El serm¨®n a los peces
Nunca tal se vio en la Guardia de Fronteras. ?ste es el primer viajero que en medio del camino para el autom¨®vil, tiene el motor ya en Portugal, pero no el dep¨®sito de gasolina, que a¨²n est¨¢ en Espa?a, y ¨¦l mismo se asoma al parapeto en aquel cent¨ªmetro exacto por donde pasa la invisible l¨ªnea de la frontera. Entonces, sobre las aguas oscuras y profundas, entre los altos escarpes que van doblando los ecos, se oye la voz del viajero, predicando a los peces del r¨ªo: "Venid ac¨¢, peces, vosotros, los de la orilla derecha que est¨¢is en el r¨ªo Douro, y vosotros, los de la orilla izquierda que est¨¢is en el- r¨ªo Duero. Venid ac¨¢ todos y decidme en qu¨¦ lengua habl¨¢is cuando ah¨ª abajo cruz¨¢is las acu¨¢ticas aduanas, y si tambi¨¦n ah¨ª ten¨¦is pasaportes para entrar y salir. Aqu¨ª estoy yo, mir¨¢ndoos desde lo alto de esta presa, y vosotros mir¨¢ndome a m¨ª, peces que viv¨ªs en esas confundidas aguas, que tan pronto est¨¢is en una banda como en la otra, en gran hermandad de peces que s¨®lo se comen entre s¨ª por necesidad del hambre y no por enfados de patria. Me dais vosotros, peces, una clara lecci¨®n; ojal¨¢ no la olvide yo al pasar por segunda vez en este viaje m¨ªo a Portugal, Conviene, pues, saber que de tierra en tierra he de prestar mucha atenci¨®n a lo que sea igual y a lo que fuere distinto, aunque salvando, como humano es y entre vosotros igualmente se practica, las preferencias y las simpat¨ªas de este viajero, que no est¨¢ ligado a obligaciones del amor universal, ni eso se le pidi¨®. De vosotros me despido, en fin, peces, hasta otro d¨ªa, e id a vuestra vida mientras por aqu¨ª no vengan pescadores. Nadad felices y deseadme buen viaje. Adi¨®s, adi¨®s".Buen milagro fue ¨¦ste para empezar. Una brisa s¨²bita encresp¨® las aguas, o habr¨¢ sido el bullicio de los peces al sumergirse, y apenas se call¨® el viajero ya no hab¨ªa m¨¢s que ver que el r¨ªo y los escarpes, ni m¨¢s que o¨ªr que el murmullo adormecido del motor. Es ¨¦se el inconveniente de los milagros: no duran mucho. Pero el viajero no es taumaturgo de profesi¨®n, y si milagriza es por accidente. Por eso ya est¨¢ resignado cuando regresa al autom¨®vil. Sabe que va a entrar en un pa¨ªs abundante en fastos sobrenaturales, y que de ellos es ejemplo se?alado esta primera ciudad de Portugal por donde est¨¢ entrando, con su calma de viajero minucioso, la cual ciudad se llama Miranda do Douro. Ha de recoger, pues, con modestia sus propias veleidades y decidirse a aprenderlo todo. Milagros y lo dem¨¢s.
Cae la tarde. El viajero abre la ventana del cuarto donde va apasar la noche y, a la primera ojeada, descubre o reconoce que es persona de mucha suerte. Pod¨ªa tener delante un muro, un m¨ªsero bancal ajardinado, un patio con ropa colgada, y tendr¨ªa que contentarse con esa utilidad, esa decadencia, ese- tendedero. No obstenta, lo que ve es la pedregosa margen espa?ola del Duero y, como una suerte nunca viene sola, est¨¢ el sol ole manera que la escarpada pared es un enorme cuadro abstracto en diversos tonos de amarillo., y ni ganas tiene uno de salir de aqu¨ª mientras haya luz. En este momento no sabe a¨²n el viajero que algunos d¨ªas m¨¢s tarde estar¨¢ en Braganza, en el Museo Abade do Baigal, mirando la misma piedra y quiz¨¢ los mismos amarillos, ahora en un cuadro de Dordio Gomes. Sin duda puede mover la cabeza y murmurar: "Qu¨¦ peque?o es el mundo...".
En Miranda do Douro, por ejemplo, nadie ser¨ªa capaz de perderse. Se baja por la Rua da Costanilha, con sus casas del siglo XV, y cuando nos damos cuenta hemos cruzado una puerta de la muralla. y estamos fuera de la ciudad mirando los grandes valles que hacia poniente se extienden, nos cubre un gran silencio medieval, qu¨¦ tiempo es ¨¦ste y qu¨¦ gente. A uno de los lados de la puerta. hay un grupo de mujeres, todas vestidas de negro, conversando en voz baja, ninguna es joven, casi todas, probablemente, ni recuerdan ya cu¨¢ndo lo fueron. El viajero lleva al hombro, como le compete, la m¨¢quina fotogr¨¢fica, pero le da verg¨¹enza, no est¨¢ habituado a¨²n a esas osad¨ªas que suelen tener los viajeros, y por eso no qued¨® memor¨ªa retratada de aquellas sombr¨ªas mujeres que est¨¢n hablando all¨ª desde el inicio del mundo. El viajero se pone melanc¨®lico y augura un mal viaje a quien as¨ª lo empieza. Cay¨® en meditaci¨®n, felizmente por poco tiempo: all¨ª cerca, fuera de las murallas, atruena el motor de un bulldozer, hab¨ªa obras de terrapl¨¦n para una nueva carretera, es el progreso a las puertas de la Edad Media.
Mirando a Espa?a
Vuelve a subir la Costanilha, divaga hacia otras calladas y barrid¨ªsimas calles, no hay nadie en las ventanas., y, hablando de ventanas, descubre se?ales de viejos rencores mirando a Espa?a, canecillos obscenos tallados en la buena piedra cuatrocentista. Da ganas de sonre¨ªr esta saludable escatolog¨ªa que no teme ofender los ojos de los ni?os ni a los aburridos defensores de la moral. En 500 a?os, a nadie se le ha ocurrido mandar picar o desmontar aquella insolencia, prueba inesperada de que el portugu¨¦s no es ajeno al humor, salvo si s¨®lo lo entiende cuando sirve a sus patriotismos. Nada se ha aprendido aqu¨ª de la fraternidad de los peces del Duero, pero tal vez haya buenas razones para ello. Al fin y al cabo, si las potencias celestiales hab¨ªan favorecido un d¨ªa a los portugueses contra los espa?oles, mal parec¨ªa que los humanos de este lado pasaran por encima de las intervenciones de lo alto y las desautorizasen. El caso se cuenta brevemente.
Andaban encendidas las luchas de la Restauraci¨®n, a mediados, pues, del siglo XVII, y Miranda do Douro, aqu¨ª, a la orilla del Duero, estaba, por as¨ª decir, a un salto de pulga de las acometidas del enemigo. Hab¨ªa cerco, el hambre ya era mucha, los sitiados se desalentaban; en fin, estaba Miranda perdida. Pero he aqu¨ª que en este preciso instante, eso es lo que se dice, avanza un chiquillo gritando a las armas, dando ¨¢nimo y valor donde el ¨¢nimo y el valor desfallec¨ªan, y de tal modo que en dos tiempos se levantaron todas aquellas flaquezas, tomaron armas verdaderas e inventadas y, tras el infante, se van contra los espa?oles como si majaran en centeno verde. Son desbaratados los sitiadores, triunfa Miranda do Douro, se ha escrito una p¨¢gina m¨¢s en los anales de la guerra. No obstante, ?d¨®nde est¨¢ el jefe de este ej¨¦rcito? ?D¨®nde est¨¢ el gentil combatiente que cambi¨® la peonza por el bast¨®n de mariscal? No est¨¢, no se encuentra, nadie lo vio m¨¢s. Luego fue un milagro, dicen los mirandeses. Luego fue el Ni?o Jes¨²s.
El viajero lo confirma. Si ha sido capaz de hablar a los peces y ellos capaces de entenderle, no tiene ahora motivo para desconfiar de antiguas estrategias. Tanto m¨¢s cuanto que aqu¨ª est¨¢ ¨¦l, el Ni?o Jes¨²s da Cartolinha, con su altura de dos palmos, al cinto la espada de plata, la faja roja en bandolera, lazo blanco al pescuezo, y la aureola en lo alto de su redonda cabeza de chiquillo. ?ste no es el uniforme de la victoria, sino s¨®lo uno de los que componen su confortable guardarrop¨ªa, completo y constantemente puesto al d¨ªa, como le va mostrando al viajero el sacrist¨¢n de la Seo. Sabedor es de su oficio este sacrist¨¢n y, como repara en la minuciosa atenci¨®n del viajero, lo lleva a una dependencia lateral donde tiene recogidas las diversas piezas de estatuaria, defendi¨¦ndolas as¨ª de las tentaciones de los cacos de oficio y ocasi¨®n. Ah¨ª se confirman las cosas. Una peque?a tabla, esculpida en altorrelieve, acaba de convencer al viajero de su propia incipiencia en materia de milagros. He ah¨ª a san Antonio recibiendo la genuflexi¨®n de una oveja, que da as¨ª ejemplar lecci¨®n de fe al pastor descre¨ªdo que se hab¨ªa re¨ªdo del santo y all¨ª en la escultura, evidentemente, se muestra corrido de verg¨¹enza y quiz¨¢ por eso a¨²n merecedor de salvaci¨®n. Dice el sacrist¨¢n que mucha gente habla de esta tabla pero que pocos la conocen. Excusado es decir que el viajero no cabe en s¨ª de vanidad. Vino de tan lejos, sin recomendaciones, y s¨®lo por tener cara de buena persona lo han admitido al conocimiento de estos secretos.
Est¨¢ este viaje en el principio y, siendo el viajero escrupuloso como es, le muerde aqu¨ª el primer sobresalto. ?Qu¨¦ viajar es ¨¦ste, en definitiva? Echar un vistazo a esta ciudad de Miranda do Douro, a esta Seo, a este sacrist¨¢n, a esta aureola, a esta oveja y, hecho esto, marcar con una cruz el mapa, echarse a rodar por la carretera y decir, como el barbero mientras sacude la toalla: "El siguiente". Viajar deber¨ªa. ser cosa de otro concierto, estar, m¨¢s y andar menos, quiz¨¢ hasta debiera instituirse la profesi¨®n de viajero, y s¨®lo para gente de mucha vocaci¨®n, demasiado se enga?a quien cree que ser¨ªa este trabajo de poca responsabilidad, cada kil¨®metro no vale menos que un a?o de vida. Luchando con estas filosof¨ªas acaba el viajero por quedarse dormido, y cuando despierta de ma?ana all¨ª est¨¢ la piedra amarilla, es el destino de las piedras, siempre en el mismo sitio, salvo si viene un pintor y se las lleva en el coraz¨®n.
R¨ªo Fresno
A la salida de Miranda do Douro va el viajero aguzando la observaci¨®n para que nada se pierda o algo se aproveche, y por eso repara en un peque?o r¨ªo que por aqu¨ª pasa. Ahora bien, estos r¨ªos tienen nombres, y a ¨¦ste, tan pr¨®ximo a juntarse con el robusto Duero, ?c¨®mo le llamar¨¢n? Quien no sabe, pregunta, y quien pregunta tiene, a veces, respuesta: "?Oiga, se?or! ?Sabe c¨®mo se llama este r¨ªo?". "Este r¨ªo se llama r¨ªo Fresno". "?Fresno?". "S¨ª, se?or. Fresno". %Pero fresno es palabra espa?ola, y en Portugal se dice freixo. ?Por qu¨¦ no le llaman r¨ªo Freixo?". "?Ah!, eso no lo s¨¦. Siempre he o¨ªdo llamarlo as¨ª". A fin de cuentas, tanta lucha contra los espa?oles, tantas impudicias en las fachadas de las casas, hasta ayudas del Ni?o Jes¨²s, y aqu¨ª est¨¢ este Fresno, oculto entre m¨¢rgenes gratas, ri¨¦ndose del patriotismo del viajero. Recuerda ¨¦ste el serm¨®n de los peces, el serm¨®n que les ech¨®, se distrae un poco con estos recuerdos, y va ya lejos cuando se le enciende el esp¨ªritu: "?Qui¨¦n sabe si este fresno no ser¨¢ palabra de nuestro dialecto mirand¨¦s?". Lleva idea de preguntarlo en una de estas aldeas, pero luego se olvidar¨¢, y cuando mucho m¨¢s tarde vuelva a su duda, decidir¨¢ que el caso, en definitiva, no tiene importancia. Al r¨ªo tanto le da; al ¨¢rbol que le dio nombre, lo mismo; s¨®lo los hombres tienen esa man¨ªa de ponerle nombre a todo, y cuando ponen nombre creen saber. Pere, esta agua que corre no es agua, s¨®lo tiene el nombre de agua, y el viajero no sabr¨¢ ad¨®nde va si no se pierde en las palabras del viaje.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.