Paz
Era Ortega con poncho, era el poeta que hab¨ªa sujetado la luz de Am¨¦rica a una piedra, era el que levant¨® la vanguardia pol¨ªtica y literaria en M¨¦jico y luego, antes o despu¨¦s, se vino a Europa a entremeterse entre los surrealistas, vivir dentro del Vidrio Verde de Marcel Duchamp y hacer el amor con la Muchacha desnudada por sus solteros, y a toparse luminosamente, en una escalera, con el desnudo que la bajaba, metiendo la revoluci¨®n natural del Nuevo Mundo (el Nuevo Mundo es una revoluci¨®n natural), como una sobredosis de futuro y grito, en el cansado coraz¨®n de Europa. Hoy, ah. tiempos, tiempos, es quien mejor alecciona en liberalismo yanqui (lea a Kenneth Lipper quien no sepa lo que es el cruento liberalismo yanqui) a los j¨®venes estudiantes de las Universidades norteamericanas, que el d¨ªa de ma?ana pueden ser ni?os de provecho y agentes de la CIA.Eso era y esto es Octavio Paz, estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora. ?l fue nostalgia del fango, pera del olmo, mono gram¨¢tico, signo en rotaci¨®n, piedra de sol, surrealista natural, cuarter¨®n de una cultura precolombina y alucinatoria que conoci¨® bien Antonin Artaud mediante el peyote; Artaud, un verdadero rebelde / revolucionario "de la raza de los acusados", como dijera Cocteau. Paz, acusado natural por americano, ha hecho el viaje inverso: del M¨¦jico surrealista y revolucionario a la Europa l¨²cida, fr¨ªa y convertida en piedra, cuyo primer s¨ªmbolo es la mujer de Lot, convertida en sal por curiosidad: a Europa tambi¨¦n la ha estatuizado su larga y aguda curiosidad.
Don Octavio es hoy el anti / Artaud, el anti / peyote, el anti / tolteca, el anti / Duchamp, y ya no tiene entre nosotros una casa de Vidrio Verde ni se topa con hermosos desnudos bajando la escalera ni cuenta ya, por supuesto, entre los novios que desnudaban a la muchacha de Marcel Duchamp. Octavio Paz es un pulcro europeo ap¨®crifo que pone el ¨¦nfasis en la libertad reaganamericana, cobra en d¨®lares una vez al a?o, o antes si hubiere peligro de muerte, y espera educadamente, apoy¨¢ndose en un pie o en el otro, en la larga cola del Nobel. A otros grandes americanos les ha pasado. La sombra g¨®tica y ominosa de Wall Street se proyecta demasiado fuerte y cercana sobre el sol manuscrito de M¨¦jico. Incluso los maestros de Paz (que no le citan nunca, por cierto), como Andr¨¦ Breton, acabaron / acab¨® cantando a la hermosa juventud americana que iba a la guerra, en los campus yanquis, porque el surrealismo no da para vivir y la vida, ay, dura m¨¢s que la biografia. Pero, en cualquier caso, uno dir¨ªa que Paz no tiene derecho a seguir invocando a los j¨®venes dioses revolucionarios (frente al Imperio espa?ol) de su viejo M¨¦jico, ni a los viejos maestros surrealistas de su joven Europa de los 20. Paz es hoy su Sor Juana In¨¦s de la Cruz, una monja arist¨®crata, l¨²cida y lesbiana, un travest¨ª a lo divino, como se llevaban entonces, un alguien que se ha metido en la clausura del fiberalismo por no comprometerse con el siglo ni consigo mismo.
As¨ª se le van cayendo a uno los viejos y j¨®venes maestros, cuando los tiempos son de calma y el tr¨¢fico de influencias intelectuales corre de Este a Oeste, por no hablar del di¨¢logo Norte / Sur, que a Paz, hoy, le da como un cierto asco. El sabe, por americano y por l¨²cido, lo que el liberalismo at¨®mico de los yanquis est¨¢ haciendo con su sub / Am¨¦rica, y este es el discurso m¨¢s urgente que reclama la prosa de Paz. Pero ¨¦l sigue aplaz¨¢ndolo en virtud de sutiles matizaciones sobre el nombre de la rosa de piedra azteca. Noble melena de una sola onda, corbata discreta, sutil deflagraci¨®n interior de un rostro que fuera p¨¦treo y tan americano. Paz: un instalado.
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