La ense?anza de la huelga
Como profesor de universidad (N. R. P. A44EC 9875) debo expresar mi solidaridad con los maestros en huelga: tambi¨¦n nosotros compartimos id¨¦ntica reivindicaci¨®n de homologaci¨®n retributiva con nuestro nivel administrativo. Pero como responsable dom¨¦stico de una ni?a de cinco a?os, alumna de preescolar en un colegio p¨²blico, no puedo menos que hacerme algunas preguntas. Si la huelga es un instrumento de presi¨®n ante la negociaci¨®n, ?qu¨¦ sentido tiene mantenerla cuando ya se ha llegado a un acuerdo? ?Acaso el de fastidiar al pr¨®jimo?: no puedo creerlo en colegas de magisterio altruista. ?Exhibir una pura demostraci¨®n de fuerza, antes destinada a influir en el interior del colectivo de maestros que en los afectados del exterior? En todo caso, una huelga de profesores siempre debe impartir alguna clase de lecciones, sin duda magistrales: y no me refiero a c¨®mo ense?ar a los alumnos el arte de reivindicar -que siempre es algo mucho m¨¢s pr¨¢ctico que ense?ar el arte de quemar peri¨®dicos en la hoguera inquisitorial-, sino a los razonamientos morales que cabe argumentar.El problema fundante de toda reivindicaci¨®n salarial es el del conflicto de intereses que necesariamente se establece. La tradici¨®n metaf¨ªsica de la teolog¨ªa marxista quiere que, por voluntad divina, los intereses salariales sean m¨¢s leg¨ªtimos que los intereses empresariales. Pero hace tiempo que se sabe que la plusval¨ªa no existe. Y, a estas alturas, resulta completamente inadmisible la teolog¨ªa metaf¨ªsica que falazmente predica la superior legitimidad del trabajo productivo, creador de valor y plusvalor, frente al resto de ?leg¨ªtimas actividades improductivas del empresario, el administrativo, el jubilado, el ama de casa o el joven desempleado. Sean cuales sean las partes implicadas, todos los intereses en disputa -salariales o empresariales, de trabajadores con empleo o de j¨®venes parados, de varones o de mujeres, de ocupados- en activo o de clases pasivas- son en principio igualmente leg¨ªtimos, como el voto pol¨ªtico del analfabeto y el catedr¨¢tico. Y nadie, ni siquiera los asalariados sindicados, puede acaparar el privilegio aristocr¨¢tico de monopolizar la legitimidad reivind¨ªcativa: los intereses de todos son tan sagrados como los -que m¨¢s.
Ahora bien, este criterio abstracto de igual legitimidad de todos los intereses en pugna debe matizarse. El criterio de explotaci¨®n es un posible test de legitimidad: si los intereses de una de las partes se satisfacen a costa de lesionar los de la otra, cabe deducir que los intereses lesionados son m¨¢s leg¨ªtimos que los intereses explotadores. Pero, por regla general, ambas partes suelen lesionarse y explotarse mutua y rec¨ªprocamente, en un toma y daca que termina por encerrar a los contrincantes en el cl¨¢sico dilema del prisionero. Y as¨ª, por ejemplo, entre 1975 y 1982 los intereses de las rentas del traba o resultaron muy elevadamente satisfechos a costa del fuerte deterioro de los intereses de las rentas del capital: ?qui¨¦n explotaba entonces a qui¨¦n?
Por otra parte, en una sociedad interdependiente es tan enmara?ado el juego de los interese¨¢, con cascadas de consecuencias en carambolas imprevisibles, que nunca se sabe, a fin de cuentas, sobre qu¨¦ otros intereses ajenos pueden estar repercutiendo las reivindicaciones de los propios intereses: por lo que, en ¨²ltima instancia, el criterio de explotaci¨®n, como test de legitimidad, de bien poco sirve.
Ahora bien, otro criterio altemativo pudiera ser el de la desigualdad: siempre parecen moralmente m¨¢s leg¨ªtimos los intereses de aquella parte que se halla en situaci¨®n de inferioridad (asalariados frente a empresarios, j¨®venes desempleados y ancianos jubilados frente a adultos ocupados, mujeres discriminadas frente a varones privilegiados, inmigrantes marginados frente a nativos integrados, etc¨¦tera). As¨ª, la defensa de los intereses asalariados es leg¨ªtima en la medida en que se enfrenta a los intereses empresariales, pero ser¨¢ fleg¨ªtima en la medida en que lesione los intereses de los j¨®venes desempleados, de los ancianos jubilados, de los inmigrantes marginados y de las mujeres discriminadas.
Desgraciadamente, la clave no es tanto la legitimidad moral de los intereses en pugna (siempre puede predicarse a priori que todos sean en potencia leg¨ªtimos por igual), sino la muy desigual capacidad para su defensa. El grado de poder reivindicativo (capacidad de organizaci¨®n, capacidad de presi¨®n, capacidad de huelga) est¨¢ muy desigualmente repartido, seg¨²n cu¨¢l sea el inter¨¦s que se reivindica: ?puede imaginarse una huelga victoriosa de j¨®venes desempleados, de amas de casa desanimadas, de ancianos pensionistas? Aqu¨ª s¨ª hay una discriminaci¨®n injusta. Con el agravante de que, como la historia la escriben los vencedores, s¨®lo suelen lograr la legitimaci¨®n ex post de sus intereses aquellos grupos que alcanzan ¨¦xito en su defensa (mientras se deslegitiman los intereses cuya reivindicaci¨®n termina por frustrarse): el caso de ETA y HB, donde s¨®lo su capacidad letal les confiere legitimidad, es la mejor prueba. Esta especie de darwinismo del conflicto de intereses hace que s¨®lo,acrediten legitimidad aquellos intereses que sobrevivan victoriosos a la lucha reiv¨ªnditativa: en consecuencia, s¨®lo los grupos con m¨¢s capacidad de lesionar los intereses ajenos logran cobrar plena legit¨ªmidad.
As¨ª, el derecho de huelga se traduce en poder de huelga. Tras su represi¨®n franquista se ha ca¨ªdo en la sobrelegitimaci¨®n de cualesquiera intereses que logren articular su reivindicaci¨®n en forma de huelga. Si bien durante la transici¨®n las reivindicaciones huelgu¨ªsticas y democr¨¢ticas nos parec¨ªan sin¨®nimas, ?cabe seguir dando por supuesto el car¨¢cter democr¨¢tico de un poder de huelga tan injusta, desigual y discriminatoriamente distribuido? Pues se da la paradoja de que, si bien de derecho no hay actividades m¨¢s leg¨ªtimas que otras -tan sagrados son los intereses del obrero como los del vendedor, y los del empleado como los del parado, el jubilado y el ama de casa-, de hecho, sin embargo, el poder de huelga var¨ªa en funci¨®n de la naturaleza de la actividad: y s¨®lo determinados asalariados sindicados logran reivindicar. En suma, quien no tiene poder de huelga no alcanza legitimidad.
Suele polemizarse acerca de si el orden social es de naturaleza contractual (producto emergente del consenso entre libres e iguales) o coactiva (disposici¨®n normativa impuesta por una autoridad central). En el primer caso, la legitimidad se decidir¨ªa por consenso, tras un debate abierto en el que cada parte manifestase sus intereses libremente expresados ante el jurado de la colectividad (la opini¨®n p¨²blica). Pues bien, desgraciadamente, esta clase de legitimidad nunca puede establecerse con plena seguridad, porque no todas las partes implicadas tienen la misma, capacidad de acceso ante la opini¨®n p¨²blica: unas voces pueden hacerse o¨ªr mucho m¨¢s y mejor que otras (v¨ªa poder de organizaci¨®n, manifestaci¨®n y huelga), por lo que cualquier apariencia de consenso entre libres e iguales es puramente ficticia.
Por tanto, no queda m¨¢s que la soluci¨®n hobbesiana: que la autoridad central redistribuya, coactiva y no consensualmente, tanto la desigualmente distribuida capacidad de expresi¨®n (necesaria para reivindicar los propios intereses, que de otra forma resultar¨ªan devaluados, empeque?ecidos, desatendidos e ignorados) como la no menos injusta y discriminada distribuci¨®n del poder de huelga. Por ello, el Estado benefactor debiera redistribuir no s¨®lo la renta, sino tambi¨¦n el poder de reivindicarla: s¨®lo as¨ª se realizar¨¢ no s¨®lo la igualdad de oportunidades, sino la presunci¨®n de igual legitimidad, adem¨¢s.
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