Libertad o felicidad (Para F. S., a estas alturas.)
Aunque a menudo hablamos de una supuesta tradici¨®n ilustrada, en el fondo todos sabemos que la Ilustraci¨®n dej¨® una herencia contradictoria y que la aparente coincidencia de los fil¨®sofos del siglo XVIII en su cr¨ªtica del antiguo r¨¦gimen escond¨ªa profundas diferencias de proyecto hist¨®rico, muy traducibles a diferentes concepciones de la buena vida, a diferentes formas de ver lo que hoy, con dos siglos de distancia, bien podr¨ªamos llamar, con m¨¢s mesura y cierto optimismo moral, una vida decente.Nietzsche plasm¨® de forma paradigm¨¢tica una primera y crucial contradicci¨®n entre Rousseau y Voltaire, el ciudadano de Ginebra y el se?or de Ferney (en la r¨¢pida f¨®rmula que dar¨ªa t¨ªtulo a un ensayo de Valentino Gerratana). Y no hay duda de que hay profundas distancias entre el deseo de retorno al mundo natural del primero y la clara apuesta por el desarrollo de lo artificial, del mundo de la cultura, en el segundo. M¨¢s discutible es suponer que esta dicotom¨ªa enfrenta al plebeyo y al noble, pues bien se puede pensar que el plebeyo es adem¨¢s un peque?o burgu¨¦s desclasado, que por ello sue?a con el retorno a un mundo natural, anterior y feliz, mientras el se?or de Ferney apuesta por la racionalizaci¨®n de un mundo en progreso, pero en un progreso lastrado por las supersticiones y rutinas del antiguo r¨¦gimen.
Todo esto es, por descontado, mala sociolog¨ªa: puro juego verbal de tertulia. Pero poco m¨¢s era La destrucci¨®n de la raz¨®n, y tuvo alguna repercusi¨®n en su tiempo. Se puede seguir el juego, entonces, reconoci¨¦ndolo como tal, e ir m¨¢s all¨¢. Podr¨ªamos pensar, por ejemplo, que en la tradici¨®n ilustrada se anudan dos ideas en realidad incompatibles: las promesas de libertad y de felicidad. La hip¨®tesis que intento apuntar es la de que la promesa de felicidad es una idea regresiva y ovina, una simple aspiraci¨®n de regreso al ¨²tero materno tan improbable como indeseable, mientras que la apuesta por la libertad y la raz¨®n es un proyecto emancipatorio tan encomiable como de antemano condenado a la tensi¨®n y la inseguridad. Prometeo, bien es sabido, no fue feliz. Quienes recibieron el fuego, por supuesto, tampoco.
En el pensamiento presuntamente progresista de nuestros d¨ªas persiste esa mala combinaci¨®n de las promesas simult¨¢neas de libertad y felicidad. Entre nuestros intelectuales no faltan quienes lo repiten con clerical impudor desde los m¨¢s altos p¨²lpitos de la prensa diaria: si la democracia no sirve para hacer felices a los hombres, si el mero hecho de ser libres y capaces para decidir no garantiza una inmediata elevaci¨®n del nivel de vida, ni tampoco la resoluci¨®n de alg¨²n conflicto particular, entonces la democracia es ya imposible, pues no vale nada. Resucita as¨ª la vieja concepci¨®n bolchevique de la libertad: puro instrumento para conseguir fines superiores dise?ados de antemano por el pensador radical que se cree representante de inter¨¦s colectivo. Si la libertad no sirve para lograr los fines del intelectual jacobino, si no conduce ipso facto a las metas ideales de una sociedad por definici¨®n perfecta, la libertad es un lujo prescindible.
Se podr¨ªa pensar sin gran injusticia que la promesa de una felicidad pl¨¢cida es la herencia de Rousseau, la vena regresiva y conservadora de la Ilustraci¨®n. Un reciente libro de Mar¨ªa Jos¨¦ Villaverde, Rousseau y el pensamiento de las luces, ofrece una imagen netamente conservadora de las ideas del ciudadano de Ginebra, pero aun sin aparato cr¨ªtico es f¨¢cil ver las similitudes entre las a?oranzas de una utop¨ªa rural del m¨¢s ilustrado Rousseau y la concepci¨®n de la libertad y de la igualdad en Chesterton, el pensador de la restauraci¨®n cat¨®lica en la Inglaterra de comienzos de siglo. Y aqu¨ª Nietzsche se equivoca: podemos conmovernos con la prosa de Rousseau, podemos leer con placer a Chesterton sin compartir su apuesta moral, sin comprometernos moralmente. Pero lo que no podemos dejar de hacer es ver que su proyecto social ser¨ªa volver a una edad de oro primitiva, darle la vuelta a la historia.
Si abandonamos la idea de que la libertad implica la felicidad, podemos hacer una lectura distinta de la tradici¨®n ilustrada. Podemos afirmar que la libertad es un valor en s¨ª misma, pero que no garantiza la felicidad. M¨¢s a¨²n, en cierto sentido la aleja. La persona que puede decidir, que debe soportar la carga de elegir, que debe resolver conflictos y tomar opciones a menudo dolorosas, seguramente est¨¢ m¨¢s lejos de la felicidad que el feto flotante en el l¨ªquido amni¨®tico. Se puede discutir, claro, si hablamos de felicidad como capacidad de libre opci¨®n, de realizaci¨®n personal, o si s¨®lo pensamos en la ausencia de tensiones, en eso que ya he etiquetado como concepci¨®n ovina de la felicidad. Me temo que todos pensamos en el fondo cuando hablamos de felicidad en la tranquila condici¨®n del rumiante m¨¢s o menos satisfecho, en el consumidor de soma en el mundo feliz de Huxley o en la est¨²pida sonrisa del borracho o el drogado.
?Se puede hablar de felicidad al describir el estado de ¨¢nimo de quien libre y conscientemente elige su destino en un mundo conflictivo y opaco lleno de tensiones y por ello de sentido para las decisiones del individuo realmente libre? Yo creo que la mejor herencia de la Ilustraci¨®n no es la que hipotetiza un mundo reconciliado y trasparente, una posible utop¨ªa, sino la que llama a la responsabilidad y la lucidez, la que nos pide que construyamos nuestra propia historia. Hay que optar entre la seguridad de una identidad colectiva que nos aleje de tensiones y riegos y la vieja idea de una libertad basada en la lucidez y en la consiguiente conciencia de la responsabilidad.
Para quienes elijan la segunda opci¨®n no cabe creer en una f¨¢cil felicidad: la placidez del reba?o es otra cosa. Pero tampoco es posible creer en la superior amoralidad del h¨¦roe: Nietzsche, en este sentido al menos, fue un ilustrado. Se puede pensar aun as¨ª en un muy especial h¨¦roe desgarrado en su intento de conciliar la lucidez y la moralidad individual y el deseo de llegar al mejor resultado colectivo, se puede tratar de sobreponer la personalidad del gran hombre hegeliano a la realidad del ciudadano de a pie que todos somos a fin de cuentas. Qu¨¦ ser¨ªamos sin la pasi¨®n blasfema de Ahab, qu¨¦ quedar¨ªa de nosotros sin el pueril realismo de Ismael. De esa tensi¨®n, mal o bien, hemos crecido.
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