Adi¨®s a la ciudad
El viajero, la ¨²ltima noche de su estancia en la ciudad, vaga sin rumbo fijo por las calles. El viajero ha luchado durante todos estos d¨ªas por impedir que le invadiera la melancol¨ªa: esa sustancia oscura, dulzona y putrefacta que impregna cada piedra y cada sombra de Berl¨ªn como si de una ciudad muerta se tratase; pero ahora el viajero, sin rumbo bajo el viento de la noche alemana, siente c¨®mo esa sombra se adue?a poco a poco de sus pasos, mientras, en el silencio de la noche, escucha las palabras de otros hombres que, mucho antes que ¨¦l, hab¨ªan recorrido ya estas calles. Hombres como Celan ("Vete al Spree, vete al Havel, / mira los garfios de los carniceros, / los pinchos que ensartan las manzanas coloradas de Suecia. / La mesa con los obsequios ya se acerca. / Dobla el coche la esquina de lo que fue un ed¨¦n") como Isherwood, como Handke, como el Nabokov exiliado y nost¨¢lgico de La d¨¢diva y Habla, memoria ("Tardes azules de Berl¨ªn, el casta?o de la esquina ha florecido, la cabeza ligera, la pobreza, el amor, el color mandarina de las primeras luces de las tiendas y este ansia animal, doloroso, por el olor todav¨ªa fresco de Rusia"), o como aquel rom¨¢ntico espa?ol, Enrique Gil y Carrasco, viajero infatigable y escritor de novelas de templarios, que aqu¨ª lleg¨® de embajador en 1844 y que, tuberculoso, aqu¨ª muri¨® y aqu¨ª qued¨® enterrado (al pie del muro) hasta que el pasado a?o sus restos fueron recuperados y llevados a Espa?a. Hombres que, mucho antes que el viajero, ya sintieron, caminando por estas mismas calles, ese peso del mundo que en Berl¨ªn es m¨¢s fuerte quiz¨¢ que en ninguna otra parte.La sombra del cautivo
Por la ma?ana, el viajero hab¨ªa ido hasta Spandau. La ma?ana era limpia, brillante, y por el viejo barrio berlin¨¦s anclado en el tri¨¢ngulo que forman al unirse el Havel y el Spree, la gente iba y ven¨ªa por ese laberinto de callejas de aroma levemente medieval cuya lejan¨ªa geogr¨¢fica del centro de Berl¨ªn lo salv¨® de ser tambi¨¦n bombardeado. El viajero, mezclado entre la gente, recorri¨® el viejo mercado de la plaza, se detuvo ante la iglesia de St. Nikolai (en la que la leyenda dice que el pr¨ªncipe Joaqu¨ªn II se convirti¨® al protestantismo), se acerc¨® a la Ciudadela, junto al Havel, y luego, caminando hacia el Sur, busc¨® el lugar donde, hasta hace apenas unos meses, se alzaba el edificio que hizo famoso en todo el mundo el nombre de este barrio berlin¨¦s.
La c¨¢rcel de Spandau, en la que cumplieron sus condenas algunos de los principales encausados del consejo de guerra de Nuremberg -como el ministro del Armamento Albert Speer o el jefe de las juventudes hitlerianas Baldur von Schirach-, fue, en efecto, durante muchos a?os, muertos ya sus compa?eros de condena, el l¨®brego escenario de una de las cautividades m¨¢s largas y solitarias de la historia de la humanidad: la del lugarteniente de Hitler Rudolf Hess. En los ¨²ltimos a?os, muchas voces se hab¨ªan alzado ya en el mundo pidiendo clemencia para ese anciano loco que vagaba como un triste y pat¨¦tico fantasma por el patio de una c¨¢rcel reservada solamente para ¨¦l. Pero los sovi¨¦ticos, a quienes de manera rotativa les correspond¨ªa su custodia y vigilancia, junto con los franceses, los brit¨¢nicos y los norteamericanos, se negaron siempre a liberarlo (dicen los berlineses que, m¨¢s que por crueldad o por sentido radical de la justicia, por la oportunidad que la presencia de Hess en Spandau les daba de poder seguir pasando al sector occidental de la ciudad), y el viejo l¨ªder nazi muri¨® en la enfermer¨ªa de la c¨¢rcel, el oto?o pasado, sin poder volver a ver nunca Berl¨ªn.
Hoy, el cad¨¢ver de Hess reposa en un lugar desconocido, y la c¨¢rcel de Spandau, demolida sin p¨¦rdida de tiempo para evitar que pudiera convertirse en lugar de peregrinaci¨®n de grupos neonazis alemanes y europeos (como, en sentido inverso, ha sucedido, por ejemplo, con la Comunidad Jud¨ªa de la Fasanenstrasse, construida en el mismo lugar donde estuviera la vieja sinagoga quemada por los nazis en la llamada noche de cristal del 9 de noviembre de 1938 y que ahora alberga entre sus muros una nueva sinagoga, un museo con su historia y un peque?o restaurante hebreo en el que el viajero, agn¨®stico cat¨®lico, apost¨®lico y romano, pero amante del riesgo y las pasiones fuertes, se arriesg¨® de buena gana a sufrir en propia carne un ataque neonazi a cambio de un cordero con pasas del Jord¨¢n), es hoy un gran solar de tierra apisonada en el que dos palas mec¨¢nicas excavan los cimientos de los modernos almacenes comerciales que aqu¨ª se van a construir y bajo los que quedar¨¢ enterrada para siempre la sombra tenebrosa del ¨²ltimo cautivo de Spandau.
El puente de los esp¨ªas
R¨ªo abajo, por el Havel, en un transbordador lleno de ni?os y jubilados alemanes con pantalones cortos y esos ind¨®mitos est¨®magos que s¨®lo se consiguen a partir de los 25.000 litros de cerveza, el viajero se fue luego, a la ca¨ªda de la tarde, en busca de otro de los lugares legendarios de Berl¨ªn: el puente de los esp¨ªas.
El viajero era un ni?o todav¨ªa cuando oy¨® por vez primera, all¨¢ en Espa?a, por la radio, hablar de ¨¦l. Fue a principios de los a?os sesenta. Aquella ma?ana, por primera vez en la historia del espionaje internacional, un intercambio de esp¨ªas entre el Este y el Oeste se hab¨ªa llevado a cabo en presencia de la Prensa, y las emisoras de radio de todo el mundo repet¨ªan una y otra vez los nombres de los dos protagonistas -el del coronel sovi¨¦tico Rudol Abel y el del piloto americano Gary Powers- y el de un puente de Berl¨ªn: el puente de Glienicker. Con los a?os los intercambios volver¨ªan a repetirse varias veces, y ese puente, recortado al amanecer sobre las brumas del r¨ªo y flanqueado a ambos extremos por grandes coches negros desde los que varios hombres con sombrero de ala ancha y gabardinas observaban en silencio c¨®mo otros dos se cruzaban en el centro caminando muy despacio, se convirti¨® enseguida en la imagen tal vez m¨¢s repetida por las pel¨ªculas de esp¨ªas y en uno de los s¨ªmbolos principales de la guerra fr¨ªa.
Pero esa tarde el puente est¨¢ tranquilo. Esa tarde es una tarde de verano luminosa y pac¨ªfica, y, bajo el puente, los esp¨ªas -disfrazados de jubilados alemanespasean en los transbordadores a sus ni?os mientras los patos van de un lado a otro del r¨ªo, ajenos por completo a la frontera de las boyas y d¨¢ndole un acento de Walt Disney a la pel¨ªcula de esp¨ªas. S¨®lo, en los dos extremos, las banderas que ondean enfrentadas en los m¨¢stiles y los soldados que patrullan con perros las orillas le recuerdan al viajero que ¨¦se es, en efecto, el puente cuyo nombre oy¨® por vez primera por la radio, all¨¢ en Espa?a, un d¨ªa ya lejano de los a?os sesenta, cuando la guerra la sacud¨ªa Europa entera y los esp¨ªas llevaban todav¨ªa sombreros de ala ancha y gabardinas.
El ¨¢ngel azul
Ahora son las dos de la ma?ana, y el viajero, perdida ya la memona de la tarde, olvidadas las sombras del cautivo de Spandau y de los esp¨ªas del puente de Glienicker, vaga sin rumbo fijo por las calles desiertas de Berl¨ªn. Va escuchando sus pasos, el eco de sus pasos, el sonido profundo del peso del mundo. Lejos de la Kudamm, todo est¨¢ silencioso y vac¨ªo.
Hacia el Este, a lo lejos, sobre las copas de los ¨¢rboles y sobre los tejados de los edificios, un fuerte resplandor recorta contra el cielo, en la noche alemana, la silueta dorada de la Victoria Alada y se?ala en la distancia la direcci¨®n del muro. Un coche pasa a gran velocidad por la avenida. Junto al canal, una mujer de medias negras y ojos muy azules espera al pie de una farola tarareando en voz muy baja la canci¨®n de Marl¨¦ne y de Berl¨ªn: "Los hombres revolotean alrededor de m¨ª / como las polillas en torno de la luz, / si se queman no es culpa m¨ªa".
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