El cielo sobre Berl¨ªn / 1
De repente, el cielo se ha partido en dos mitades. El avi¨®n de la Pam Am que despeg¨® de Frankfurt con las ¨²ltimas luces de la tarde y que ha sobrevolado por un pasillo a¨¦reo imaginario las alambradas fronterizas, y la llanura central de la Rep¨²blica Democr¨¢tica Alemana se ha dejado caer con suavidad sobre su propio peso, ha cruzado las nubes y ha dado un giro entero al horizonte y al paisaje. Arriba, por encima de las nubes, ha quedado ahora la luz, el resplandor final del d¨ªa que se acaba y los ¨²ltimos destellos de un sol granate y fr¨ªo, como de medianoche ¨¢rtica. Abajo, bajo la panza del avi¨®n, ha surgido la tierra de repente y, con la tierra, el horizonte, y con el horizonte la visi¨®n de una ciudad que, como todas las ciudades, es a¨²n m¨¢s irreal cuando la noche llega.El viajero -la, cabeza pegada a la ventanilla- contempla deslumbrado las luces de Berl¨ªn. El viajero siempre ha pensado que a las ciudades hay que llegar cuando anochece y,, a ser posible, por el cielo (como los pilotos de guerra y como los ¨¢ngeles), m¨¢xime si esa ciudad es adem¨¢s, como lo es la que el viajero ahora sobrevuela, la ciudad que ha dado nombre a todos los aviones y a todos los ¨¢ngeles y a todas las guerras: Berl¨ªn, la ciudad masacrada, la ciudad dividida, la ciudad de la luz y de la muerte. Ah¨ª est¨¢: justo bajo sus pies. Berl¨ªn. El coraz¨®n de Europa. La frontera del mundo. El huevo de la serpiente.
Ninguna ciudad del mundo puede como Berl¨ªn convocar solamente con su nombre tantas im¨¢genes y tantos recuerdos. Ninguna como ella puede simbolizar la memoria de un siglo atormentando por el fr¨ªo y por las guerras. Al viajero, que ni siquiera hab¨ªa nacido aquellos d¨ªas que la literatura y el cine acabar¨ªan, sin embargo, convirtiendo en sus recuerdos (no hace falta vivir para tener memoria, ni todo lo que se vive se recuerda) le basta ahora con cerrar los ojos para reconstruir, por ejemplo, una vez m¨¢s, las im¨¢genes de aquel oto?o de 1939 en el que, por segunda vez en poco m¨¢s de 20 a?os, Alemania volv¨ªa a levantar el tel¨®n de la guerra. 0 las ?le los desfiles hitlerianos bajos los tilos de las grandes avenidas berlinesas. O las de las interminables madrugadas en los caf¨¦s cantantes de la Alexander Platz, bajo la sombra amenazante de la artiller¨ªa antia¨¦rea. O, en fin, ahora que los motores del avi¨®n retumban sordamente en su cabeza, el resplandor brutal de aquella noche de febrero de 1,945 en la que los bombarderos aliados convirtieron el cielo de Berl¨ªn en un infierno.
Los t¨²neles del tiempo
Pero el avi¨®n ha atravesado ya la frontera del r¨ªo Havel y el viajero ni siquiera necesita imaginar para seguir vagando, como los ¨¢ngeles de Wenders, por los t¨²neles del tiempo. Ah¨ª tiene ya, a su izquierda, la inmensa mole negra del Olympia-Stadion, el Formidable anfiteatro que Adolf Hitler mandara construir para que en las olimpiadas de 1936 el mundo entero contemplase la superioridad de una raza de hombres arios predestinada para conquistar el mundo y a la que un joven negro americano llamado Jesse Owens, descendiente de esclavos, se encarg¨® sin embargo, por s¨ª solo de humillar sin acaso siquiera pretenderlo. Ah¨ª est¨¢n las f¨¢bricas de Siemens, gigantescas y oscuras como cuando sus chimeneas humeaban d¨ªa y noche fabricando sin descanso maquinaria y munici¨®n para la guerra. Y las c¨²pulas del palacio de Charlottenburgo, en la ribera del Spree, milagrosamente salvado a la devastaci¨®n general de la guerra. Y las ruinas de la Ged?chtniskirche, la iglesia neorrom¨¢nica construida en honor de Guillermo I y de la que s¨®lo queda -reventada- la torre principal. Y, por fin, m¨¢s all¨¢ del Landwehrkanal -el canal en el que en una ma?ana de enero de 1919 aparecieran los cad¨¢veres de Liebknecht y Rosa Luxemburgo y en el que en los albores de la guerra navegaban, sujetas a peque?os flotadores, millares de banderas con la cruz gamada- las ruinas desgarradas de la estaci¨®n central, la legendaria Amhalder Bahnhof, en la Askamischer Platz, en tiempos coraz¨®n de la ciudad e imagen de la guerra (?O qu¨¦ es la guerra, al cabo de los a?os, sino la fotograf¨ªa desolada de un tren lleno de soldados alemanes abriendose camino entre la nieve en la estaci¨®n central de Berl¨ªn?) y hoy reducida a un trozo carcomido de fachada en medio de una triste sucesi¨®n de descampados.
"Aire de Berl¨ªn"
El avi¨®n, cada vez m¨¢s bajo, ha dejado ya atr¨¢s las avenidas principales de la zona occidental de la ciudad, convertidas en verdaderos r¨ªos de autom¨®viles en esta hora primera de la noche, sobrevuela una oscura franja de edificios abandonados y los terrenos desiertos y amputados de la Postdamer Platz -terrenos que sepultan entre otros los escombros del bunker donde Hitler pas¨® oculto los ¨²ltimos d¨ªas de la guerra, antes de suicidarse de un disparo en la boca cuando ya los T-34 sovi¨¦ticos entraban en Berl¨ªn- y, de pronto, como si de un p¨¢jaro enorme se tratara se inclina hacia su izquierda proyectando sus sombras sobre el Muro y sobre esa tierra de nadie, sembrada de alambradas y de minas, que divide la ciudad en dos mitades. Desde la altura del avi¨®n, el viajero no puede verlos; pero adivina sus sombras en las torretas de vigilancia. Y, tambi¨¦n, sus miradas. Al fin y al cabo, el viajero es ahora un saltador del Muro, aunque en sentido inverso y s¨®lo por unos instantes. Pocos. Los necesarios s¨®lamente para que el avi¨®n d¨¦ la vuelta alrededor de la Fernsesturm, la torre de la televisi¨®n germanooriental que con sus 365 metros verticales y sus intermitentes luces rojas se?ala ahora en la noche la cumbre de Berl¨ªn, sobrevuele los gigantescos edificio, de la Alexander Platz -la de la arquitectura socialista, superpuesta al Berl¨ªn inolvidable de Alfred D?blin, hoy ya desaparecido para siempre- y regrese nuevamente hacia el oeste, otra vez hacia tierra de nadie, abandonando a la izquierda la Unter den Liten y siguiendo la l¨ªnea negra del r¨ªo Spree. Durante siglos, las barcazas cruzaron este r¨ªo a uno y otro lado uniendo los dos barrios principales de Berl¨ªn. Durante d¨¦cadas, los aviones alemanes surcaron estos aires en largos y ostentosos desfiles militares y en misiones de paz. Pero, hoy, los alemanes federales tienen sus viejas rutas hacia el este prohibidas y, aunque sus aliados del oeste -americanos, franceses y brit¨¢nicos- compartan a¨²n con los sovi¨¦ticos el control del cielo de Berl¨ªn, sus aviones s¨®lamente permanecen en la zona oriental de la ciudad el tiempo estrictamente indispensable para efectuar la maniobra de acercamiento al aeropuerto Tegel, el sustituto del viejo Tempelholf en la zona occidental. La tierra de nadie tambi¨¦n comprende el aire y, quiz¨¢ por eso, los berlineses, siempre tan arrogantes y siempre tan esc¨¦pticos, lo venden enlatado por tres o cuatro marcos y con una etiqueta de imposible confusi¨®n: "Berliner Luft" ("Aire de Berl¨ªn").
Hubo un tiempo, sin embargo, en el que los habitantes de Berl¨ªn fueron los due?os absolutos de su cielo y aun de? cielo de Europa y de pr¨¢cticamente el mundo entero. Lo fueron a finales del siglo XIX, cuando la ciudad hab¨ªa ya alcanzado el mill¨®n de habitantes y se hab¨ªa convertido en la capital del Imperio, y lo fueron a principios de este, antes de que estallase la Primera Gran Guerra. Lo fueron en los locos a?os 30, cuando Berl¨ªn era una fiesta en torno a las piernas de Marlen Dietrich, y lo fueron, incluso, en los 40, cuando la fiesta, por segunda vez en poco m¨¢s de 20 a?os, de repente se torn¨® sangrienta.
Esta ciudad sobre la que el viajero ahora aterriza ten¨ªa en 1938 cuatro millones y medio de habitantes -uno y medio m¨¢s que ahora, sumada la poblaci¨®n de ambos sectores- y era la capital de un pa¨ªs de cerca de 70. Ahora el pa¨ªs se halla dividido en dos estados, ide¨®logicamente antag¨®nicos e irremediablemente separados por minas y alambradas y la ciudad aislada en mitad de uno de ellos, partida en dos mitades por un muro de 160 kil¨®metros de largo y tres metros de alto y ocupada por m¨¢s de 30.000 soldados extranjeros, entre sovi¨¦ticos, americanos, franceses y brit¨¢nicos, que son los ¨²nicos que, de momento, pueden sobrevolar su cielo y patrullar sus fronteras y sus calles.
El viajero, mientras el avi¨®n de la Pam Am ya se desliza hacia las luces de la pista de aterrizaje, contempla por ¨²ltima vez la ciudad desde el aire. Ya no puede ver el Muro, oculto entre las sombras de la noche y la espesura de los bosques de Tiergaten, pero a¨²n alcanza a ver, recortada contra el cielo en la distancia, la silueta dorada y deslumbrante de la Victoria Alada, esa imagen que, en el centro de Berl¨ªn, sobre la Puerta de Brandenburgo, (la misma que un d¨ªa viera entrar en la ciudad a los ej¨¦rcitos triunfantes por sus arcos y que hoy no puede ya franquear la entrada a nadie, pues ella misma est¨¢ tapiada por el muro y rodeada de alambradas), conduce desde ya hace 200 a?os las riendas de su carro y las de los destinos de Berl¨ªn.
Desde la guerra, sin embargo, el ¨¢ngel de la Victoria, copia exacta del que los bombardeos destruyeron y cuyos restos pueden verse todav¨ªa, junto a las primeras bicicletas, los primeros tel¨¦fonos y las primeras m¨¢quinas de coser que hubo en Berl¨ªn, en el extravagante museo proletario de M?rkisches, est¨¢ mirando al este, de espaldas a la zona occidental.
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