Cuento de amor y vicio
Se acost¨® sobresaltado y tard¨¦ horas en conciliar el sue?o, como si el buscarlo entre vueltas y revueltas le mantuviera tan ocupado que la febril actividad le impidiera dormir. Su angustia no se rebajaba entre las duermevelas siquiera, pues cada vez que parec¨ªa que iba a perder la consciencia, im¨¢genes de gatos furiosos o deslizamientos vertiginosos desde un trampol¨ªn sin final le paralizaban unos instantes el coraz¨®n y le sobresaltaban m¨¢s y m¨¢s. Incluso lleg¨® a pensar que morir¨ªa en alguno de aquellos sustos. La noche, eterniz¨¢ndose sin motivo, no dejaba escapar la oscuridad que, si se diluyera en el amanecer, con seguridad le devolver¨ªa la calma. Mirar el reloj no serv¨ªa de nada, acaso tan s¨®lo para comprender la lentitud del tiempo, ese tiempo que otras veces hu¨ªa cuando m¨¢s lo necesitaba.La ¨²ltima vez que mir¨® la hora, el reloj marcaba las cuatro menos veinte. Ya se hab¨ªa masturbado a las doce y media, intentado tranquilizarse, pensando en ella, rebusc¨¢ndose entre los recuerdos momentos que le excitaran s¨®lo con rememorarlos. A las tres y media intent¨® masturbarse otra vez, pero no le quedaban ganas ni paciencia. Se revolvi¨® otra vez entre las s¨¢banas, encaj¨® la cabeza en una cuna forzada en la almohada y procur¨® retar al sue?o a una ¨²ltima embestida. A las cuatro menos veinte mir¨® el reloj. Poco despu¨¦s, no sabr¨ªa decir cu¨¢nto, se qued¨® profundamente dormido.
Acababa de amanecer cuando se despert¨®, igualmente sobresaltado. El d¨ªa estaba lluvioso, inapreciablemente lluvioso, como si de la b¨®veda gris uniforme que encapotaba la ciudad las gotas se fueran desprendiendo por obligaci¨®n, resignadas, miedosas, t¨ªmidas. Llov¨ªa como s¨®lo sabe llover en Galicia, con una paciencia sin l¨ªmites. Se asom¨® al balc¨®n para ver las aceras mojadas, los coches salpullidos de lunares y las gentes correr, junto a las fachadas, camino del metro o del autob¨²s. Mir¨® a lo alto y se convenci¨® de que el d¨ªa no iba a cambiar.
Debajo de la ducha sinti¨® fr¨ªo, aunque el agua le dol¨ªa de lo caliente que estaba. Se sec¨® con brusquedad y se afeit¨® lo m¨¢s r¨¢pidamente que pudo. Minutos despu¨¦s, ante un caf¨¦ y un vaso de coca-cola, not¨® que la agitaci¨®n que sent¨ªa ni disminu¨ªa ni le permit¨ªa estarse quieto. Las ocho y media sonaron en la radio instantes antes del comienzo del informativo. Hasta las nueve tendr¨ªa que esperar, intentar recuperar la calma y mostrarse seguro y dominador. Si no era as¨ª, m¨¢s val¨ªa que se marchase de casa y olvidase sus pretensiones. No le quedaba m¨¢s maquillaje que su aplomo, su seriedad y su mirada ensayada desde el d¨ªa en que naci¨®. Su aspecto, a pesar de la hora, no era desastroso. Su voz, hecha de ecos de caverna, s¨®lo era un poco m¨¢s grave que la de la noche anterior. Durante unos minutos cant¨® en voz alta, escupi¨® un par de veces y la ajust¨® cuanto pudo. Vaci¨® los ceniceros, apil¨® vasos y platos junto al fregadero y orden¨® el sal¨®n. Estir¨® la cama, ventil¨® la habitaci¨®n y apur¨® de un sorbo el caf¨¦ y de dos buches la coca-cola. A las nueve menos siete minutos estaba preparado para recibirla. En los ojos se le incrust¨® la calma; en las manos tambi¨¦n. Pero por el est¨®mago las burbujas campaban por sus respetos.
ENCUENTRO
Cuando son¨® el timbre de la puerta, corri¨® a abrirla. Apoyada en el umbral, con el vestido blanco de vuelo y los zapatos en la mano, mostr¨¢ndolos como un vendedor de enciclopedias sus folletos, re¨ªa con la cara iluminada, la mirada transparente y la malicia resguardada en las comisuras de los labios. Parpade¨® una, dos veces, y el gesto se le torci¨® bruscamente, la boca se le llen¨® de una mueca de asco, dolor y p¨¢nico, los ojos se le cerraron y antes de que un hilillo de sangre le resbalara desde los labios, abri¨® los brazos, se inclin¨® hacia ¨¦l y se desplom¨® en un desmayo que se parec¨ªa mucho a una muerte.
La hab¨ªa conocido tres d¨ªas atr¨¢s en un mostrador cargado de perfumes de El Corte Ingl¨¦s. Iba a comprar una marca determinada y la dependienta le inform¨® que se les hab¨ªa terminado la semana anterior y el proveedor, por dificultades con la casa central de Par¨ªs, se estaba retrasando en servirlo. Ella se disculp¨® y le ofreci¨® otra marca de aroma cercano, insinuando incluso que ella lo prefer¨ªa porque cuando se secaba ten¨ªa la propiedad de absorber otros aromas, el de un hombre, por ejemplo, y esa mezcla ¨²ltima la excitaba. Emplear esta expresi¨®n y ruborizarse fue todo uno, y a ¨¦l, que le hab¨ªan gustado ambas cosas -su valent¨ªa en la palabra y su rubor en el rostro- se qued¨® mir¨¢ndola como si nunca hubiese visto prodigio mayor, y lo compr¨¦. A las ocho y media de la tarde, por la salida de empleados, la esper¨®, se acerc¨® a ella y le mostr¨® el paquete.
-Tenga, es para usted.
Ella se detuvo un instante, tard¨® unos segundos en reconocerle y, despu¨¦s, aliviada, le sonri¨®.
-?Para m¨ª?
-S¨ª. Creo que es su perfume preferido.
Caminaron en silencio hasta que se alejaron de las miradas de las compa?eras. Doblaron la esquina y siguieron caminando calle arriba. Ambos iban en silencio, sin mirarse, pero sinti¨¦ndose el temblor de la cercan¨ªa. En un momento ella abri¨® el papel, desgarr¨¢ndolo con la sabidur¨ªa de quien lo hab¨ªa envuelto, y abri¨® el frasco, poni¨¦ndose unas gotas de perfume en el cuello. Luego, sin mirarle, se lo guard¨® en el bolso y se acerc¨® la mano a la nariz para inhalar todo el aroma. ?l se la tom¨®, la apret¨® con fuerza y aceler¨® el paso.
-?Ad¨®nde vamos?
?l no respondi¨®. Sigui¨® caminando una manzana, y otra, y otra m¨¢s, hasta la avenida. All¨ª se par¨® en la mitad de la acera, se enfrent¨® a ella y la mir¨¦ a los ojos.
-Mi casa est¨¢ al final, junto al puente. ?Vamos andando o cogemos un taxi?
-Como lleguemos antes.
Dos horas despu¨¦s hab¨ªan hecho el amor tres veces. La primera vez hab¨ªa sido brusca, ansiosa, desesperada. ?l guardaba a¨²n las marcas de sus u?as en la espalda y ella hab¨ªa perdido los pendientes y se hab¨ªa desgarrado el tanga por uno de los costados.
La segunda vez, la calma hab¨ªa sido mayor, pero el cuerpo le escoc¨ªa desde entonces. La tercera vez hab¨ªan hecho el amor lentamente, repas¨¢ndose los resquicios de su cuerpo, como reconoci¨¦ndose, extray¨¦ndose de los poros de su piel los min¨²sculos restos de orgasmos que a¨²n les quedaban. Fue al terminar cuando ella le pregunt¨®:
-?C¨®mo te llamas?
-No tengo nombre.
-Yo tampoco.
En la cocina se prepararon un emparedado y bebieron un zumo. Sin dirigirse la palabra recogieron los restos entre los dos y ella se fue al cuarto de ba?o. Se oy¨® el agua de la ducha y la riada del agua de la cisterna precipit¨¢ndose. Sali¨® del ba?o, se calz¨® el bolso en bandolera y le bes¨® de refil¨®n antes de marcharse.
-Ma?ana, aqu¨ª a las ocho y media.
-Salgo a esa hora -protest¨® ella con dulzura.
-Sales antes.
Cerr¨® la puerta. ?l se qued¨® en el sill¨®n, record¨¢ndola, repasando su cara afilada, su pelo negro y revuelto, sus ojos alm¨ªbar, sus labios finos y suaves, su cintura apretada, sus pechos inexistentes y su pubis exagerado, grueso y protuberante, enmascarado. Ten¨ªa las piernas largas y delgadas y los tobillos eran cuchillos peque?os y afilados, como picos. Pero por mucho que lo intent¨® no recordaba su voz. Ella probablemente tampoco recordar¨ªa la suya. Hablar s¨®lo es una acci¨®n in¨²til que interrumpe -o sustituye- la utilidad de otras acciones.
GANARSE EL AMOR
He tenido que decir que me encuentro mal.
?l no respondi¨®. Hab¨ªa llegado a las ocho y media en punto y eso era lo que importaba. La hizo pasar y ella se encamin¨® directamente al dormitorio. ?l se qued¨® inm¨®vil y dijo:
-Tendr¨¢s que gan¨¢rtelo.
-No entiendo.
-El amor hay que gan¨¢rselo -afirm¨® ¨¦l- ?Te apetece hacerlo?
-Lo estoy deseando.
-Pues ser¨¢ a mi manera.
?l se meti¨® en el sal¨®n, abri¨® el armario y sac¨® una copa. Contra la mesa, la golpe¨® y le rompi¨® los bordes, que quedaron dentados y cortantes. Una vez as¨ª, la llen¨® de jerez y se la dio a beber:
-Toma. B¨¦betela.
-Me voy a...
-?Silencio! El amor hay que gan¨¢rselo.
Ella bebi¨® con mimo, cuidando de no cortarse y sorbi¨® hasta la ¨²ltima gota. El la miraba fr¨ªo, distante, desinteresado, pero su excitaci¨®n no le permiti¨® contenerse. All¨ª mismo se estrech¨® a ella, le desgarr¨® el vestido y le hizo el amor con tanto cari?o que ella qued¨® extenuada sobre la moqueta tras un orgasmo que no terminaba de pas¨¢rsele nunca, temblorosa y agitada, pidiendo m¨¢s y m¨¢s, asustada de su vibraci¨®n creciente y sacudi¨¦ndose en espasmos incontrolables. ?l la mir¨® placenteramente, disfrutando de su fiebre, de su tiritona ardiente, de sus s¨²plicas. Al final, la abofete¨® repetidamente hasta que se calm¨®, dominando su cuerpo y su pasi¨®n. Se abraz¨® a ¨¦l y se qued¨® acurrucada en su pecho, protegi¨¦ndose y sinti¨¦ndose ni?a otra vez.
-Me has pegado.
?l guard¨® silencio y se limit¨® a mirarla.
-Me ha gustado -dijo ella en un susurro.
Salieron a cenar a un buen restaurante. Bebieron tres botellas de cava durante la comida y apenas si probaron la mousse de cangrejo y el ciervo con salsa h¨²ngara. Al terminar no dejaron propina y salieron a la noche, fr¨ªa y h¨²meda, a punto de desbordarse en l¨¢grimas desde el cielo. ?l par¨® un taxi y no la dej¨® subirse a ¨¦l. Busc¨® en sus bolsillos unos billetes, se los dio y le dijo:
-Te espero en casa. T¨² ve a comprar unos pa?uelos de seda y metro y medio de cuerda. Si quieres pasar la noche conmigo estar¨¢s atada a la cama.
Se subi¨® al taxi y desapareci¨® calle arriba. Ni un momento mir¨® para atr¨¢s.
Una hora despu¨¦s, ella llegaba con el encargo. Sin decir palabra, se introdujo en el dormitorio, se desnud¨® y puso sus mu?ecas pegadas a los barrotes del cabezal. Atada con mimo, para evitar se?ales, y con los ojos cerrados, esper¨® pacientemente a que ¨¦l terminase de ver el telediario y se quedase junto a ella. Pero pas¨® el tiempo, la emisi¨®n se acab¨® y ¨¦l no aparec¨ªa por el dormitorio. Finalmente se qued¨¦ dormida esperando in¨²tilmente.
Se despert¨® cuando se sinti¨® penetrada. El reloj marcaba las cinco de la madrugada y la eyaculaci¨®n le produjo un orgasmo total, desconocido, porque sent¨ªa necesidad de abrazarle, y cuanto m¨¢s lo intentaba, m¨¢s da?o se hac¨ªa con los pa?uelos aferrados a sus mu?ecas. Se dej¨® ir con tanto ardor que las l¨¢grimas se le saltaron de la emoci¨®n y el placer.
Pero ¨¦l no la desat¨® una vez acabada la eyaculaci¨®n. La observaba desde arriba, sentado junto a ella en la cama, y con las llaves le golpeaba el vientre y las piernas mientras la besaba, le lam¨ªa el pecho y las caderas, los labios y los ojos. Ella se agitaba en silencio, se inquietaba y le miraba, se dejaba hacer. Otro orgasmo le sobrevino y ya no supo si se desmayar¨ªa o se le parar¨ªa el coraz¨®n.
Durmieron. Durmieron el resto de la noche profundamente, y cuando pidi¨® que la desatara conserv¨® el dolor en los brazos y en las axilas, record¨¢ndole a ¨¦l con toda la ternura que jam¨¢s hab¨ªa encontrado para entreg¨¢rsela a nadie. En sus brazos, acurrucada otra vez, se sent¨ªa empeque?eciendo y empeque?eciendo, y por un momento pens¨¦ que se har¨ªa tan peque?a que podr¨ªa introducirse por su pene y encerrarse, como antes de nacer, en el claustro materno al que deseaba volver.
Desayunaron juntos y ella decidi¨® no acudir ese d¨ªa al trabajo. ?l acept¨® la idea de pasar el d¨ªa juntos y volvieron a la cama, a dormir, hasta el mediod¨ªa.
-Te quiero -dijo ella.
-No lo s¨¦ -respondi¨® ¨¦l.
-?Qu¨¦ he de hacer para demostr¨¢rtelo?
-Luego te lo dir¨¦.
Luego fue la calle, el coche de ¨¦l, abandonar la ciudad y perderse por caminos vecinales y senderos de cabras hasta cerca de las seis de la tarde. Arriba en el monte, pr¨¢cticamente perdidos, par¨® el coche bajo un ¨¢rbol, apag¨® el motor dando media vuelta a la llave y, mientras aseguraba el freno de mano, dijo lac¨®nicamente:
-Dame tus zapatos..
Ella se extra?¨® pero no hizo preguntas. Se los dio y ¨¦l los tir¨® al asiento de atr¨¢s. Empezaba el sol a caer sobre el horizonte y la noche avanzaba desde muy lejos. Las nubes se agrupaban sobre sus cabezas.
-Baja.
-.?Descalza?
-Baja.
Obedeci¨®. Su vestido blanco de vuelo se le enred¨® entre las piernas por el viento.
-Si no est¨¢s ma?ana a las nueve en punto en casa, no me volver¨¢s a ver -dijo sin mover un m¨²sculo de la cara.
-Pero... ?qu¨¦ dices? -protest¨® ella.
-Sin coches de autoestop ni trucos, ?entendido?
-Pero...
No le dio tiempo a decir nada m¨¢s. ?l arranc¨® el coche y dio la vuelta sobre s¨ª mismo. Antes de alejarse baj¨® la ventanilla y grit¨®:
-Los zapatos los encontrar¨¢s junto a la puerta de casa.
Y desapareci¨® dejando un rastro de polvo y humo mientras del cielo se desprend¨ªan las primeras gotas de lluvia.
Lo de menos era que el vestido blanco de vuelo estuviera empapado y sucio o que el pelo enredado se le hubiese pegado a la cabeza. Lo peor fue el charco de sangre que sus pies hab¨ªan dejado en el descansillo y los rastros de ella por las escaleras y el ascensor.
La dej¨® tumbada en la cama con los pies envueltos en una toalla mojada y el cuerpo recubierto con una manta para evitar que siguiera tiritando. Mientras llenaba el ba?o de agua caliente, con la fregona limpi¨® cuanto pudo el descansillo, las escaleras y el ascensor. Cuando volvi¨® a la casa, al cerrar la puerta ella estaba delirando. La frente le ard¨ªa y ten¨ªa los ojos en blanco. Por un momento tuvo miedo, un miedo consciente de que pod¨ªa morir. La meti¨® en la ba?era, la lav¨® con cuidado y se esmer¨® en los pies, llagados, sanguinolentos y desgarrados.
PALABRAS MUSITADAS
La devolvi¨® a la cama, cur¨® sus heridas con b¨¢lsamo y desinfectante, con agua oxigenada y pa?os fr¨ªos, y al final la abrig¨® cuanto pudo hasta que dej¨® de tiritar. La tom¨® de la mano y se sent¨® junto a ella todo el d¨ªa hasta que despert¨®.
Al anochecer, ella abri¨® los ojos. Lo vio a su lado y sonri¨®. Se miraron apenas un instante y ella volvi¨® a cerrarlos. Musit¨¢ unas palabras que ¨¦l no pudo o¨ªr.
-No hables.
Ella se esforz¨® en repetirlas. Dijo:
-?Me quieres? -No.
Y ella le apret¨® la mano, sonri¨® cuanto pudo y dijo en un susurro:
-Yo tambi¨¦n.
No hab¨ªa dejado de llover. Volvi¨® a dormirse apretando su mano y no la solt¨® en toda la noche. A trav¨¦s de la ventana, ¨¦l pudo ver que segu¨ªa lloviendo, mientras estuvo despierto, mucho m¨¢s all¨¢ del amanecer. Una vez le cambi¨® las vendas de los pies y le desinfect¨® las heridas. Tuvo tentaci¨®n de besarlos pero no lo hizo. A ella s¨ª la bes¨®, tan s¨®lo durante un instante, en los labios a¨²n cortados.
Se despert¨® junto a ella entrado el mediod¨ªa. No se dio cuenta hasta mucho despu¨¦s que a su lado estaba la mujer que m¨¢s amaba y que aquella mujer, a la que ya nunca le declarar¨ªa su amor, estaba sonriendo, pero estaba muerta.
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