Amigos
La oscilaci¨®n en el nivel de las temperaturas abrasadoras, el n¨²mero de hect¨¢reas calcinadas por el fuego, la cifra de muertos en accidentes cada semana. En estos tres pilares se apoya la temporada veraniega. Una luminarla incandescente que acaba con la biolog¨ªa.?ste es el tiempo en que se evapora lo social y se establece la barbarie.
Miles de autom¨®viles hacen cola en las calzadas mientras se observa el horizonte bru?ido, pendientes todos de que en un instante aparezca la noticia de la matanza. En las terrazas, reposando en los sillones de mimbre bajo las arcadas, los vecinos otean el mar o la sierra convencidos de que pronto se cumplir¨¢ la desdicha. Y la desdicha, en efecto, acude sobre este ¨¢mbito de luz y de dureza.
La muerte de nuestro compa?ero Ismael L¨®pez Mu?oz, a?adida a las muertes de Juan Salto y Santiago Am¨®n hace apenas unas semanas, decide la calidad de este tiempo. El verano nos dobla el pulso. Derriba y mata con la clase de sentencia que la ¨¦poca impone. Una muerte s¨²bita o sin demoras; sin cuidados ni aderezos. R¨¢pida y ruda.
El destino ha parecido de siempre engolosinado con esta estaci¨®n, pero ahora hace explotar los cuerpos para ausentarlos sin mediaciones. La emoci¨®n con que se resiste la fatalidad en estos meses tiene el tatuaje de la electricidad y el jadeo de una aceleraci¨®n fuera de la raz¨®n humana.
Es muy f¨¢cil odiar una ¨¦poca que sepulta a los amigos y ordena con tanto tino nuestra desolaci¨®n. Tan atentamente.
Los veranos suelen aguardarse con la necia expectativa de recibir alg¨²n premio para la carne, por menudo que sea. Pero los veranos se vengan de esta humilde credulidad muy pronto. El est¨ªo es un espacio antts que un tiempo: un espacio espectral del que jam¨¢s se sale sin transformaci¨®n o sin castigo. El verano quema las ra¨ªces y, si no queda exhausto, abate a los compa?eros. Al d¨ªa de hoy, en la devastaci¨®n de la luz, la claridad proclama el pavor de estar vivo.
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