquier constelaci¨®n de necesidades termina por encontrar a la persona adecuada para servirlas, forman los extremos de ese continuo. En la tradici¨®n marxiana, la b¨²squeda de r¨¦plicas satisfactorias a esa cuesti¨®n dio lugar a bruscos desplazamientos, que alternaban la hip¨®tesis seg¨²n la cual la identificaci¨®n de hombres singulares con grandes acontecimientos es puramente azarosa (alguien habr¨ªa ocupado el lugar de Cromwell o Napole¨®n con parecida eficacia si aqu¨¦llos hubiesen muerto en su primera batalla) y la teor¨ªa del insustituible papel de la personalidad en la historia (sin Lenin, los bolcheviques nunca hubieran conquistado el poder en Rusia).Este vistoso debate podr¨ªa ser trasladado a cuestiones mucho m¨¢s modestas, lejanamente emparentadas con los problemas de la gran historia (al menos en la imposibilidad de dar respuestas contundentes a preguntas imprecisamente planteadas). Se tratar¨ªa de discutir acerca de las relaciones entre las oportunidades te¨®ricas que las situaciones de poder ofrecen a sus ocupantes y la utilizaci¨®n efectiva que hacen de ellas quienes las alcanzan. Mientras los ideales reformadores no consigan -y hay razones para aguardar sentados su advenimiento- sociedades plenamente igualitarias y organizaciones pol¨ªticas m¨ªnimamente coercitivas, la llanura de las relaciones humanas se ver¨¢ siempre interrumpida por los mont¨ªculos (o las cordilleras) de la influencia y el poder. Aunque no lo sea su demanda, la oferta de esas alturas resulta necesariamente limitada. Es cierto, sin embargo, que las sociedades abiertas, a diferencia de las sociedades cerradas carentes de movilidad vertical, reducen las discriminaciones para el acceso a los bienes escasos de la riqueza y el poder. Pese a que la herencia (incluyendo los privilegios de la educaci¨®n y de la socializaci¨®n) siga siendo un importante factor en las subastas de posiciones ventajosas (sean pecuniarias, profesionales o pol¨ªticas), la econom¨ªa de mercado concede oportunidades de medro basadas en la audacia, la capacidad de trabajo y la inteligencia, a la vez que el sistema democr¨¢tico facilita la ocupaci¨®n del poder pol¨ªtico por hombres y mujeres nacidos y criados en la periferia del establecimiento.
La existencia de senderos abiertos a las cimas de la influencia social y el poder pol¨ªtico en las sociedades democr¨¢ticas explica la irritaci¨®n que suscita en los sectores reaccionarios un sistema de gobierno que permite el ascenso a las alturas a gentes procedentes de las clases subalternas. La caricatura del nuevo rico no es sino la respuesta de quienes temen la merma de su capital heredado ayer o acumulado anteayer. As¨ª, la exasperaci¨®n conservadora frente a la consolidaci¨®n de los socialistas espa?oles en el Gobierno refleja la indignada sorpresa de los propietarios tradicionales de la influencia y el poder ante la falta de respeto mostrada por los intrusos al no aceptar su destino como realquilados con derecho a cocina en los fogones de la oposici¨®n. De ah¨ª a predicar la arrogancia de los nuevos gobernantes, comediantes de la legua crecidos por el solemne papel protagonista que las urnas les ha encomendado, s¨®lo hay un paso. Mientras algunas actuaciones ser¨ªan aplaudidas como congruentes con la dignidad de las instituciones si sus protagonistas fueran de la cuerda de los propietarios, la rechifla en los palcos alcanza niveles de rid¨ªcula estridencia cuando el escenario es ocupado por los realquilados.
Pero tambi¨¦n los espectadores del gallinero socialista pueden estar condicionados en sus reacciones por una excesiva identificaci¨®n con los actores de su cuerda. A estos entusiastas les importa menos qu¨¦ cosas se hacen que qui¨¦nes las realizan. Subordinando el texto del libreto a su recitado, los reventadores patear¨¢n la impostaci¨®n de las voces de los actores, mientras que la clac, con una incondicionalidad propia de supporters brit¨¢nicos, les aplaudir¨¢ incluso las morcillas intercaladas en los di¨¢logos.
P¨¦simos actores que usurpan papeles ajenos, seg¨²n unos, o magn¨ªficos int¨¦rpretes de libretos escritos para su lucimiento, seg¨²n otros, los ocupantes de los pin¨¢culos del poder pol¨ªtico o la influencia social tienen dificultades espec¨ªficas en sus relaciones con la reafidad. Su primer problema ser¨¢ conservar la plena conciencia de la topograf¨ªa del paisaje para no olvidar que la distribuci¨®n desigual de los recursos escasos sit¨²a a los habitantes de las llanuras (o de las depresiones) en condiciones de vida que determinan en buena medida sus deseos y sus pobilidades. Contra la despilfarradora opini¨®n del actual presidente del Congreso, inquilino de una vivienda pagada por los contribuyentes, un alquiler iriensual de 450.000 pesetas no est¨¢ al alcance de la abrumadora mayor¨ªa de los votantes socialistas.
Por lo dem¨¢s, los horizontes de grandeza oteables desde las alturas no son visibles desde el suelo. Tanto la provisionalidad de cualquier posici¨®n de poder (los pol¨ªticos pierden elecciones y los empresarios quiebran) como la historia (generalmente embellecida por sus beneficiarios) de la forma en que fue conquistada pueden ayudar a los actores a recordar que esos privilegiados papeles constituyen constelaciones objetivas y permanentes, desempe?adas s¨®lo azarosa y provisionalmente por los sujetos que hoy ejercen su titularidad.
Sin embargo, la identificaci¨®n del actor con su papel puede ser tal que llegue a convencerle de que nadie estar¨ªa en condiciones de igualar su interpretaci¨®n. Pero si esos c¨¢lidos sentimientos de autoestima se mueven dentro del ¨¢mbito de la realidad, aunque sea rozando sus fronteras, la zona de delirio comienza cuando el actor llega a creer que su desaparici¨®n de la escena implicar¨ªa la imposibilidad de seguir representando el drama o la comedia. En esos casos l¨ªmites, el pol¨ªtico renuncia al distanciamiento respecto al papel que interpreta, sepulta en el inconsciente su individualidad e incorpora como propios -y como ¨²nicos- los rasgos del personaje abstracto, intemporal y objetivo que las posiciones de poder o de influencia necesitan para operar en la pr¨¢ctica diaria.
Muchos son los oficios amenazados por enfermedades profesionales espec¨ªficas. El mal de altura no s¨®lo afecta a los alpinistas, sino tambi¨¦n a los ocupantes de esos promontorios de poder e influencia que la desigualdad social y la estructura estatal han creado mediante procesos tan amplios y prolongados como los movimientos geol¨®gicos. No es una de las ventajas menores del sistema democr¨¢tico que los titulares del poder pol¨ªtico sean peri¨®dicamente sustituidos por decisi¨®n de los ciudadanos. Algo sabemos en Espa?a de las disparatadas aberraciones a las que lleg¨® el culto de un militar africanista transformado en hombre providencial y caudillo vitalicio. Pero as¨ª como la pol¨ªtica no es el ¨²nico ¨¢mbito donde los actores patrimonializan los papeles y hacen suyos patol¨®gicamente sus atributos, tampoco la conciencia te¨®rica de la provisionalidad del poder en un r¨¦gimen democr¨¢tico implica necesariamente la inmunidad ante el mal de altura.
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