Rentabilidad de la infancia
Cuando el maestro pronunci¨® aquello de "dejad que los ni?os se acerquen a m¨ª", probablemente ya contaba con que los futuros heladeros, volatineros y mercaderes de chucher¨ªas habr¨ªan de decir otro tanto. Pero seguro que ni por asomo imaginaba que tan amorosa consigna pudiera un d¨ªa ser hecha suya tambi¨¦n por las cajas de ahorro. Todav¨ªa hoy mismo la seriedad que en estos templos reina, la rigidez y complicaci¨®n de sus formalidades, ahuyentaban a los peque?os de estas instituciones. Hasta que una de ellas, y de mi ciudad, por m¨¢s se?as, ha tenido el indudable honor de ser la primera de Europa en poner el dinero electr¨®nico al alcance de los ni?os, o sea, en poner a los ni?os al alcance del dinero. Topetarjeta se denomina el nuevo cebo magn¨¦tico, y topecajero, el artilugio del que los infantes de cuatro a?os en adelante se sirven -como jugando- para sus operaciones pecuniarias. El sagaz invento de esta Cajaguay (as¨ª habr¨ªa que llamarla en lo sucesivo), que en un abrir y cerrar de ventanillas ha logrado la apertura de 12.000 libretas, ha producido el pasmo y la envidia entre sus colegas del mundo financiero. Es de esperar que este vigoroso brote de paidofilia bancaria se extienda con la rapidez que toda idea generosa merece.No es para menos. Entre las ventajas m¨¢s sobresalientes que este singular sistema ofrece destaca la de que su precoz usuario pueda ingresar cuanto dinero quiera, pero, salvo con la firma de sus mayores, no sacarlo. "A saber en qu¨¦ lo podr¨ªa despilfarrar este mequetrefe", piensan al un¨ªsono el director general y los padres de la criatura, y se quedan tan contentos. Que nadie se llame a esc¨¢ndalo: el aparato funciona como una m¨¢quina tragaperras, s¨®lo que para nada atenta contra la norma reguladora de los juegos de azar. Se trata simplemente de la ¨²ltima aplicaci¨®n del "instruir deleitando". Es verdad que no se recibe el ciento por uno, pero un 2% parece suficiente y no es cosa de sembrar el af¨¢n de especulaci¨®n en almas tan c¨¢ndidas. Ni los m¨¢s viejos recuerdan obra social de tama?a envergadura, como tratar¨¢ de mostrarse en lo que sigue.
La intenci¨®n ven¨ªa de lejos. Una entidad de ahorro que se precie no pod¨ªa consentir por m¨¢s tiempo la tenaz pervivencia de la hucha ni su solapada competencia. Cada vez que el chico introduc¨ªa en aquella tosca ranura las pesetas regaladas por su madrina, el banquero acechaba sus gestos con ojos codiciosos y la insoportable sensaci¨®n de que aquel mocoso le sustra¨ªa un dinero que s¨®lo a ¨¦l correspond¨ªa administrar. Incluso un contable vulgar sabe, mejor que la m¨¢s hacendosa ama de casa, que muchos pocos hacen un mucho. Y sabe tambi¨¦n que un dinero que inmediatamente no se gasta carece de otro destino confesable que no sea el de producir un r¨¦dito. As¨ª que nuestro hombre deb¨ªa ense?ar al mocito -como en su momento aleccion¨® al aldeano- que sus ahorros estar¨ªan a mejor recaudo en la Caja (en la Kutxa, dir¨ªan con mayor sentido de la rima los vascohablantes) que en la hucha. El mocito, al igual que el aldeano, resulta un primitivo receloso, m¨¢s proclive al p¨¢jaro en mano que al ciento volando. Ten¨ªa el banquero, pues, que ponderar la solidez de la caja fuerte frente a la fragilidad del artefacto de barro, por lo dem¨¢s siempre a merced de un hermano celoso o de una madre en apuros. Hab¨ªa de persuadir de que la p¨¦rdida del misterio que la hucha encerraba en ese m¨¢gico momento de su rotura se compensaba con creces por el conocimiento exacto de la cantidad acumulada en la libreta. Suspiraba por hallar el mismo conjuro del flautista de Hamelin, aquel que se llev¨® a todos los ni?os del pueblo embelesados tras ¨¦l. Hasta que al fin ha dado con la f¨®rmula capaz de hacer que el chaval le conf¨ªe sus exiguas rentas: la topetarjeta. Gracias a ella asistimos a un acontecimiento hist¨®rico, el de la reconciliaci¨®n definitiva entre la banca y la santa infancia.
Cierto que hasta ahora los hijos disfrutaban ya de los servicios bancarios a trav¨¦s de las cuentas y cr¨¦ditos de sus progenitores. Pero a nuestros honrados prestamistas no les bastaba con hacerse cargo del sobrante del presupuesto dom¨¦stico ni con la hipoteca de la vivienda. Ten¨ªan necesidad tambi¨¦n de esa calderilla que iba a parar, bajo forma de paga semanal, a los bolsillos de sus cr¨ªas. As¨ª es como de consumidores pasivos e indirectos han pasado los angelitos a ser portadores activos de valor de cambio, clientes asiduos de los compradores y vendedores de dinero. Ya no vale decir s¨®lo que esta mercanc¨ªa suprema carece de patria, sexo o ideolog¨ªa; hay que a?adir que tampoco tiene edad. El dinero no hace distingos entre las edades del individuo porque las traspasa todas. Sea productiva o improductiva por su condici¨®n laboral, cualquier ¨¦poca de la vida humana es fruct¨ªfera para el dinero con tal de ser usado como nuestro Se?or manda: es decir, como capital a inter¨¦s. Y esto, hoy, a lo que parece, se ha vuelto un juego de ni?os.
En un gesto expresivo de su mala conciencia, nuestra sociedad reten¨ªa en lo posible a los menores apartados del comercio con el dinero. De manera parecida a¨²n les protege del trabajo y de la prostituci¨®n, les proh¨ªbe el alcohol y los espect¨¢culos indecorosos. Pero ya se ve que aquel prejuicio anticremat¨ªstico era un escr¨²pulo timorato propio de tiempos pasados. La contemplaci¨®n de un acto sangriento o l¨²brico da?a irremediablemente la tierna sensibilidad infantil, pero la pr¨¢ctica frecuente de manipulaciones dinerarias contribuye sin duda a robustecerla. Mant¨¦ngase, pues, en buena hora la minor¨ªa de edad civil, penal o electoral de los ciudadanos; pero, en lo tocante a su capacidad de meter dinero en una instituci¨®n bancaria, bien podr¨ªa ese l¨ªmite biogr¨¢fico descender hasta los lactantes. Basta que el arrapiezo con 20 duros en su haber sepa leer medianamente, pueda identificar unos colormes y sea capaz de apretar una tecla para ser admitido en la cofrad¨ªa universal de la usura.
Aunque nos cueste decirlo de nuestros reto?os, hay que reconocer que todo ni?o es un ser anormal sin paliativos y muy poco social. Sus instintos nada saben a¨²n de la raz¨®n que gu¨ªa el mundo que habitan. Si de ¨¦l dependiera, los pilares de nuestra convivencia saltar¨ªan hechos pedazos en un voleo. Su rudimentario comportamiento econ¨®mico, en definitiva, le acerca peligrosamente al bicho. Cuando cambia, ya se trate de cromos o canicas, practica el trueque sin atisbo de mayor beneficio. Cuando guarda, ni se le ocurre el inter¨¦s compuesto que podr¨ªa extraer de su tesoro. Y cuando gasta, que es lo m¨¢s habitual, derrocha sin tino y sin pizca de previsi¨®n alguna. Recuerde el lector cu¨¢nto duraban dos peniques en manos de Guillermo Brown y sus secuaces, y saque la cuenta de la mella que hace en un esp¨ªritu sin cultivar la pr¨¦dica del ascetismo. Por si ello fuera poco, en el seno de esta sociedad eminentemente espiritual, s¨®lo el mozuelo permanece en el m¨¢s grosero materialismo; en medio de relaciones abstractas, se aferra a lo concreto y tangible. Si ser¨¢ bruto que, ingenuamente prendido del valor ¨²til de las cosas, este salvaje suele preferir una bicicleta a su valor triplicado en forma de cheque...
Salta a la vista que a un ser as¨ª hay que enderezarlo si queremos sacar de ¨¦l un hombre de provecho. Se equivocaba lastimosamente Fernando Savater: la verdadera infancia recuperada es esta que comienza a perfilarse. Dejemos entonces de preservar hip¨®critamente una inocencia tan poco rentable; puesto que hay que prepararla para el sano inter¨¦s, el lucro bien entendido y el c¨¢lculo riguroso, mejor ser¨¢ que aprenda cuanto antes. Los te¨®ricos de la educaci¨®n se empe?an todav¨ªa en sostener que el proceso de socializaci¨®n de los ni?os es tarea de la familia, la escuela o la pandilla. Al relevarles ahora desinteresadamente en tan ingrata misi¨®n, los organismos ahorradores proclaman lo que es cosa sabida: que el dinero es hoy el m¨¢s eficaz mecanismo socializador, y quien nos introduce en su secreto y manejo, el m¨¢s bondadoso de los pedagogos. Hab¨ªa que desbaratar el estrecho c¨ªrculo exclusivo en que la ni?ez se goza, el extra?o mundo de valores y sue?os que la pueblan, e incorporarla sin m¨¢s rodeos ni tardanza al tr¨¢fico social. Ha sonado la hora de transformar a estos indocumentados al menos en incipientes sujetos econ¨®micos, de hacerlos como adultos para entrar en nuestro reino de los cielos. Alcanzar la madurez es mera cuesti¨®n biol¨®gica y llegar¨¢ accidentalmente con los a?os. Si es seguro su porvenir como funcionarios del capital, ?para qu¨¦ m¨¢s letras, habiendo la letra de cambio?; ?y m¨¢s n¨²meros, si ah¨ª est¨¢ el ordenador?; ?y m¨¢s virtudes, cuando se han de rendir ante el aut¨¦ntico valor?
Adquirir la topetarjeta viene a ser el rito de iniciaci¨®n de nuestros d¨ªas. Encaramarse al topecajero, algo as¨ª como la primera comuni¨®n secular. Ahorrarse la propia ni?ez ser¨¢ la m¨¢xima econom¨ªa del ni?o, su infancia a tope.
es profesor de Filosof¨ªa de la universidad del Pa¨ªs Vasco.
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