El toro de su vida
Al Ni?o de la Capea le sali¨® el toro de su vida y le hizo la faena de su vida tambi¨¦n. Fue el quinto de la tarde, un victorino absolutamente victorino, en la versi¨®n terciada, c¨¢rdena y acapachada de la casa, con un trap¨ªo irreprochable pese a su peque?ez, y tal armon¨ªa en las ondulaciones de su estampa, tal guapura en su cara, que ese toro ten¨ªa que embestir de dulce, por estricto mandato de la madre naturaleza.Ten¨ªa que embestir el victorino como embisti¨®, humillad¨ªsimo incansable, suave, codicioso, permanentemente fijo al enga?o y obediente al mando del torero Que mandaba, naturalmente que mandaba, m¨¢s que un mariscal de campo. A la altura de sus tres lustros de matador de alternativa, Ni?o de la Capea se encontr¨® con el toro de su vida y le hizo el honor de sentirse torero en lo profundo, ejecutando la t¨¦cnica de ligar, depurando la de templar.
Mart¨ªn / Ni?o de la Capea
Toros de Victorino Mart¨ªn, desiguales de presencia, flojos y vanos faltos de temperamento; 12 muy noble, 5? y 6? de bandera. Ni?o de la Capea, ¨²nico espada: estocada trasera ca¨ªda (ovaci¨®n y salida al tercio); estocada ca¨ªda (algunas palmas y tambi¨¦n pitos cuando saluda); estocada corta a toro arrancado (palmas y pitos); dos pinchazos, otro baj¨ªsimo, bajonazo y descabello (silencio); bajonazo recibiendo (dos orejas con algunas protestas); estocada desprendida (oreja). Sali¨® a hombros por la puerta grande. Presenciaron la corrida el Rey y su madre, la condesa de Barcelona. Plaza de Las Ventas, 28 de junio. Corrida de la Prensa.
Los naturales se suced¨ªan hondos, toro y torero reproduc¨ªan en cada pase las rom¨¢nticas im¨¢genes propias de la tauromaquia m¨¢s pura, y el p¨²blico, que presenciaba at¨®nito la magia de aquella embestida cadenciosa e interminable, la entrega total del torero a la obra bien hecha, se iba entusiasmando por momentos. Cuando el diestro remataba la sensacional segunda tanda, ligando en un prodigioso concierto de ritmos y precisiones el cerrado pase de pecho, la plaza entera se pon¨ªa en pie y hab¨ªa quien se llevaba las manos a la cabeza.
El propio Ni?o de la Capea lleg¨® a emborracharse de torer¨ªa, hasta consentir temerariamente la proximidad del pit¨®n, y hubo un revuelo de oros y granas, muleta, torero volteando por la cercan¨ªa de las astas, capotes apresurados al quite, que a¨²n llen¨® el ambiente de mayor emoci¨®n. La muerte r¨¢pida del toro redonde¨® el ¨¦xito y el diestro obtuvo el premio de las dos orejas, que le abr¨ªan la puerta grande y rubricaban en triunfo su gesto de encerrarse con seis victorinos, nada menos.
Le sali¨® el toro de su vida, y adem¨¢s en el momento crucial, porque el gesto de encerrarse con seis victorinos -nada menos-iba, hasta entonces, camino de convertirse en fracaso. Los cuatro anteriores victorinos parec¨ªan de pega y el propio diestro no justificaba en absoluto esa categor¨ªa de maestro que le han atribu¨ªdo, a¨²n no se sabe muy bien con qu¨¦ fundamento. Los victorinos estaban blandengues y adormilados. Aquella potencia y aquella casta fura que les dio justa fama de brav¨ªos, se hab¨ªan convertido en debilidad y borreguez, y algunos sectores de afici¨®n protestaban. Bravos o mansos, nobles o broncos, la afici¨®n quiere que los victorinos sean siempre el toro paradigm¨¢tico de vibrante pujanza, pues por eso ha hecho de ellos emblema y s¨ªmbolo, o mejor ni verlos.
Al primero, codicioso y noble, Ni?o de la Capea lo tore¨® templando bien algunos redondos e instrumentando buenos ayudados pero escap¨¢ndose en los remates, seg¨²n es su norma y la de tantos otros que van de figuras y de maestros por ah¨ª. Las siguientes faenas fueron, en esencia, repetici¨®n de la anterior: muchos derechazos sin ligar, mucha suerte descargada, mucho pico de la muleta, mucha destemplanza al ensayar el natural e incluso al machetear.
Otro gran toro
A los tres primeros toros no les redonde¨® faena, a pesar de que la ten¨ªan, cada uno en su estilo. Al cuarto, que estaba aplomado, lo porfi¨®, y eso fue todo. No victorinos agrios, fuertes y temibles sino aborregados e inv¨¢lidos se le iban al Ni?o de la Capea sin torear, uno tras otro. El sexto, c¨¢rdeno plateado, armado y serio, result¨® ser otro gran toro, de excepcional boyant¨ªa, y tampoco lo tore¨® bien. Excepto en unos hermos¨ªsimos ayudados a dos manos, volvi¨® a ser el precavido torero del pico, de la suerte descargada, de las carreras, del un pase.
Se llevaban al Ni?o de la Capea en triunfo por la puerta grande y su maestr¨ªa continuaba en entredicho, porque con el capote estuvo nulo, no se le vio en toda la tarde ni un lance medianamente bueno, en los de recibo resolv¨ªa defenderse alivi¨¢ndose hacia los medios; en los primeros tercios renunci¨® a los quites, breg¨® sin estilo y sin mostrar el grado de bravura que pudieran tener los toros; en los ¨²ltimos le faltaba arte, repertorio y dominio.
Los maestros en tauromaquia han sido pocos a lo largo de: la historia de la fiesta porque s¨®lo recib¨ªan ese alto t¨ªtulo quienes conoc¨ªan a fondo su oficio y sab¨ªan desplegar con arte todos sus recursos, que abarcan el sentido lidiador, un riqu¨ªsimo repertorio de suertes aplicadas a las distintas y cambiantes condiciones de los toros, la t¨¦cnica estricta de parar-templar-mandar... y cargar las suerte. Quien no muestra ampliamente esa ciencia cabal no puede ser maestro, salvo que se trate de una maestr¨ªa al estilo zancarr¨®n, y en tal caso, bueno va: maestros as¨ª hubo, hay y habr¨¢ miles.
Distinto es, por supuesto, que cuando al maestro -doctorado o zancarr¨®n- le sale el toro de su vida, rinda el alma y hasta la vida para torearlo a conciencia por naturales, pues a esa fortuna todo el escalaf¨®n se apunta. Claro que la fortuna es necesario buscarla y Ni?o de la Capea la busc¨® con af¨¢n a los cinco lustros largos de su alternativa, encerr¨¢ndose ¨¦l solito y en Madrid, con seis toros, lo cual tiene un m¨¦rito imponente.
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