Los asesinos virtuosos
Suele decirse que un artista es original en la medida en que establece o nombra un territorio ¨²nicamente suyo: Comala, Santa Mar¨ªa, Jefferson, el Guinard¨® en blanco y negro de la posguerra espa?ola. Pero tal vez la prueba suprema de la maestr¨ªa sea la invenci¨®n de un infierno.Homero y Virgilio tuvieron el Hades donde sobremor¨ªan sin gloria los espectros de los h¨¦roes; Dante, el infierno espiral de la teolog¨ªa; Malcolm Lowry, el del mezcal; De Quincey y Dickens, el d¨¦ las calles sin misericordia de Londres; Poe, el de los resucitados tard¨ªos de la catalepsia; Franz Kafka, el de la culpa sin nombre; Francis Bacon, el de los borrosos lavabos con bombillas desnudas...
No en la literatura ni en el arte, sino en las mismas p¨¢ginas de este peri¨®dico, un escritor espa?ol, Jos¨¦ Luis Mart¨ªn Prieto, cuya prosa de tan apasionada clarividencia y precisi¨®n ya quisiera para s¨ª m¨¢s de un novelista, cont¨® durante, unos cuantos a?os, con tenacidad y coraje, el infierno ver¨ªdico de la tiran¨ªa militar argentina., que es un infierno herm¨¦tico de sombras y de calabozos, con sus verdugos y sus condenados y sus minuciosas m¨¢quinas de tormento pero que no existi¨® bajo los c¨ªrculos medievales de la tierra ni en las grutas defendidas por el perro tric¨¦falo de la mitolog¨ªa, sino a un paso de las calles comunes donde conversaba la gente, en edificios oficiales con banderas y despachos administrativos, y no en el pasado anterior a toda memoria en el que sucedieron las peregrinaciones de Ulises y del Dante, sino en el ayer trivial y accesible de los noticiarios. De ese infierno certificado por los jueces emerge la figura de un verdugo indudable. Los peri¨®dicos y la televisi¨®n nos han hecho familiar su rostro bondadoso. Es un caballero de uniforme blanco, de rasgos blandos y tranquilos y bien cortado pelo rubio. Se sienta en el banquillo de los acusados con la compostura de quien toma el t¨¦ en un sal¨®n apacible, y tiene siempre un ligero aire de estupor, pues no entiende qu¨¦ hizo mal ni de qu¨¦ sele acusa y tiene la conciencia tan limpia como la mirada un poco tarda o ausente de sus ojos azules. A su uniforme le acaban de a?adir los galones de capit¨¢n de nav¨ªo. Hace a?os, en ese infierno que los peri¨®dicos y los tribunales han alumbrado parcialmente, porque nunca es posible contar todo el tama?o del horror, ese caballero respetable y erguido y todav¨ªa joven cometi¨® cr¨ªmenes no catalogados hasta entonces en los t¨ªmidos infiernos de la literatura. Dicen que le llamaban El ?ngel. El premio de su ferocidad es la inocencia.
Hace a?os, cuando para ser culto era todav¨ªa necesario haber le¨ªdo a Dostoievski (y a Tolstoi, y a Cervantes, y a Proust: fueron tiempos dif¨ªciles), los lectores de Crimen y castigo adquir¨ªan en sus p¨¢ginas una noci¨®n de la conciencia criminal que poco a poco, como tantas cosas, se ha vuelto anacr¨®nica. Imaginaban a todos los asesinos como descendientes oscuros de Ca¨ªn y de Raskolnikov, y cre¨ªan que el sino de la sangre derramada no se borraba nunca, y que quien empujado por la locura o el odio se atrev¨ªa a verterla estaba condenado a errar por las c¨¢rceles o por los desiertos de la huida llevando en la frente una indeleble se?al de ceniza. M¨¢s fatal que la persecuci¨®n era la culpa, porque ni en la habitaci¨®n m¨¢s cerrada ni en el pa¨ªs m¨¢s lejano ser¨ªa posible eludirla. Toda novela policial se establec¨ªa sobre un axioma ¨²nico, y tambi¨¦n todas las cr¨®nicas de sucesos: ni la inteligencia ni el azar salvan a un asesino. Pero ni Jack the Ripper ni el doctor Joseph Mengele -dos cirujanos de la infamia- fueron nunca atrapados. Se esfumaron para siempre . en ese anonimato que, seg¨²n Thomas de Quincey, es el premio que ganan las obras maestras del crimen. Eran, sin embargo, evidentes culpables, y s¨®lo pudo salvarlos la oscuridad, y es f¨¢cil imaginar los mordidos por la verg¨¹enza en los instantes finales de una agon¨ªa sin testigos. Ya no suceden estas cosas. Ahora el sombr¨ªo y tr¨¦mulo Raskonikov es como esas figuras melanc¨®licas de los museos de cera. Franz Kafka, a quien s¨®lo la tuberculosis salv¨¦ de morir, como su amada Milena, en los infiernos erigidos por los c¨®mplices del doctor Mengele, adivin¨¦ un porvenir en el que los verdugos ser¨ªan h¨¦roes o funcionarios ecu¨¢nimes, y las v¨ªctimas, culpables autom¨¢ticos. Cualquier ma?ana, cualquier hombre, Josef K., puede recibir la visita de sus acusadores. Nadie le explicar¨¢ nunca cu¨¢l ha sido su delito, y su ignorancia y su obstinaci¨®n en seguir preguntando ser¨¢n las pruebas definitivas de que merec¨ªa la condena: exactamente as¨ª ocurre a veces en los sue?os, pero en ellos se nos concede al menos la absoluci¨®n del despertar. La v¨ªctima es siempre sospechosa, pues ha sido imparcialmente designada. El verdugo, el asesino, reclama para s¨ª la claridad p¨²blica del reconocimiento, de la entregada gratitud. En los archivos policiales, las fotograf¨ªas de las v¨ªctimas tienen la expresi¨®n congelada de culpa y de terror que les otorg¨® la muerte en los calabozos. El rostro del verdugo s¨®lo manifiesta bondad. Tambi¨¦n, a veces, un poco de desconsuelo o de sorpresa, pues oye que lo acusan y no acierta a imaginar en qu¨¦ falt¨® a la virtud. El teniente de nav¨ªo Astiz ha visto recompensada la suya con el ascenso a capit¨¢n. Otro teniente ya olvidado, Calley se Hamaba, que hacia finales de los a?os sesenta conoci¨® una breve notoriedad por haber arrasado limpiamente una aldea vietnamita y dirigido el exterminio ecu¨¢nime de todos sus habitantes, se ganaba hasta hace poco la vida dando conferencias en las que rememoraba sus d¨ªas de verdugo y de h¨¦roe. En el aniversario de la bomba de Hiroshima, el piloto del avi¨®n que la arroj¨® sobre la muchedumbre asi¨¢tica de los culpables, un anciano tranquilo, d¨®cil al tibio rescoldo de la memoria, declar¨® que si pudiera no le importar¨ªa repetir tal haza?a. En la c¨¢rcel de Carabanchel, hace dos o tres a?os, cuando pusieron en televisi¨®n una pel¨ªcula sobre la matanza de abogados en aquella casa de la calle de Atocha por la que nadie puede pasar sin estremecerse, los asesinos que cumpl¨ªan condena por el crimen se felicitaron mutuamente al ver la noche de la ejecuci¨®n revivida por el cine. La c¨¢rcel, para ellos, no es el castigo de la culpabilidad, sentimiento que ignoran, sino la prueba de que en este mundo la inocencia siempre fue perseguida. Hay otros infiernos, pero est¨¢n en ¨¦ste: hay otros verdugos, pero a casi ninguno le falta una babosa cofrad¨ªa que lo proclame h¨¦roe, que enumere con orgullo sus v¨ªctimas y haga elogio de su virtud. Nada de esto ser¨ªa perdonable en la literatura, ning¨²n escritor se atrever¨¢ a imaginarlo y contarlo; una mujer camina por la calle llevando de la mano a su hijo. Alguien se acerca, brilla en su mano una pistola, la levanta y dispara, y luego sigue caminando un poco m¨¢s aprisa, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. No ha cometido un crimen, sino un acto patri¨®tico, de cuant¨ªa inferior, pero de m¨¦rito semejante al de aparcar un autom¨®vil lleno de explosivos en el s¨®tano de un supermercado. Al fin y al cabo, en el crimen, como en el arte, la cantidad no es nunca un valor absoluto. A un escritor lo salva igual una estrofa perfecta que una hilera de vol¨²menes. Y en la jerarqu¨ªa de los asesinos virtuosos vale lo mismo una mujer ca¨ªda sobre la acera con un tiro en la sien que uno de esos yacimientos de cad¨¢veres que aparecieron tras la dictadura militar en los descampados de Argentina.
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